Corría el año 1795 cuando John Jay, que desde 1789 ostentaba el cargo de chief justice, concluyó la misión que el año anterior le había encomendado el presidente Washington, al enviarle como emisario a la antigua metrópoli para negociar un tratado de paz entre ambas naciones. Al final, el resultado fue un convenio (que sería conocido como el Jay Treaty) netamente favorable a los británicos, aunque según indicó Gore Vidal ello se debió a que Alexander Hamilton había filtrado al embajador británico las principales bazas de negociación americanas. Lo importante fue que en el seno de los Estados Unidos emergió una poderosa corriente de opinión opuesta a la ratificación del tratado. Entre quienes presionaron con todas sus fuerzas en contra de dicha ratificación destacó sobremanera John Rutledge, un eminente ciudadano de Carolina del Sur (estado del que había sido gobernador), brillantísimo jurista y fugaz magistrado del Tribunal Supremo, puesto al que renunció al poco tiempo al ser elegido chief justice de la Court of Common Pleas and Sessions de su estado natal. No obstante, si por algo llamó la atención John Rutledge no fue por la oposición al tratado de paz, sino por la virulencia y la extremada ferocidad de sus expresiones, pues llegó a decir entre otras cosas no sólo que prefería la guerra a la ratificación del documento, sino incluso manifestó que a su juicio era preferible que el presidente falleciera antes que estampara su firma en el tratado. La agresividad verbal de Rutledge hizo que muchos, incluso entre sus correligionarios, se cuestionaran la sanidad mental de quien hasta entonces era no sólo uno de los founding fathers, sino un brillante jurista. Washington no pareció dar crédico a los rumores cuando en julio de 1795, al renunciar John Jay al cargo que ostentaba para ser elegido gobernador del estado de Nueva York, nombró a John Rutledge como sucesor de Jay a expensas de la preceptiva ratificación senatorial. No obstante, en diciembre de 1795 el Senado rechazó el nombramiento, tal circunstancia hizo que el delicado hilo que ligaba a Rutledge con la cordura se rompiera definitivamente. Incapaz de aceptar el rechazo senatorial, Rutledge cometió poco después un intento de suicidio arrojándose a las aguas de la bahía de Charleston. Pese a que sobrevivió a dicho incidente, su salud mental no logró recuperarse, y falleció cuatro años después, totalmente apartado ya de la vida pública.
Don Santiago Martínez Argüelles, estrella rutilante del Partido Socialista Obrero Español gijonés, fue el designado para suceder a dos candidatos con enorme tirón popular en la ciudad: Vicente Álvarez Areces y Paz Fernández Felgueroso. En el momento de su designación, Argüelles no sólo manifestó impúdicamente que creía honestamente ser “el mejor candidato”, sino que incluso llegó a presumir que la lista que encabezaba ostentaba la inigualable condición de poseer varios doctores (recordemos que el señor Argüelles ostenta el título de doctor en ciencias económicas). Aunque su lista fue la más votada, a poca distancia le seguía la recién creada formación de Foro Asturias, que gracias a los votos de los cinco concejales del Partido Popular logró que la ciudad de Jovellanos por vez primera desde 1979 no tuviera un gobierno socialista. Ello pareció sacar de quicio a la joven promesa del socialismo, quien desde entonces actuó como el niño bien a quien otro más humilde ha quitado un caramelo; incapaz de aceptar que otra persona ostente “su” alcaldía no pasa día en que Martínez Argüelles no aluda a la formación que lidera como “la más votada” en la ciudad, ocultando u olvidando que en otros municipios incluso de la misma comunidad autónoma no gobierna la lista más votada sino otra en virtud de pactos de gobierno, dando así la impresión de que a tan orondo personaje únicamente le son lícitos los pactos entre el socialismo e Izquierda Unida, estando proscritas el resto de alianzas. En otras palabras, “con la legalidad cuando nos convenga, cuando no, fuera de ella”, tal y como manifestó don Pablo Iglesias Posse en el Congreso de los Diputados el día 7 de julio de 1910. Pese a que en julio de 2011 Martínez Argüelles manifestó su intención de regresar a la Universidad, en diciembre de ese mismo año regresó como hijo pródigo al Ayuntamiento, oficialmente para dedicarse más a sus tareas representativas, oficiosamente quizá se deba a que la remuneración como edil sea bastante superior a la que percibe como profesor universitario.
Pero lo que llama sobre todo la atención en don Santiago Martínez Argüelles es en esa no aceptación de la realidad, en no ser capaz de asumir que por primera vez en más de treinta años su partido está en la oposición. El propio representante de Izquierda Unida, don Jorge Espina, lo ha manifestado en alguna ocasión cuando indicó que la auténtica oposición la están haciendo ellos. Esa frustración personal está despeñando al candidato socialista por una senda bastante peligrosa. No digamos ya cuando, en total discrepancia con sus señas de identidad, en estos momentos el socialismo municipal está defendiendo a ultranza a los grandes promotores inmobiliarios (en coherencia con la ley del suelo aprobada por el gobierno socialista de 2007, cuyos grandes beneficiarios fueron las grandes promotoras, tal y como en su día puso de relieve Tomás Ramón Fernández en un brevísimo pero impecable análisis del texto legal) y a determinadas empresas, curiosamente las más beneficiadas en la etapa en que el señor Martínez Argüelles ostentaba la concejalía de hacienda mientras su cuñado lo hacía en la de urbanismo.
Sinceramente, creo que es hora de que, por su propio bien, el señor Martínez Argüelles pase página, acepte de una vez los hechos y asuma que, tras los comicios municipales de 2011 la mayoría de la corporación gijonesa se orienta al centro-derecha, que tan lícitos son los pactos de gobierno entre fuerzas de derecha como entre las de izquierda y que, por suerte o por desgracia, el señor Martínez Argüelles no es el alcalde de Gijón, por mucho que lo tuviera asumido y que lo creyera hasta el último momento. No aceptar esa realidad puede llevarle al mismo camino que en 1795 el rechazo senatorial llevó a una mente tan brillante como la de John Rutledge a colapsar definitivamente, algo que ni por asomo desde estas líneas le deseamos.