Archivo por días: 3 diciembre 2013

LA CRISIS DEL ESTADO MODERNO: DEL «ESTADO-MEDIO» AL «ESTADO-FÍN EN SÍ MISMO»

Democracia

El pasado domingo día 1 de diciembre de 2013 el diario La Nueva España publicaba dos interesantísimos artículos de los catedráticos de derecho constitucional Ramón Punset y Francisco Bastida. Ambos pretendían aportar, desde el punto de vista jurídico, unas reflexiones muy lúcidas a la situación actual que afecta a nuestro país. El año pasado el catedrático de derecho administrativo Santiago Muñoz Machado comenzaba su imprescindible ensayo Informe sobre España haciendo referencia precisamente al estado de deterioro generalizado de las instituciones, y su descripción, no por menos acertada podía ser más tétrica: “Avanza inexorablemente el proceso de deterioro de las instituciones constitucionales. Ninguna de ellas, de los parlamentos a los partidos políticos, del Tribunal Constitucional al Consejo General del Poder Judicial, de la justicia ordinaria a los sindicatos, de la administración municipal, funciona adecuadamente en España […] Son las manifestaciones más generales de una crisis constitucional de enorme hondura, y que resulta más grave para España, y será más duradera y difícil de resolver, que la crisis económica”. Y es que, en efecto, el carácter cíclico de la economía hace presumible que la duración de la crisis económica puede prolongarse más o menos tiempo, pero a esta época de dificultades seguirá otra de bonanza, mientras que los problemas y disfunciones derivados del texto constitucional persistirán si no se les pone remedio.

Vieja a los 35 es el título de la reflexión efectuada por Ramón Punset. En el mismo, y por vía de contraste, se contrapone lo desfasado de la Constitución española con la plena actualidad y vigencia de otros textos que, aún más veteranos que el nuestro, sin embargo han sabido ponerse al día conservando lo que tenían de bueno y adecuando sus previsiones a los nuevos tiempos. En efecto, qué decir de la Constitución norteamericana, que data nada menos que de 1787, la belga, que data de 1831, o las más recientes Ley Fundamental de Bonn de 1949 o la Constitución francesa de 1954. Mas si otros países no han tenido empacho en efectuar numerosas reformas parciales de sus constituciones conservando el núcleo fundamental, en España la Constitución de 1978 se ha mantenido incólume en toda su extensión salvo por dos anecdóticos retoques, impuestos además por la normativa europea. El texto constitucional de 1978 se ha convertido así en una especie de oráculo de Delfos al cual se invoca y acude como una especie de panacea o bálsamo de fierabrás, sin percatarnos que el mismo es actualmente poco más que una pieza de museo. Las circunstancias políticas, sociales y económicas en las que se elaboró dicho texto en poco o nada se parecen a las actuales, y no es de recibo que en la segunda década del siglo XXI las normas políticas por las que nos regimos sean unas que pertenecen al tercer cuarto del siglo XX, cuando el mundo aún se encontraba en plena guerra fría. Es necesario abordar una profunda reforma de la Constitución, conservando, sí, lo que tiene de bueno, pero retocando y eliminando muchos preceptos que se han demostrado ineficaces así como instituciones cuya utilidad es más que dudosa. Habría que modificar en su integridad el Título VIII (un auténtico desastre sin paliativos, al que la nefasta jurisprudencia del Tribunal Constitucional ha contribuido a oscurecer aún más), así como el Título III en lo relativo al Senado, que debería convertirse en una auténtica Cámara de representación territorial y no en el sucedáneo inútil o cementerio de elefantes que actualmente es. Pero habría también que pensar si no es hora ya de finiquitar experimentos fallidos como el Tribunal Constitucional (uno de los grandes responsables de la actual situación), el Consejo General del Poder Judicial (absolutamente deslegitimado gracias, entre otras cosas a la voracidad de los partidos y a la inutilidad del máximo intérprete de la Constitución), el Defensor del Pueblo (carente de potestades útiles, limitado a realizar admoniciones no vinculantes a las Administraciones y a elaborar anualmente informes que nadie lee), Consejo Económico y Social y tantos y tantos otros.

Los grandes partidos nacionales, aún conscientes de la manifiesta decrepitud del texto constitucional son absolutamente reacios al más mínimo retoque. En parte por oscuros y egoístas intereses propios (el entramado caciquil está tan enraizado que alterar el status quo no interesa a ninguno de ellos), y en parte por la irresponsabilidad de una prensa, de una sociedad y, por qué no decirlo, de una doctrina constitucional que ha contribuido con el dogma de la “constitución del consenso” a mitificar hasta tales extremos la norma fundamental que nadie se atreve a ponerle el cascabel al gato. Ya nadie se pregunta si el senador Tom Stoddard fue realmente el hombre que mató realmente a Liberty Valance o si quien efectivamente lo hizo fue un oscuro cowboy llamado Tom Doniphon desde la penumbra de un callejón; la realidad ha dado paso a la leyenda y el texto constitucional de 1978 se ha convertido en “la” Constitución. Deshacer ese equívoco es la tarea fundamental a desarrollar en estos tiempos, y menester es abordar de forma seria y rigurosa, sin improvisaciones y tras un estudio exhaustivo y motivado analizar en profundidad los fallos del texto constitucional y abordar sin extremismos, pero sin vacilaciones, una revisión en profundidad del mismo.

La degeneración democrática, es el título del artículo elaborado por Francisco Bastida, y en el cual se incide, como su propio título da a entender, en el profundo deterioro de la democracia actual. Mucho más breve que el de su colega, el profesor Bastida reflexiona sobre la crisis de representatividad, haciendo una distinción que, en realidad, ya hiciera don Acisclo Arrambla Pael (el perpetuo regidor inmortalizado por Carlos Arniches en su obra Los caciques) entre los “miístas” y los “otristas”, terminología que Bastida actualiza al referirse a “los nuestros” y “los de enfrente”. Según el articulista esta situación es muy preocupante, porque “El peligro es que la sociedad no recobre su dignidad y busque reconstruir por otras vías el sistema clientelar, caso de Berlusconi, o pretenda decepcionada entregarse a una política antisistema, aparentemente basada en una fuerza difusa como la de las redes sociales, pero en la práctica liderada por un autoritario, caso de Beppe Grillo en Italia”. La realidad es que la crisis de la representatividad tiene raíces mucho más hondas. Imágenes tan lamentables como las de los diputados huyendo literalmente en vísperas del día de difuntos, que despertó las lógicas y justísimas críticas del grueso de la población y la airada respuesta de sus señorías por lo que consideraban su “derecho” a estar con las familias acentúa aún más una situación verdaderamente lamentable. La ausencia de mandato imperativo y la disciplina de voto que impera hace perfectamente posible que gran parte del parlamento pueda ser sustituido por máquinas automáticas o por animales domésticos amaestrados que a la orden del “jefe” pulsen el botón correspondiente sin pensar en lo que hacen. Porque eso, y no otra cosa, hacen el noventa por ciento de los diputados. Con más de tres meses de vacaciones oficiales (recordemos que los periodos de sesiones son de febrero a junio y de septiembre a diciembre) y una jornada “laboral” (entrecomillamos esta palabra porque, como ellos mismos se han encargado de recordar, no son trabajadores jurídicamente hablando) inversamente proporcional a los generosos emolumentos que perciben, la labor del diputado que no es portavoz de su grupo o de alguna comisión se limita a pulsar el botón del sí o no siguiendo la batuta de su jefe de filas. Si a ello añadimos que la distancia entre la clase política y el grueso de la población es cada vez más abismal alcanzando ya casi la que separaba a los aristócratas del pueblo llano en la Francia prerrevolucionaria, pues ya me dirán.

Hace año y medio, el autor de estas líneas escribía una entrada con el significativo título La crisis socio-política o “parálisis progresiva” más de cien años después, en las que se hacía eco de la enorme actualidad de un artículo del inmortal don Ramiro de Maeztu publicado en los albores del desastre del 98. Hoy en día, la lectura de los artículos del primer Maeztu asustan por la rabiosa actualidad y vigencia de los mismos que, salvo por referencias puntuales a nombres de la época, parecerían haber sido escritos hoy. En uno de ellos, Maeztu llega a decir que es mucho más patriota quien defrauda en la aduana que quien paga religiosamente, porque éste contribuirá más a sostener a esa caterva de vagos e inútiles que se ha apoderado del Estado. Hoy en día cabría ir mucho más allá que el vitoriano e incluso mucho más allá que Francisco Bastida. Más que de “degeneración democrática” habría que hablar de “degeneración estatal”. En efecto, el estado moderno se instituyó como un medio para salvaguardar la libertad de los individuos y garantizar sus derechos; un medio, no un fin en sí mismo. Aquel redomado hipócrita que fue Thomas Jefferson acertó a plasmarlo de forma inmejorable en la declaración de independencia en la célebre y conocida frase: “Abrazamos como verdades evidentes en sí mismas el que todos los hombres son creados iguales, que el Creador los dota con derechos inalienables, entre los cuales se hallan el derecho a la vida, la libertad y la búsqueda de la felicidad. Que para asegurar estos derechos se instituyen los gobiernos entre los hombres, derivando su poder del consentimiento de los gobernados”. Hoy en día el Estado se ha convertido en el Saturno que devora a sus propios hijos, de tal modo que de ser un medio para asegurar los derechos de los ciudadanos se ha convertido en un fin en si mismo, para el cual no duda en sacrificar a sus propios creadores, como el Monstruo acaba superando a Frankenstein. Hoy en día no es el Estado quien está al servicio del ciudadano, sino éste quien se halla literalmente esclavizado por el aparato público; casi un tercio de la población carece de trabajo, y quienes lo tienen se encuentran con un aumento de la jornada laboral acompañada de una reducción de los emolumentos salariales (salvo que sea diputado, representante autonómico o concejal, claro está), mientras que por el contrario, con los alimentos sucede justo al revés, que aumentan el precio mientras disminuye la cantidad (y en ocasiones la calidad) de los mismos. Si a todo ello añadimos que la presión fiscal en nuestro país es absolutamente confiscatoria, dado que si sumamos las cantidades que por todas las figuras impositivas (estatales, autonómicas y locales) paga el ciudadano medio nos encontramos que al mismo le ocurre lo mismo que al gran Luis Escobar, que manifestaba impertérrito que en realidad él trabajaba para pagar sus impuestos. El Estado recauda, cobra, ejecuta, embarga, exige…..pero a la hora de dar, todo son excusas.

En el pensamiento político pre-estatal, los teóricos pretendieron corregir los abusos del poder mediante la justificación del derecho de resistencia y, en los casos absolutamente extremos, incluso el tiranicidio, pudiendo citarse entre otros a Santo Tomás o a Juan de Salisbury. En el pensamiento estatal no es necesario acudir a extremos tan radicales, pues basta acudir de nuevo a la pluma de Jefferson: “cuando cualquier forma de gobierno se convierte en destructiva de esos fines, el pueblo tiene el derecho de alterarlo o abolirlo e instituir un nuevo gobierno, sustentando su fundación en dichos principios y organizando sus poderes de la forma que considere más adecuada para su seguridad y felicidad”; aunque el virginiano aconsejaba prudencia y que “los gobiernos que han sido establecidos desde largo tiempo no deberían cambiarse por causas ligeras y transitorias”, sin embargo “cuando una larga cadena de abusos y usurpaciones que persiguen invariablemente el mismo objeto, revelan un plan para reducirlos al despotismo absoluto, es su derecho y deber expulsar tal gobierno y establecer nuevas garantías para su futura seguridad”. No se trata de caer en el anarquismo más infantil e irresponsable, sino de convertir el Estado en lo que realmente fue, un medio para asegurar las libertades individuales, y no en lo que se ha convertido, en un ente que pretende sobrevivir a costa de quienes lo crearon.