La triste situación que vive la humanidad a consecuencia de la pandemia que viene sufriendo desde el mes de marzo del pasado año, ha servido para verificar que el COVID-19 no ha infectado únicamente a seres vivos, sino a organismos jurídicos y principios esenciales del constitucionalismo clásico. Uno de ellos, en concreto la cláusula del “Estado de Derecho”, tan enfáticamente proclamado nada menos que en el primer artículo de la Constitución de 1978, se ha visto tan zarandeado, vapuleado, pateado, mordisqueado y coceado por los distintos poderes públicos, tanto estatales como autonómicos, que bien puede manifestarse de dicho principio estructural es una víctima más del COVID-19, que se ha incubado en su seno y debilitado todas las defensas que dicho principio gozaba.
Con la excusa que ofrece la situación pandémica, basta que cualquier autoridad o poder publico esgrima, sin más justificación, el eterno comodín del “interés público” para que ante ello ceda todo, y en una especie de revival del ciceroniano principio salux publica suprema lex esto, no se inquiera entre la relación de la medida y su posible eficacia o no para llegar al objetivo. Es cierto, y sería temerario negarlo, que algunas medidas tienen una indiscutible justificación que avala su toma, pero otras carecen de la más mínima base objetiva (a título de ejemplo, nada tiene que ver la situación del COVID-19 para suprimir de un plumazo las obligaciones impuestas por la normativa sobre transparencia) o son, sencillamente, inexplicables (así, algunas comunidades han prohibido fumar en público y hasta hablar en los autobuses porque tal proceder aumenta el riesgo de contagio, pero curiosamente no proscriben correr sin mascarilla por la calle, lo que, cuando menos, lleva al ciudadano medio al estupor). A mayor abundamiento, los poderes públicos no han cesado de pedir sacrificios a la población apelando a la excepcionalidad derivada de la pandemia, mientras que, por el contrario, aplicando la ley del embudo, quienes detentan el poder no han disimulado en explicitar que la situación no va con ellos. Así, por ejemplo, hemos visto cómo un miembro del ejecutivo, estando vigente un confinamiento autonómico, se saltó el mismo sin causa justificativa alguna, tan sólo para disfrutar de un fin de semana en otra Comunidad Autónoma, y replicando, al serle reprochada su actitud, que en esta última “tiene su casa” y que “va cuando quiere” (sic).
El caso que vamos a exponer, y que ha tenido amplia difusión en prensa, revela que la excepcionalidad se predica para exigir sacrificios a la población, pero en modo alguno esos mismos poderes públicos que demandan sacrificios alivian lo más mínimo, cuando está en su poder hacerlo, la situación de esos colectivos a los que se reclaman exigencias en aras al interés general. El ente público protagonista de esta historia es, no podía ser menos, la siniestra y tétrica Administración fiscal.
Es un hecho público y notorio para cualquiera que esté al tanto de las noticias que los poderes públicos han aconsejado a los ciudadanos que no salgan de sus domicilios más que para las actividades esenciales y, si es posible, practiquen el teletrabajo. Y es un hecho público y notorio que durante el periodo transcurrido entre mediados del mes de marzo y el mes de junio de 2020, toda la población se vio confinada en su casa. Ante ello, se planteó a la Dirección General de Tributos el siguiente supuesto:
“La consultante realiza una actividad económica como autónoma. La actividad se desarrolla en un despacho fuera de su vivienda habitual. El rendimiento neto de la actividad se determina por el método de estimación directa.
Debido a la situación derivada del COVID 19 no acude todos los días al despacho, trabajando en su vivienda, por lo que hace un uso profesional de algunos suministros (luz, internet, etc.), con el consiguiente aumento del gasto habitual de los mismos.
Cuestión
Deducibilidad del gasto de tales suministros.”
A la hora de dar respuesta a ese interrogante, la Dirección General de Tributos, en su Consulta Vinculante V3461-20 de 30 de noviembre de 2020, una vez transcrito literalmente el artículo 30.2.5.b) de la Ley 35/2006 de 28 de noviembre (según el cual, a los efectos del cálculo del rendimiento neto de actividades económicas, tienen la consideración de gasto deducible: “En los casos en que el contribuyente afecte parcialmente su vivienda habitual al desarrollo de la actividad económica, los gastos de suministros de dicha vivienda, tales como agua, gas, electricidad, telefonía e Internet, en el porcentaje resultante de aplicar el 30 por ciento a la proporción existente entre los metros cuadrados de la vivienda destinados a la actividad respecto a su superficie total, salvo que se pruebe un porcentaje superior o inferior”), ofrece la siguiente respuesta:
“De acuerdo con esta regulación, para que determinados suministros de la vivienda habitual del contribuyente puedan tener la consideración de gastos deducibles de una actividad económica desarrollada por él, es necesario que la vivienda habitual se encuentre parcialmente afecta a la actividad.
Esta circunstancia no se produce en el caso planteado, pues la misma no se encuentra parcialmente afecta a la actividad, siendo la utilización de la misma en el desarrollo de la actividad motivada por una circunstancia ocasional y excepcional.
Por tanto, no se podrán deducir los gastos por suministros citados en la consulta.”
Lo anterior plantea una cuestión de carácter jurídico y otra de carácter moral. La jurídica, si al autónomo en cuestión le bastaría con la simple presentación de un impreso o modelo afectando parcialmente el domicilio para ese óbice quedaría eliminado; lo cual evidenciaría, una vez más, que estamos ante una traba burocrática más, debido a la querencia de la elefantiásica Administración española por los formalismos más arcaicos y espantosos. La moral, que evidencia no ya el alma negra, sino literalmente infernal de un ente público que, como la criatura de Víctor Frankenstein, ha terminado liquidando con todo lo que se movía a su alrededor.
Por cierto, no me resisto a traer un ejemplo histórico de cómo en otros países y en otras épocas los ciudadanos lucharon por sus derechos sin importar las consecuencias. En 1763, finalizada la guerra de los Siete Años (conocida en el mundo americano como la French-Indian War), Gran Bretaña pretendió someter fiscalmente a los colonos no sólo aprobando figuras tributarias draconianas, sino que como medida complementaria apoderó a los Tribunales Marítimos, en detrimento de los órganos judiciales del common law, para resolver las peticiones de los órganos administrativos tendentes a llevar a efecto lo previsto en la normativa fiscal. La medida no era ni mucho menos gratuita, pues la diferencia entre unos y otros es que, mientras los tribunales de common law operaban siempre a través de jurado, la jurisdicción marítima no. Esa supresión del jurado (un derecho considerado esencial a todo ciudadano británico) fue uno de los motivos que llevó a la rebelión. Cualquier lector decide visionar el primer capítulo de la excelente serie norteamericana John Adams, tiene en formato audiovisual una explicación bastante didáctica de esta cuestión y donde, por cierto, se encontrará un ejemplo del trato que los colonos dispensaron a un funcionario de la corona británica que pretendía ejecutar las leyes fiscales aprobadas por el Parlamento inglés y combatidas por los americanos.
Hay quienes comparan a la Agencia Estatal de Administración Tributaria con los antiguos bandoleros que poblaban las serranías andaluzas. Dicha comparación es sumamente desafortunada e injusta para estos últimos, pues quienes se hayan empapado los dos gruesos tomos que Florentino Hernández Girbal dedicó en su día a los Bandidos célebres españoles, podrá comprobar que los bandoleros más famosos, una vez despojados del aura que les otorgó el romanticismo y vistos desde una óptica estrictamente histórica, siempre habían sufrido en sus carnes alguna injusticia o un acontecimiento del que eran ajenos y que no les dejaba otra alternativa que el situarse fuera de la ley. Por tanto, si ha de utilizarse algún término comparativo, el único ejemplo válido a los efectos de homologarlo a la Administración fiscal española es el extinto Santo Oficio. En ambos casos, nos encontramos ante entidades que gozaban de amplísimas prerrogativas investigadoras que en la práctica eran respetadas por las instituciones. Ambas regían sus investigaciones por la opacidad más absoluta. Ambas se beneficiaban del terror absoluto que provocaba la simple mención de su nombre. Y, por último, ambas acuden al a humillación del súbdito ante la sociedad. Por tanto, en estricta Justicia no se puede comparar a los órganos tributarios con Juan de Serrallonga, Diego Corrientes, José María el Tempranillo, Luís Candelas o Francisco Jiménez (el “Curro Jiménez” inmortalizado por Sancho Gracia se inspiraba lejanamente en un personaje real, a quien se conocía como “El barquero de Cantillana” -título, por cierto, del primer capítulo de la serie- si bien, a diferencia de su homónimo televisivo, finalizó su existencia abatido por miembros de la recién creada Guardia Civil). En realidad, están creados a imagen y semejanza de Fray Tomás de Torquemada o, si prefieren un ejemplo literario, el Fray Emilio Bocanegra de las novelas protagonizadas por Diego Alatriste.
En fin, para terminar con una sonrisa, he aquí un divertido tema de la comedia musical “Róbame esta noche” (título, por cierto, que cuadra perfectamente a la actividad de la Agencia Tributaria) donde el personaje encarnado por Manolo de Vega, trata de emular la conducta de los antiguos bandoleros para seducir a una joven María José Cantudo (acompañada por Pilar Bardem), en un divertido número cuyo leit motiv está compuesto únicamente tres sustantivos: “ladrón, ladrón, ladrón”