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LA JUSTICIA DIGITAL: SITUACIÓN OFICIAL Y REAL EN EL ÁMBITO DEL PRINCIPADO DE ASTURIAS.

El pasado miércoles día 20 de marzo de 2024 entraron en vigor las reformas operadas en las distintas leyes procesales por el Real Decreto Ley 6/2023 de 19 de diciembre. Así pues, desde ese momento la justicia española entrará en plena era digital situándose a la vanguardia tecnológica, o al menos así lo expone el apartado I del kilométrico preámbulo; cuando menos, tal será la realidad “oficial” pues, como es bien sabido, la fría prosa oficial lo resiste todo.  Ahora bien, lo que debe preguntarse es si la realidad tecnológica existente en las dependencias judiciales permite las alegrías que la legislación impone. Y la respuesta es que no.

Un botón de muestra. El día 21 de marzo de 2024 (es decir, tan sólo un día después de la entrada en vigor de las reformas procesales) la Sala de gobierno del Tribunal Superior de Justicia de Asturias constató el “fallo sistemático y reiterado” de las aplicaciones informáticas en los juzgados de asturianos. Veamos lo que se expone en la nota oficial hecha pública en la página web del Consejo General del Poder Judicial:

La Sala de Gobierno del Tribunal Superior de Justicia de Asturias, durante su última reunión ordinaria ha acordado comunicar públicamente “que viene constatando el fallo sistemático y reiterado de las aplicaciones judiciales informáticas, con especial incidencia en el Expediente Digital, con el cual se pretendía sustituir al expediente en papel”, lo que ha provocado que, en varias ocasiones, se haya tenido que recurrir a la tramitación exclusivamente en papel.

“La interrupción del sistema y su lentitud, particularmente acusada en las últimas semanas, han llegado a un punto insostenible que afecta al correcto funcionamiento de la Administración de Justicia y al despacho de los asuntos, con el consiguiente perjuicio para los ciudadanos”, consideran los magistrados.

Para la Sala “es indiscutible que los jueces y magistrados que desempeñan su labor en el Principado han apostado por la introducción de las nuevas tecnologías en la Administración de Justicia, mostrado un claro compromiso en esta línea”. Sin embargo, para ellos “nunca se ha logrado un funcionamiento eficaz y sostenido del sistema, que se ha suplido con el esfuerzo y el compromiso aludido” habiéndose llegado a “la agudización de la deficiente situación”.

El órgano de gobierno de los jueces vuelve a instar a la Administración prestacional, “a adoptar las medidas oportunas para asegurar el adecuado funcionamiento del Expediente Electrónico y sus aplicaciones, a fin de garantizar el normal desempeño de la Administración de Justicia”

En la magnífica novela Matar un ruiseñor, la narradora, una adulta Jean Louise (“Scout”) Finch, nos revela que su padre, el abogado Atticus Finch, solía decir que: “Nunca puedes entender realmente a una persona hasta que contemples las cosas desde su punto de vista, hasta que te pongas en su lugar”. En definitiva, que para analizar correctamente una cuestión debe uno salir de su perspectiva y situarse en la del contrario. Esa afirmación vale igualmente para la Administración en general y para la de Justicia en particular: uno nunca puede entender realmente del todo a quienes forman parte de ella hasta que no se pone en su lugar. Tal afirmación es aplicable no sólo en una dirección (letrados y procuradores hacia los empleados públicos) sino a la inversa (empleados públicos hacia letrados y procuradores). Muchas de los malos entendidos proceden en general de esa falta de comprensión, de no ponerse en la piel del contrario.

El redactor de estas líneas ha tenido el inmenso privilegio de poder situarse en más de una ocasión al otro lado de la orilla. Así, por ejemplo, ha cursado estudios universitarios, pero un cuarto de siglo después de finalizados regresó a su alma mater como profesor asociado, lo que implicó visionar la comunidad docente desde una óptica distinta y matizar algunos juicios que como estudiante había realizado sobre el profesorado y su actividad Y, tras un cuarto de siglo ejerciendo la abogacía, ha tenido la oportunidad desde hace casi un año de contemplar la realidad de la Justicia española desde la otra orilla, como Letrado de la Administración de Justicia sustituto. Y precisamente por ello, puede aseverar que la nota emitida por la Sala de Gobierno si de algo peca es de inmensamente generosa en su descripción de la realidad cotidiana.

En efecto, la realidad de los medios materiales es no ya deficiente, sino lamentable, cuando menos si se compara con otros entes o servicios administrativos que sí están mimados y a quienes se coloca entre algodones. Si un día no falla uno de los programas lo hace otro, cuando no el certificado digital o el programa de firmas. Día sí y día también los programas fallan (además, uno de ellos invariablemente en la misma franja horaria) y tampoco son infrecuentes los días en que el programa que de ordinario utiliza el personal para realizar las actuaciones y las notificaciones funciona con exasperante lentitud, cuando no abiertamente se burla del usuario al bloquearse e impedir su utilización. Hasta tal punto que el humilde redactor de estas líneas ha optado por trabajar directamente con Microsoft Word y volcar los escritos una vez finalizados, para evitar el riesgo de hacerlo en un programa y que, culminado el texto, se pierda porque el programa deje de funcionar. Cuento al respecto una anécdota sumamente reveladora. En cierta ocasión en que hubo de contactarse con el servicio responsable de subsanar las incidencias existentes con medios tecnológicos, quien suscribe preguntó animus iocandi su interlocutor, por pura curiosidad, si los problemas que de forma cotidiana asediaban a los medios tecnológicos de la Administración de Justicia se producían en el organismo autonómico encargado de la gestión y recaudación tributaria; la respuesta fue tan directa como elocuente: un “no” rotundo. Un monosílabo que vale por todo un tratado.

Es evidente que no puede hacerse un cesto con estos mimbres. Evidentemente, ignoro lo que puede ocurrir en otros territorios dependientes del Ministerio de Justicia o de otras Comunidades Autónomas, pero desde luego, la situación existente en el Principado de Asturias es manifiestamente mejorable, y ello por ser excesivamente generoso. Y no hablemos ya de la falta de elementos personales porque la situación sería para echarse a llorar, dado que órganos judiciales que precisan de personal de refuerzo (con todos los informes favorables para ello, constatando la sobrecarga de trabajo y el sobreesfuerzo de la plantilla) han visto denegada su solicitud por silencio, con el potísimo argumento que se han agotado los fondos para ello. Sin embargo, esa misma Administración autonómica que no posee dinero para dotar de personal de refuerzo a un órgano judicial mantiene, en un edificio de cinco pisos, tres empleados públicos del grupo de subalternos (los “bedeles” de toda la vida) por planta; todo un logro en la gestión de recursos humanos.

La realidad es tozuda, y por mucho que los textos legales transiten por un sentido, la realidad lo hace en dirección opuesta. Mucho me temo que, de no paliarse la situación e invertir en equipos informáticos y en sistemas tecnológicos modernos y adecuados a lo que de ellos se espera, la teórica digitalización y revolución tecnológica en la justicia quedará en un pío deseo en el mejor de los casos o en una mera declaración de intenciones (más o menos sincera) en otro.

En estos casos, suele venirme a la memoria el párrafo que Alexander Hamilton (cuya brillantez intelectual era tan sólo equiparable a su falta de escrúpulos) incluyó en el famoso ensayo septuagésimo octavo del clásico Federalista:

“Quienquiera que contemple de forma atenta los poderes del estado debe percibir que, allí donde tales poderes se encuentren separados, el judicial, por la naturaleza de sus funciones, siempre será el menos peligroso para los derechos políticos de la Constitución, porque será el menos capaz para enojarlos o dañarlos. El Ejecutivo no sólo dispensa los honores, sino que blande la espada de la comunidad. El legislativo no sólo maneja los fondos públicos, sino que prescribe las leyes por las que deben regirse los deberes y derechos de cada ciudadano. Por el contrario, el judicial no posee influencia sobre la espada ni sobre los fondos; no determina la fuerza ni la riqueza de la sociedad, y no puede tomar decisión activa alguna. Puede verdaderamente decirse que no posee FUERZA ni VOLUNTAD, tan sólo juicio; y debe depender en última instancia de la ayuda del brazo ejecutivo incluso para la eficacia de sus sentencias.”

«ESPAÑOLIZACIÓN» DE LA DOCTRINA WEST v BARNES: LAS APELACIONES (NO LAS CASACIONES) CIVILES (NO LAS CONTENCIOSAS): SE PRESENTARÁN DIRECTAMENTE ANTE EL ÓRGANO QUE HA DE RESOLVER EL RECURSO.

El día 3 de agosto de 1791 el Tribunal Supremo de los Estados Unidos hizo pública su primera sentencia, la del caso West v. Barnes. La cuestión jurídica a resolver era muy sencilla: si el writ of error interpuesto por el recurrente William West frente a la sentencia dictada por el Tribunal de Circuito de Rhode Island debía resolverse o si, por el contrario, debía acogerse la excepción presentada por el recurrido, William L. Barnes, que curiosamente llevó su propia defensa al ser abogado en ejercicio. Y es que Barnes planteó que no debía admitirse ni tan siquiera el recurso dado que se presentó en el Tribunal de Circuito de Rhode Island (el que había dictado la resolución impugnada) en vez de hacerlo, como imponía la normativa vigente, ante el Tribunal Supremo, órgano competente para resolver la impugnación. El razonamiento de los jueces (que la prensa de la época reprodujo íntegramente) fue unánime: no cabía admitirlo dado que los recursos debían interponerse directamente ante el órgano encargado de resolver, que sería el encargado de reclamar los autos al tribunal de instancia. En los Dallas Reports, aunque no se transcribe el razonamiento de los jueces, sí consta lo siguiente: “El Tribunal resuelve, por unanimidad, que los writs of error interpuestos ante este tribunal frente a resoluciones de órganos inferiores únicamente pueden presentarse ante la secretaría de este tribunal” Aunque algunos de los jueces expresaron, tanto de forma pública como privada (en el caso del chief justice Jay, en sus diarios) que el plazo de diez días les parecía excesivamente reducido teniendo en cuenta las distancias y los medios de locomoción de la época, consideraron que la redacción de la ley era tan clara que no permitía duda alguna, indicando que correspondía exclusivamente al Congreso modificar la ley para solventar las disfunciones que su aplicación práctica ocasionase. Doscientos treinta y tres años después, la práctica estadounidense sigue siendo la misma: los recursos se interponen ante el órgano que conoce del recurso, y no al de instancia.

El sistema español ha seguido la vía opuesta, de tal forma que los recursos se interponían ante el órgano que dictó la resolución impugnada, que era el encargado de registrar los escritos de recurso y oposición para, ulteriormente, elevarlos al órgano competente para resolver y emplazar a las partes para que compareciesen ante el órgano superior, debiendo presentar un simple escrito de personación ante el tribunal superior. Así ha sido, hasta el próximo 20 de marzo de 2024, donde la entrada en vigor del Real Decreto Ley 6/2023 de 19 de diciembre muta el régimen tradicional en las apelaciones civiles.

En efecto, el artículo 458.1 de la Ley de Enjuiciamiento Civil, en la nueva redacción que le otorga el citado Real Decreto Ley 6/2023, dispone que: “El recurso de apelación se interpondrá, cumpliendo en su caso con lo dispuesto en el artículo 276, ante el tribunal que sea competente para conocer del mismo, en el plazo de veinte días desde la notificación de la resolución impugnada, debiendo acompañarse copia de dicha resolución.” Sin embargo, esa previsión no se traslada a la casación, donde el artículo 479.1 de la Ley de Enjuiciamiento Civil mantiene el sistema tradicional: “El recurso de casación se interpondrá ante el tribunal que haya dictado la resolución que se impugne dentro del plazo de veinte días contados desde el día siguiente a la notificación de aquélla.” En otras palabras, que los letrados, procuradores y Letrados de la Administración de Justicia habrán de estar avezados porque los recursos de apelación se interponen ya no ante los Juzgados de Primera Instancia, sino directamente ante la propia Audiencia Provincial, aunque paradójicamente los recursos de casación frente a las sentencias de este último órgano siguen interponiéndose ante la propia Audiencia.

Pero si extraña es esa dualidad de regímenes en el orden civil, lo extraño es que esa novedosa previsión respecto a dónde han de interponerse a partir del 20 de marzo de 2024 los recursos de apelación en el orden civil no se traslada al contencioso. En efecto, el artículo 85.1 de la Ley Reguladora de la Jurisdicción Contencioso-Administrativa mantiene su redacción: “El recurso de apelación se interpondrá ante el Juzgado que hubiere dictado la sentencia que se apele, dentro de los quince días siguientes al de su notificación, mediante escrito razonado que deberá contener las alegaciones en que se fundamente el recurso. Transcurrido el plazo de quince días sin haberse interpuesto el recurso de apelación, el Secretario judicial declarará la firmeza de la sentencia.” En otras palabras, lo que aparentemente era aconsejable en la jurisdicción civil no lo es en la contenciosa.

Desde luego, salvo motivos de esquizofrenia legislativa, no he logrado encontrar explicación alguna a esa diferenciación entre la apelación y la casación civil respecto al órgano donde ha de presentarse. Por lo menos el Preámbulo del Real Decreto Ley 6/2023 de 19 de diciembre no ofrece la más mínima explicación para esa diversidad entre la apelación y casación civil, como tampoco ofrece respuesta al interrogante de por qué no se traslada esa previsión del orden civil al contencioso.

Es posible que los redactores del citado instrumento considerasen que presentando directamente el recurso de apelación ante el órgano encargado de resolver se agilice la tramitación. Pero en ese caso, surgen de inmediato varios interrogantes. El primero y evidente, por qué no se traslada esa previsión al orden contencioso. ¿Debe inducirse, entonces, que esos hipotéticos motivos de agilización no son aplicables a la jurisdicción contenciosa? El segundo y más evidente: ¿Por qué en el orden contencioso no se produciría esa agilización? ¿O es que acaso no interesa agilizar la tramitación de los recursos?

También es más que posible que esta novedad no obedezca a causa alguna y se deba a una simple ocurrencia del legislador. En ese caso, ¿Por qué no traslada el sistema a la segunda instancia (es decir, por qué el recurso de casación no se interpone directamente en el Tribunal Supremo, como ocurre en los Estados Unidos)? ¿Y por qué esa ocurrencia tampoco se ha trasladado al orden contencioso?

En fin, parafraseando al célebre programa de los noventa, estamos ante “Misterios sin resolver”.

SEIS DECENAS DE TRABAJOS SOBRE LA AMNISTÍA Y SU CONSTITUCIONALIDAD.

Ha llegado a mis manos el interesantísimo libro La amnistía en España. Constitución y estado de derecho, conjunto de estudios que coordinan Manuel Aragón, Enrique Gimbernat y Agustín Ruiz Robledo, que recientemente ha visto la luz en la editorial Colex, y en la que más de seis decenas de juristas (y, por excepción, alguna intervención de personas ajenas al mundo del Derecho) se pronuncian al respecto. No se trata de una obra que pueda calificarse en puridad de novedosa, sino más bien de una compilación de los trabajos que los autores han ido publicando en diversos periódicos y medios de comunicación, tanto en soporte papel como en formato digital. Pero es interesante su lectura por varias razones:

Primera.- El prestigio y diversidad de los autores.

En efecto, si algo sorprende es que se acogen trabajos de personalidades del mundo del derecho que no sólo cultivan las diversas áreas del mundo jurídico, sino que provienen de los ámbitos más diversos, aunque prime la vinculación al mundo universitario.

Desde el punto de vista de las ramas del ordenamiento en la que son especialistas, el grueso de los autores proceden de tres grandes ámbitos:

1.1.- Constitucionalistas. Empezando por uno de los directores de la obra, Manuel Aragón Reyes (Catedrático emérito de Derecho Constitucional y exmagistrado del Tribunal Constitucional) y mi admirado Roberto Luís Blanco Valdés (catedrático de la misma disciplina), pasando por Francesc de Carreras, Javier Tajadura Tejada o Jorge Rodríguez-Zapata.

1.2.- Administrativistas. Encabeza la lista el hoy decano de la disciplina, el ilustre Tomás-Ramón Fernández Rodríguez (cuyo trabajo es una maravilla al aunar precisión y concisión), pasando por Francisco Sosa Wagner, Mercedes Fuertes, Miguel Ángel Recuerda Girela, Germán Fernández Farreres y José Antonio García-Trevijano.

1.3.- Penalistas. Cabe destacar al veterano Enrique Gimbernat, así como a Gonzalo Quintero Olivares, Alicia Gil Gil, José Antonio Lascuraín Sánchez) y José Luís Díez Ripollés.

En mucha menor medida, también hay especialistas en Derecho Internacional Público (Araceli Mangas Martín, Belén Becerril Atienza), filosofía del derecho (Manuel Atienza, José Jiménez Sánchez, Pablo de Lora).

Desde el punto de vista de su actividad profesional, es cierto que, como hemos dicho, prima la vinculación al mundo universitario. No obstante, entre los autores pueden encontrarse a antiguos magistrados del Tribunal Constitucional (Manuel Aragón, Jorge Rodríguez Zapata), Magistrados (Vicente Conde Martín de Hijas, Javier Delgado Barrio, Jaime Lozano Ibáñez, Jesús Manuel Villegas Fernández), Fiscales (Salvador Viada Bardají y Álvaro Redondo Hermida) personalidades vinculadas al Consejo de Estado (José Antonio Ortega Díaz-Ambrona, José Antonio García-Trevijano), antiguos integrantes del Cuerpo de Abogados del Estado (Elisa de la Nuez), algún notario (Rodrigo Tena) e incluso algún jurista más conocido por su vinculación al mundo de la política (Virgilio Zapatero).

Segunda.- Por la estructura.

La obra se estructura en seis partes, aunque las realmente importantes son las que van de la segunda a la cuarta, ambas inclusive. La primera (“Una visión general del estado de derecho en España tras las elecciones de julio de 2023”) íntimamente relacionada con la quinta (“El acoso a los jueces”) se centra en las delicadas fisuras, ya convertidas en importantes grietas, que amenazan con socavar el estado de derecho. Por su parte, la sexta y última parte (“Cinco miradas más allá del derecho”) acoge seis trabajos de personas muy conocidas y reputadas, pero ajenas al mundo jurídico, entre los que destacan Juan Luís Cebrián, Antonio Elorza y Félix Ovejero.

Como indiqué, las partes más importantes son la segunda (“La inconstitucionalidad general de la amnistía”), la tercera (“La amnistía española desde el punto de vista del derecho europeo”), y la cuarta (“proposición de ley orgánica para la normalización institucional, política y social en Cataluña”). Como es fácil comprobar, el estudio va desde la teoría abstracta general relativa a la amnistía y su encaje con nuestra constitución hasta el análisis particular de la proposición de ley de amnistía propuesta.

A mi juicio, la obra en realidad intenta dar respuesta a tres interrogantes, que sintetiza magistralmente en su trabajo Juan Antonio Lascuraín Sánchez, y que plantea de la siguiente forma:

1.- ¿Cabe la amnistía en la Constitución?

En este punto, la inmensa mayoría de los trabajos recogidos dan una respuesta negativa. Aunque, también conviene indicar que existe alguna que otra excepción que avala, desde el punto de vista general, la constitucionalidad de una ley de amnistía. Sin ir más lejos, el propio Lascuraín Sánchez, quien afirma que “aunque esta primera respuesta es muy controvertida entre los especialistas, creo que los mejores argumentos la inclinan hacia el sí.” Pero, insisto, el grueso de los trabajos recogidos se inclina por la negativa, utilizando para ello interpretaciones textuales, finalistas, históricas e incluso buceando en los procesos constituyentes.

2.- De ser constitucional la amnistía ¿Es constitucional la proposición de amnistía concreta presentada en 2023?

En lo que respecta a este segundo interrogante, la respuesta de todos los trabajos es unánime: no se sostiene. No ya sólo por la clara vulneración del principio constitucional de igualdad, sino porque la redacción del proyecto tiene enormes carencias, sobre todo en su amplísimo Preámbulo, destinado a justificar tanto la constitucionalidad de la ley como su oportunidad. Aunque respecto de esto último (la oportunidad) apenas se incluye alguna reflexión muy aislada y minoritaria, el grueso de los análisis se centran en la técnica.

Destaco en este particular dos trabajos que me han parecido muy ilustrativos. El primero, el de Agustín Ruiz Robledo, titulado significativamente: “¿Respalda el Tribunal Constitucional la amnistía?”. En tan sólo seis páginas el se analizan todas y cada una de las sentencias del máximo intérprete de la Constitución que se invocan para sostener la constitucionalidad de la amnistía y la conclusión a la que el autor se llega es que ninguna de ellas aborda frontalmente la materia, alguna de ellas ni tan siquiera de forma tangencial. El segundo es el de uno de los dos maestros incuestionables de la disciplina y decano de los administrativistas españoles, el gran Tomás-Ramón Fernández Rodríguez, cuyo trabajo Amnistía: las razones de la sinrazón condensa en apenas dos páginas una enorme lección de Derecho público. Es aquí donde incide en otra de las enormes paradojas de la proposición de ley en un párrafo cuya lectura recomendaría a todos quienes hayan intervenido en la redacción del texto (ya proviniesen de las formaciones políticas promoventes o de oscuras covachuelas de los ministerios o de otros órganos constitucionales):

“Es más, si no fuera porque el asunto es serio, muy serio, porque los españoles nos estamos jugando nuestra Constitución que corre el riesgo de convertirse en un simple pedazo de papel, daría, incluso, risa leer que “se ha venido reconociendo implícitamente en nuestro ordenamiento jurídico…la figura de la amnistía”. ¿Saben ustedes dónde? ¡En los reglamentos disciplinarios de los funcionarios de la Administración del Estado, de los Cuerpos de Secretarios Judiciales y de los Oficiales, Auxiliares y Agentes de la Administración de Justicia. Ahora resulta que la Constitución hay que interpretarla de conformidad con los reglamentos administrativos. El mundo al revés. El funcionario que ha escrito semejante necedad debería ser sancionado, sin amnistía posible, por poner en ridículo al Gobierno (o al partido al que pertenece su presidente, que es el que ha presentado la proposición de ley).”

3.- De ser constitucional la proposición ¿Es una buena ley?

Cuando en los debates constitucionales que tuvieron lugar en Filadelfia entre finales de mayo y mediados de septiembre de 1787, y de los que salió la Constitución de los Estados Unidos aún vigente, James Madison abogó por crear un órgano de composición paritaria entre miembros del legislativo y del judicial (formalmente denominado “Consejo de Revisión”)  encargado de analizar las leyes antes de su entrada en vigor, no sólo desde el punto de vista de su encaje con la constitución, sino incluso por motivos de mera oportunidad. Ante el rechazo a que los jueces participasen en el procedimiento legislativo (objeciones lógicas que terminaron prosperando), James Wilson ofreció un argumento para intentar salvar la existencia de dicho órgano y su composición: la ley puede no ser contraria a la Constitución, pero aun así no ser adecuada. Esa idea la formula igualmente Juan Antonio Lascuraín con otras palabras: “La crítica a una ley no termina con su constitucionalidad, que sólo dice que la norma no es horrible, insoportable para nuestros valores. Con las leyes tratamos de organizar la vida social. Las calificamos de buenas, regulares o malas, según nos guste más o menos su objetivo y según las veamos capaces de conseguirlo […] La constitucionalidad de una ley no dice que la ley sea oportuna, o buena, o mejor que su inexistencia. Solo afirma su posibilidad en el tan amplio marco constitucional.

Sobre este particular, los juristas apenas se pronuncian, ciñendo sus objeciones a la constitucionalidad o no de las amnistías en general y de esta en particular. Sin embargo, los seis últimos trabajos, los debidos a los no juristas, sí que se adentran de lleno a responder este interrogante y su juicio no puede ser más severo. Sorprende por su dureza el severísimo juicio que sobre la ley y su finalidad vierten personas tan poco sospechosas como Juan Luís Cebrián (a quien me temo no tardarán mucho en recordarle que fue jefe de los servicios informativos durante los dos últimos años del franquismo) o Antonio Elorza.

En definitiva, estamos ante una obra que conviene leer de forma sosegada. Y tras ello, que cada persona, tras analizar las opiniones a favor y en contra de la constitucionalidad de las amnistías, forme sosegada y razonadamente su propia opinión.

EL NUEVO RÉGIMEN DE LAS COSTAS PROCESALES EN EL ORDEN CONTENCIOSO-ADMINISTRATIVO.

En la entrada que ha publicado hoy en su imprescindible bitácora dedicada al ordenamiento jurídico-administrativo, el gran José Ramón Chaves García nos ha proporcionado sus personales reflexiones jurídicas acerca de las costas en el orden contencioso-administrativo a raíz de la mutación normativa que el Real Decreto Ley 6/2023 de 19 de septiembre introdujo en la L.J.C.A. al modificar su artículo 139. Ni que decir tiene que comparto en líneas generales sus reflexiones, si bien José Ramón, por su bonhomía, aun cuando implícitamente señala con el dedo al culpable del desaguisado interpretativo (un legislador cada vez más desbocado que incluso ya no recuerda los lugares por los que transita) se abstiene de adjetivarlo como sin duda el cada vez mas nefasto (cuando no alocado o esquizofrénico) legislador merece.

En el fondo del asunto, subyace el espinoso tema de las costas procesales en el orden contencioso-administrativo, que merecería una revisión a fondo pues no cabe trasladar de forma automática (como es, sin duda alguna, el objetivo último del legislador) el régimen del proceso civil, dado que este último parte del principio nuclear de la igualdad de partes, cuando en el orden contencioso-administrativo tal circunstancia no existe ni de facto, ni de iure. Si a ello añadimos que esa asimilación se ha intentado realizar, además, de forma que ello no perjudique los intereses de la Administración, pues la situación se agrava todavía más.

Es altamente indicativo que en el extenso Preámbulo del Real Decreto Ley (que abarca veintiséis de las nada menos que ciento ochenta y siete páginas) no se contenga explicación alguna acerca de la reforma en materia de costas procesales. Puesto que el legislador nos hurta así la posibilidad de desentrañar cuál ha sido su intención última, la interpretación literal del precepto (que es por la que se debe principiar y que constituye, además el punto final cuando la redacción es lingüísticamente clara), si se contrasta la redacción anterior con la actual se permite concluir lo siguiente:

Primero.- El artículo 139.4 L.J.C.A., en su redacción anterior, establecía que: “La imposición de las costas podrá ser a la totalidad, hasta una parte de estas o hasta una cifra máxima.” Dado que los tres párrafos anteriores se referían a la imposición de costas en las sucesivas instancias o grados (el apartado primero a las de instancia, el segundo a las de apelación y el tercero a las de la casación) el apartado cuarto era aplicable a todos los supuestos de los párrafos anteriores, lo que evidentemente suponía que esa facultad moderadora de los tribunales era aplicable en todas las instancias y grados.

Segundo.- El actual artículo 139.4 L.J.C.A., aprovechando que el Pisuerga del tercio de la cuantía civil pasa por el Valladolid del orden contencioso, cuela “de pasada” una alteración de dicho régimen. En efecto, la nueva redacción del párrafo cuarto, en lo que se refiere a la “primera o única instancia”, incorpora de forma parcial lo dispuesto en el artículo 394.3 L.E.C.  Decimos de forma parcial porque si uno contrasta ambos preceptos comprobará, por ejemplo, que el legislador no ha tenido a bien trasladar al orden contencioso-administrativo el segundo párrafo del artículo 394.3 L.E.C., según el cual “no se aplicará lo dispuesto en el párrafo anterior cuando el tribunal declare la temeridad del litigante condenado en costas.”

Ahora bien, el segundo párrafo establece que: “En los recursos, y sin perjuicio de lo previsto en el apartado anterior, la imposición de costas podrá ser a la totalidad, a una parte de éstas o hasta una cifra máxima.” Es claro que la referencia a lo previsto “en el apartado anterior” se refiere al límite del tercio, por lo que la precisión inserta en este apartado relativo a la facultad de limitar las costas rige tan sólo en el supuesto de los recursos. Y, puesto que el legislador no ha incluido ninguna precisión, límite o aclaración, ha de entenderse que es aplicable a todos los recursos (apelación y casación).

La interpretación literal no puede ser otra que la siguiente:

2.1.- En primera instancia, se introduce la previsión que la condena en cosas no puede superar el tercio de la cuantía del procedimiento; ahora bien, tal novedad se hace a costa de suprimir la facultad de moderación en el caso de imposición de costas. Quiere ello decir que, a partir de la entrada en vigor del Real Decreto Ley, en primera instancia las costas han de imponerse en su totalidad o bien no efectuar imposición sobre la base de la existencia de serias dudas de hecho o de derecho. También cabe indicar que el límite del tercio es de aplicación absoluta, lo cual implica que ha de respetarse aun cuando los órganos judiciales declaren la temeridad del litigante condenado en costas.

2.2.- En segunda instancia, los órganos judiciales pueden utilizar la tradicional facultad moderadora que hasta estos momentos el artículo 139.4 L.J.C.A. permitía en todas las instancias o grados y que, a partir de ahora, facultad cuyo uso queda ahora proscrito en primera o única instancia.

¡Cuánto más lógico y razonable hubiese sido liquidar todo el artículo 139 L.J.C.A., tantas veces parcheado y remendado, y efectuar una remisión en bloque a los artículos 394 a 398 L.E.C.! Ello hubiera servido indudablemente para poner orden en la materia. Pero claro, en los últimos años el uso de una técnica legislativa adecuada no es precisamente lo que más caracteriza los productos normativos emanados de las Cortes Generales, si bien ha de reconocerse que, en este aspecto concreto, todo apunta más bien a una clara intencionalidad que a una mera deficiencia legislativa.

EL DETERIORO DEL PROCEDIMIENTO LEGISLATIVO EN EL AGUDO ANÁLISIS DE FRANCISCO SOSA Y MERCEDES FUERTES

Siempre es una auténtica delicia leer los trabajos de Francisco Sosa Wagner y Mercedes Fuertes, caracterizados por un profundo análisis jurídico, la agudeza sin par de sus observaciones y la agilidad de su estilo, donde acá y acullá introducen una pizca de humor para acercarse al lector ganando así su complicidad.  Pues bien, en esta ocasión ambos juristas, dos de los nombres más relevantes en el derecho público, nos acaban de obsequiar con un impagable artículo de treinta y tres páginas titulado significativamente Maltrato a la ley, eclipse democrático, que acaba de ver la luz en el número 129 (septiembre-diciembre de 2023) de la Revista Española de Derecho Constitucional, y en la que someten a un severo escrutinio los “desperfectos causados en la XIV legislatura en la tramitación y producción de normas jurídicas y la incidencia devastadora que están teniendo en el equilibrio de los poderes del Estado.” Sin duda alguna la frase que podría situarse como titular es la que juega con el doble sentido: “De las fuentes del derecho manan aguas contaminadas.” Y quizá nada sintetice mejor el núcleo del trabajo que el siguiente párrafo en el que se explicitan los motivos por los que los autores han optado por ceñir su análisis a la decimocuarta legislatura del régimen constitucional:

“Pero si nos enfocamos en estos últimos años es porque durante esta legislatura en las Cortes Generales se han maleado los procedimientos legislativos, se han retorcido los trámites, se han menospreciado las formas, se ha coleccionado tal cúmulo de despropósitos y se ha originado tanta desazón e indignación entre los ciudadanos que merecía la pena denunciar tales desatinos y tratar de defender honradamente la ley.”

Quizá la principal característica de la decimocuarta legislatura haya sido precisamente esa, la absoluta pérdida de las formas y el quebrantamiento de principios esenciales a todos los niveles, como, por ejemplo, situar en la Fiscalía General del Estado (vértice de una institución, el Ministerio Fiscal, que según el artículo segundo de su Estatuto Orgánico ha de sujetarse al principio de “imparcialidad”) a una persona que acababa de desempeñar la titularidad del Ministerio de Justicia; o ubicar como Magistrados del Tribunal Constitucional correspondientes a designación del gobierno a dos personas directamente vinculadas con el ejecutivo, si bien en este caso la merma de prestigio del máximo intérprete de la Constitución difícilmente podría reducirse más, dado que ya se encontraba bajo cero. Y es que el respeto a las formas y a ciertas convenciones, que hasta el año 2018 se mantuvieron más o menos dentro de ciertos límites, saltaron por los aires, alcanzando la implosión a las propias Cortes Generales.

Y es que, como el clásico dios latino Jano, el nuevo procedimiento legislativo tiene dos caras que miran a puntos opuestos:

1.- La mirada a la proposición de ley en detrimento del proyecto para silenciar voces críticas.

Así, uno de los principales rasgos generales de la nueva situación es el uso abusivo del Real Decreto Ley (algo, en sí, no novedoso, pues esta utilización torticera del instrumento previsto en el artículo 86 de la Constitución se retrotrae a hace una década) pero, sobre todo, y por encima de todo, el uso por parte del Gobierno, con la finalidad de evitar informes disuasorios y trámites dilatorios, de personas interpuestas que utilicen la vía de la proposición de ley en vez del proyecto de ley. Así, como bien indican Paco Sosa y Mercedes Fuertes:

en esta última legislatura hemos presenciado que esa prudencia se ha desvanecido y el Boletín Oficial del Estado ha publicado leyes relevantes cuya tramitación se inició en las propias Cámaras. ¿Ha sido ello fruto de una muestra de mayor participación democrática, de la integración de las aportaciones de los distintos grupos políticos? Nada más lejos de la realidad. Adelantemos ya que ese aparente protagonismo de las Cortes se ha utilizado con otra intención política, pues, como veremos, tales leyes se tramitaron y aprobaron sin especiales informes, debates y en un soplo de tiempo […] Y esa ha sido la mayor singularidad de esta legislatura: es el propio Gobierno el que ha movido los hilos para la presentación de iniciativas en el Congreso y para su tramitación acelerada […] ese primer plano de la escena legislativa atribuido a los diputados es mera apariencia y suscita la duda sobre si no son más que figurantes de un tinglado en el que otros mueven los hilos.”

Enunciada la idea principal, se desciende a la realidad concreta con ejemplos concretos que avalan la certeza de la hipótesis manejada (las sucesivas reformas del Código Penal o las relativas a la limitación de funciones del Consejo General del Poder Judicial, siendo esta última particularmente ilustrativa del nuevo estilo formal de legislar:

La tramitación de esta proposición muestra el deterioro del procedimiento legislativo: se presentó en diciembre, desnuda del ropaje de los informes jurídicos previos, con agilidad se acordó su urgencia, es más, se habilitaron días en enero para la presentación de enmiendas. Únicamente tres grupos políticos redactaron nuevas propuestas dirigidas a modificar el sistema de elección de los vocales. Ningún informe se requirió, ningún experto se convocó, ninguna audiencia se celebró. Y ello a pesar de las peticiones realizadas, entre otras, la del propio Consejo General del Poder Judicial, que la solicitó formalmente. Ni una mínima cortesía constitucional, ni el reconocimiento básico del derecho de audiencia cuando la iniciativa le afectaba de lleno fue atendido. Un desprecio mayúsculo perpetrado desde la Presidencia del Congreso a este órgano constitucional.”

2.- El abuso de la enmienda para dar entrada a voces amigas.

Si un rostro mira al instrumento (proposición) otro mira a la intervención ajena (enmiendas) en los contadísimos supuestos donde se desee utilizar dicho trámite como medio catártico para los aliados políticos. En principio esto no debería ser un obstáculo, pues todo proyecto o proposición es inevitable que posea taras o disfunciones internas que pueden solventarse mediante la simple presentación de enmiendas. El problema es, como indican los autores, que:

“hay un inmenso abuso de este derecho que es el causante de que iniciativas legislativas, pulcras en su presentación formal, se llenen de remiendos, zurcidos y parches que, en la mayoría de las ocasiones, nada tienen que ver con el paño del vestido inicial”.

Sobre este particular, se afirma que “el Tribunal Constitucional no ha ayudado a la hora de exigir respeto a la coherencia del procedimiento legislativo”, algo que demuestra la bonhomía sin límites de los dos autores, pues mal va a contribuir a solventar la situación un organismo en el que se sitúa el epicentro de todos los problemas del sistema. Quien suscribe mantiene desde hace tiempo (no uno o dos años, ni tan siquiera uno o dos lustros sino décadas) que cualquier problema, crisis, dificultad u obstáculo que penetra en la coraza del régimen constitucional tiene su origen en una previa intervención del pudorosamente calificado de “legislador negativo”, que ha sido el encargado de asestar, dolosa o culposamente, numerosos rejonazos, puyas y banderillazos a la Constitución. En todo caso, y en lo que al procedimiento legislativo se refiere, esta tolerancia extrema ha provocado situaciones realmente chuscas dignas de un sainete de Arniches, y del que los autores nos ofrecen muestras con su habitual sentido del humor:

la nueva Ley del Mercado de Valores modificó algo “tan bursátil” como las previsiones impositivas sobre la deducción por maternidad (disposición final quinta de la Ley 6/2023); en la legislación relativa a los derechos y bienestar de los animales se añadieron nuevas infracciones a la Ley de Transporte Terrestre (disposición final de la Ley 7/23).”

Situación que llegó al paroxismo con las reformas de la Ley de Contratos del Sector Público, dando lugar a una situación inédita que se describe echando mano de ironía en la página 31 del trabajo (cuyo segundo y tercer párrafo recomendamos vivamente al lector) y que no tiene desperdicio.

En definitiva, una mirada sagaz, penetrante e incisiva a la desnaturalización del procedimiento legislativo que, paradójicamente, no sólo va en detrimento del legislativo, sino del principio de seguridad jurídica. El resultado no son ya meras Leyes-Medida, sino productos normativos de lo más variopinto: desde leyes ad personam a quienes solo falta incluir los nombres y apellidos de los beneficiarios a leyes que desconocen los más elementales principios de técnica legislativa. Con el agravante que pasan a formar parte de un sistema normativo hipertrofiado que es una auténtica patada en las partes nobles al principio de seguridad jurídica.

Si algo acredita el trabajo glosado es que ya sumerjan al lector en las quietas aguas del panorama del derecho administrativo clásico francés, alemán e italiano o bien las más turbias aguas del derecho positivo español, Francisco Sosa Wagner y Mercedes Fuertes son un referente obligado y continúan ofreciendo generalmente su luz en la cada vez más espesa oscuridad que envuelve el panorama jurídico jurídico actual.

EL TRIBUNAL SUPREMO ENTRE CÁNOVAS Y LA EQUIDAD PARA SALVAR IN EXTREMIS LA LEGALIDAD DE UN REAL DECRETO NO EMANADO DEL CONSEJO DE MINISTROS

Una de las peculiaridades históricas del sistema judicial británico es la distinción entre common law y equity, es decir, entre jurisdicción ordinaria y de equidad. La diferencia entre ambos es que los asuntos se tramitaban en distintos órganos y siguiendo procedimientos diferentes. Los asuntos resueltos en equidad (que pretendía mitigar el rigor que en determinadas ocasiones ofrecía la aplicación rigurosa de los principios del common law) se tramitaban ante el Tribunal de Cancillería y, sobre todo, prescindiendo del jurado, cuya intervención en cualquier procedimiento de common law era obligada. Aunque durante el siglo XIX y XX la dualidad se fue difuminando poco a poco hasta desaparecer, en el siglo XVIII aún se mantenía, hasta el punto que, por ejemplo, los padres fundadores de los Estados Unidos recogieron la distinción en la Judiciary Act de 24 de septiembre de 1789.

Lo expuesto en el párrafo anterior viene inmediatamente a la memoria a raíz de la recentísima Sentencia 1457/2023 de 16 de noviembre de la Sección Cuarta de la Sala de lo Contencioso-Administrativo del Tribunal Supremo dictada en recurso 517/2022, que desestima el recurso interpuesto por la Asociación Cardenal Albornoz contra el acuerdo del Consejo de Ministros de 24 de mayo de 2022 denegando la revisión de oficio del Real Decreto 108/2015 de 19 de febrero sobre el nombramiento del Rector del Colegio de San Clemente de los Españoles de Bolonia. Recordemos que se trataba de un Real Decreto que tenía la “peculiaridad” de no provenir ni del Consejo de Ministros ni del Presidente del Gobierno, sino directamente del Rey, con el refrendo del entonces Ministro de Asuntos Exteriores, el inefable José Manuel García Margallo. Y recordemos también que el Consejo de Ministros en principio había inadmitido a trámite el recurso, si bien hubo de entrar en el fondo en ejecución de un pronunciamiento anterior del Tribunal Supremo en virtud del cual se estimó un recurso de la misma Asociación, condenando a la Administración del Estado a tramitar la solicitud.

Veamos lo que dice el Consejo de Ministros y lo que establece la Sentencia.

Primero.- Argumentario del Consejo de Ministros para desestimar la revisión.

El Acuerdo de 24 de mayo de 2022 del Consejo de Ministros desestimó la revisión de oficio alegando, en primer lugar, que el Real Decreto era la forma idónea, “que ya se empleó para nombrar al anterior rector” (sic) y que además es el instrumento ordinario para los nombramientos de cargos por parte del Rey; se indica también que “la sentencia 1224/2021 apunta a que la intervención del Rey podría haberse limitado a comunicar por escrito su conformidad con la propuesta de nombramiento, pero de ser eso lo procedente no por ello el Real Decreto 108/2015 sería nulo de pleno Derecho, todo lo más anulable”. Alude también a que los Estatutos no prevén la intervención del Consejo de ministros, pues “se trata de un acto privado del Rey, no es suyo, sino de la Junta de Patronato del Real Colegio y ajeno al Gobierno”. En cuanto a quién debe asumir el refrendo, se cita el artículo 64.1 de la Constitución, que “prevé el refrendo, bien por el Presidente del Gobierno y, en su caso, por los Ministros competentes, y en este caso lo es el que ha refrendado, lo que tiene su encaje en los Estatutos, si bien se refieren al Ministerio de Estado”. Se invocaba también la buena fe, puesto que “en este caso el cargo de Rector dura seis años, la revisión del Real Decreto 108/2015 se solicitó el 14 de enero de 2019 y al tiempo de la aprobación del acuerdo impugnado habrán transcurrido más que probablemente siete años desde la publicación” (sic).

Los argumentos esgrimidos por el Consejo de Ministros para desestimar la revisión son, ciertamente, poco afortunados y no resisten el más mínimo análisis jurídico. Y ello por varias razones:

1.- En primer lugar, la referencia a que la figura del Real Decreto se empleó “para nombrar al anterior rector” es objetivamente cierto, pero oculta un dato clave: la fecha. En efecto, mediante Real Decreto 162/1978 de 6 de febrero se nombró como Rector del Colegio a don José Guillermo García Valdecasas y Andrada Vanderwilde. Deténganse un rato en la fecha. Se estaba en pleno proceso de redacción del texto constitucional vigente, pero aún regían formalmente las Leyes Fundamentales, por lo que el monarca, como Jefe del Estado, no sólo contaba con las prerrogativas que tales normas otorgaban al general Franco, sino que incluso la propia Ley de Régimen Jurídico de la Administración del Estado entonces vigente le configuraba como órgano superior de la Administración (artículo 1.1), de ahí que pudiese dictar Reales Decretos sin necesidad de que pasasen por el Consejo de Ministros.

En cuanto a que el monarca efectúe otro tipo de nombramientos por Real Decreto es cierto, pero se trata de cargos constitucionales donde la propia normativa legal específica así lo prevé.

2.- En segundo lugar, que se afirme que el Real Decreto sería, “todo lo más, anulable” porque el Rey podría haberse limitado a dar el visto bueno sin más, es, cuando, menos, curioso.  En primer lugar, porque supone implícitamente reconocer la ilicitud; pero, en segundo lugar, choca de forma directa con el artículo 47.1.e, que fija como causa de nulidad el que el acto sea dictado “los dictados prescindiendo total y absolutamente del procedimiento legalmente establecido para ello”.

3.- En tercer lugar, que se afirme que los Estatutos no prevén la intervención del Consejo de Ministros es absolutamente lógico si se comprueba la fecha de su aprobación. En efecto, los Estatutos datan del 20 de marzo de 1919. En esas fechas regía en España la Constitución de 1876, que no contemplaba la existencia de un Consejo de Ministros por la potísima razón que su Título VI atribuía el poder ejecutivo “al rey y sus ministros”.

4.- El tenor literal del artículo 64.1 de la Constitución es, en efecto, el que se indica en el acto. Pero el razonamiento entremezcla dos cuestiones distintas: procedimiento y órgano refrendante, que no tienen nada que ver.

5.- En cuanto a la buena fe y al transcurso de plazos, basta simplemente recordar que el propio acto reconocía que el acto podría ser “a lo sumo, anulable”. Orillando que la solicitud de revisión de oficio no está sujeta a plazo alguno, conviene recordar que la Administración tiene legalmente fijado el plazo de cuatro años para solicitar la declaración de lesividad de actos anulables (artículo 107.2 de la Ley 39/2015 de 1 de octubre), por lo que es paradójico que el Consejo de Ministros reproche la tardanza en reaccionar frente a un acto nulo cuando se ejerció dentro del plazo que la propia Administración tiene para atacar sus propios actos anulables.

Segundo.- Doctrina de la Sala: la resurrección de la equidad para proteger a la Administración.

El Tribunal Supremo, finalmente, resolvió este asunto hace un par de días en virtud de sentencia redactada por el pío José Luís Requero. Relativamente breve, pues cuenta tan sólo con dieciséis páginas de extensión, hemos de esperar a la decimotercera página para conocer el juicio de la Sala sobre el fondo, y es ahí donde pueden encontrarse varias afirmaciones muy jugosas. La primera, extraer del baúl de los recuerdos jurídicos un principio que, como indicamos en el primer párrafo de esta entrada, en el mundo anglosajón constituyó una jurisdicción propia: la equidad. Así razona el Tribunal Supremo con su hercúleo arrojo habitual:

conviene recordar que el ejercicio de la potestad de revisión de oficio de actos nulos y firmes por haber sido consentidos, exige prudencia y contención pues afecta a la seguridad jurídica derivada de esa firmeza. Tan es así que incluso concurriendo un motivo de nulidad de pleno Derecho podría rechazarse la revisión en los supuestos del artículo 110 de la Ley 39/2015, entre los que está la llamada a la equidad, lo que integra uno de los pocos casos en los que se invoca en nuestro ordenamiento a los efectos del artículo 3.2 del Código Civil.”

Quédense con la frase subrayada: un acto administrativo incurso en una causa de nulidad de pleno derecho (es decir, una infracción tan grosera y flagrante que merece extraerla de la anulabilidad habitual para agravar su régimen anulatorio) puede mantenerse incluso siendo nulo por motivos de equidad. Lógicamente (es obvio que el Tribunal no ha querido llegar tan lejos y explicitarlo) habría que preguntarse en qué casos se aplica la equidad, si en todos los supuestos o tan sólo cuando beneficia a la Administración, como es este caso.

El Tribunal rechaza como causa de nulidad que el acto haya sido refrendado por el Ministro de Asuntos Exteriores con base en el artículo 64 de la Constitución, lo que concluye no puede englobarse en la causa de nulidad del artículo 47.1.b). Pero en los dos párrafos siguientes contiene otro razonamiento cuando menos peculiar y que afecta a la propia emanación del Real Decreto:

Sin salirnos de la lógica del enjuiciamiento de causas de nulidad de pleno Derecho, de nuevo hay que estar a lo peculiar del régimen jurídico del Real Colegio. Tal peculiaridad implica que el acto jurídico de nombramiento del rector no pone fin a un procedimiento administrativo, de manera que el Rey, por razón de la tradición del Real Colegio, sólo da su conformidad expresa al nombramiento acordado en el seno del Real Colegio, como entidad privada, intervención justificada por su tradición y relevancia.

Sin salirnos del doble rigor en la apreciación de vicios de nulidad de pleno Derecho de actos firmes, de lo expuesto hasta ahora se deduce que si se ha optado por el real decreto como instrumento jurídico para dar forma a la conformidad del Rey, no es porque se trate de una decisión del Gobierno o de su presidente a efectos del artículo 24.1.b) y d) de la Ley del Gobierno, sino como la forma más idónea, por su superior rango, para plasmar la voluntad formal del Rey y todo, insistimos, en congruencia con la historia y tradición del Real Colegio y lo peculiar de su régimen jurídico.”

En la demanda no se estaba atacando formalmente el fondo del asunto, es decir, el nombramiento por la Junta del Colegio (que es un acto separable) sino el hecho que la intervención formal del Rey se ejerciese a través de un Real Decreto, figura que en la actualidad tan sólo puede exteriorizar un acto del Gobierno o, en casos limitadísimos, de su Presidente (salvo, lógicamente, supuestos donde preceptos constitucionales y legales autoricen el uso de tal figura, como es el supuesto de los Reales Decretos de convocatoria de elecciones, o de nombramientos de cargos de órganos constitucionales). Y conviene atender, sobre todo, al argumentario del Tribunal Supremo para salvar in extremis la legalidad: “la historia y la tradición”, que se sobrepondrían, así, a la legalidad.

Desde luego, no cabe la menor duda que don Antonio Cánovas del Castillo se hubiera sentido orgullosísimo del autor material de la sentencia y de quienes la avalaron. No en vano, en los dos siglos y cuarto de historia constitucional española la “historia y tradición” no ha sido otra que la soberanía compartida Rey-Cortes donde el monarca no sólo contaba con legitimidad propia, sino que era titular del poder ejecutivo.

IN MEMORIAM: ALEJANDRO NIETO GARCÍA (1930-2023). EL ADIOS A UN MAESTRO DEL REALISMO JURÍDICO Y A UN PROFUNDO CONOCEDOR DE NUESTRA HISTORIA.

Hace apenas unos instantes me enteraba de la triste noticia del fallecimiento de Alejandro Nieto García (1930-2023) un titán del derecho administrativo que, pese a ser ya nonagenario, continuaba manteniendo una lucidez y lozanía envidiables, y su presencia (adornado con una barba blanca y tocado frecuentemente con una boina) recordaba en su físico a don Pío Baroja, con quien se hermanaba en la acerva crítica realista al mundo circundante. En una edad donde, por utilizar el símil futbolístico del que se sirvió hace más de una década el gran barítono Luís Sagi-Vela (en una entrevista concedida, por cierto, cuando había superado las noventa y siete primaveras), más que al final del partido “estaba “ya en los penalties” no dudó en exponer al gran público la visión del mundo que tenía en el ocaso de la vida en ese testamento literario que es El mundo visto a los noventa años, escrito justo tres años después que ese esbozo de memorias que fue Testimonio de un jurista (1930-2017).

Caracterizaba a Alejandro Nieto su estilo formalmente pulcro y rico en vocabulario y en el contenido una visión realista y descarnada sin concesiones a la galería o a lo políticamente correcto. No dudaba en atizar a tirios y troyanos exponiendo lo que a su juicio eran no desviaciones puntuales de un sistema, sino perversiones constantes del mismo, lo que le valió no la animadversión, pero sí cierto desdén por cierto sector de la docencia universitaria que, quizá por residir aislada en las altas torres de la Academia, se encontraba a salvo de hedor existente a ras de suelo. Una y otra vez fustigó el profesor Nieto las corruptelas y huidas del derecho, incidiendo en la hipocresía en que incurrían quienes en horario matutino ilustraban al alumnado universitario sobre la majestuosidad de la ley mientras que por las tardes en la placidez del despacho o bufete al prestar servicios profesionales a la clientela buscaban la forma de eludir el cumplimiento de la normativa con las mínimas consecuencias posibles.

Nieto era un gran jurista orientado profesionalmente al Derecho Administrativo, pero también enamorado de la historia, a la que dedicó monografías de consulta obligada. En no pocas ocasiones fusionaba su exhaustivo conocimiento del entramado jurídico-público con sus enciclopédicos conocimientos históricos, en especial de la época isabelina. De hecho, uno de sus libros obtuvo en 1997 el premio nacional de historia.

La obra de Alejandro Nieto es inmensa (pues no sólo redactó libros, sino cientos y cientos de artículos tanto jurídicos como de opinión) y precisamente por esa amplitud y extensión abarca numerosos campos. Así, podemos encontrar dispersos entre su amplia bibliografía los siguientes tipos de ensayos:

I.- Tratados de derecho positivo. Pese a ser catedrático de Derecho Administrativo, las incursiones en este campo fueron escasas si se tiene en cuenta el grueso de su obra, pero entre ellas hay dos que destacan sobremanera y en los que analiza de forma agotadora y desde el punto de vista del derecho positivo (sin orillar lo que era habitual en él, es decir, la referencia al “derecho practicado” en contraposición al normado): Ordenación de pastos, yerbas y rastrojeras (fruto de su tesis doctoral que, según reconoció en su día su maestro, Eduardo García de Enterría, ya la tenía en gran parte elaborada cuando contactó con él para que se la dirigiera) y, sobre todo, ese monumento que es el Derecho Administrativo Sancionador. Su obra sintética Una introducción al Derecho, escrita hace cuatro años, pese a su título encaja más en el siguiente apartado que en éste.

II.- Visión realista del derecho. Hay un conjunto de obras que inciden en una visión descarnada (y quizá desesperanzadora para el lector) al exponer las enormes disfunciones entre la teoría jurídica y la realidad social. Destaco cuatro que me impresionaron sobremanera: Crítica de la razón jurídica, Balada de la justicia y la ley, El desgobierno judicial y Malestar de los jueces y el modelo judicial. Recomiendo sobre todo la segunda, porque con un lenguaje ácido pero recubierto con un estilo humorístico (si bien un humor que recuerda el “ridi pagliacci” de Leoncavallo) tras un capítulo introductorio donde sintetiza la idea clave en el pensamiento de Nieto (la distinción, cuando no abierta contraposición entre derecho positivo y derecho practicado) ilustra su hipótesis con dos casos reales, uno de los cuales se ubica geográficamente en Tariego de Cerrato y tiene como sujeto pasivo o “víctima” de la inacción administrativa al propio Nieto, a quien invaden los decibelios procedentes de la maquinaria sita en un establecimiento hostelero sin licencia administrativa instalado en los aledaños de su residencia vacacional.

Pero en este apartado también hay otro libro de lectura obligada para cualquier jurista: El derecho y el revés. Diálogo epistolar sobre leyes, abogados y jueces. Como su propio título indica, no es obra de un solo autor, sino el “diálogo” que mantiene Nieto con otro gigante del Derecho Administrativo, nada menos que Tomás-Ramón Fernández Rodríguez. Partiendo del discurso impartido por Nieto con motivo de su investidura como doctor honoris causa por la Universidad Carlos III (con el que principia la citada obra) y las reflexiones del profesor Fernández Rodríguez sobre ese discurso que se trasladaron por carta a Nieto, ambos profesores se van intercambiando epístolas donde se deja entrever las posturas de ambos que en realidad evidencian dos actitudes ante el derecho: realista y desesperanzada la de Nieto; bastante más optimista y con más fe en el derecho la de Fernández Rodríguez.

III.- Ensayos de sociología jurídica y política. Desde su monumental tomo sobre el Pensamiento burocrático (que era en realidad el volumen inicial de una proyectada trilogía que el autor no llegó a culminar quizá por lo ambicioso de la tarea y de la materia), sus conocidísimos La organización del desgobierno, La “nueva” organización del desgobierno, El desgobierno de lo público y Corrupción en la España democrática. O su mucho más reciente Entre la segunda y la tercera república, donde siempre apegado a un realismo extremo (que le lleva a no cuestionar la posible implantación, por vía del sufragio, de un sistema republicano) efectúa una severa crítica tanto política como jurídica a la Ley de Memoria Democrática.

Se trata de obras más o menos breve donde se incide más en aspectos sociológicos y políticos que estrictamente jurídicos, o quizá sea mejor decir que abordan la influencia de aquéllos sobre en éstos.

IV.- Ensayos de historia. Aquí destaca, sobremanera, Los primeros pasos del estado constitucional. Historia administrativa de la regencia de María Cristina de Borbón, que obtuvo el premio nacional de historia en 1997. Conjugando el saber jurídico y el histórico, desmenuza el periodo histórico comprendido entre la muerte de Fernando VII y el nombramiento de Espartero como regente, y aborda en sus capítulos el régimen público existente, el sistema normativo, la organización de la Administración en su triple vertiente territorial (estatal, provincial y municipal) el régimen de la función pública, los bienes públicos y el control de la Administración. Como es habitual en Nieto, no detiene su análisis en los textos normativos y en las páginas de la Gaceta, sino que se sumerge en los Diarios oficiales de las cámaras legislativas y en las obras de los principales administrativistas para ofrecer una imagen real de la situación. En ocasiones, tan real que uno casi se siente transportado a esa etapa decimonónica cual si hubiera traspasado una de las puertas del Ministerio del Tiempo.

No fue el único trabajo en el que abordó con minuciosidad la época isabelina. Su voluminoso ensayo Mendizábal. Apogeo y crisis del progresismo civil, es un tratado de casi mil páginas sobre las cortes constituyentes de 1836-1837 que gestaron la Constitución transaccional de ese último año. Su imprescindible Los “sucesos de palacio” del 28 de noviembre de 1843 (en realidad, su discurso de ingreso en la Real Academia de Ciencias Morales y Políticas, discurso que fue respondido por otro grande entre los grandes, don Jesús González Pérez) nos adentra en la antecámara del Palacio Real para efectuar una insuperable disección de los hechos que causaron la exoneración de Salustiano de Olózaga como presidente del gobierno, a quien se imputó nada menos que de forzar a Isabel II a firmarle el decreto de disolución de las Cortes. El año pasado veía la luz su Responsabilidad ministerial en la época isabelina, aunque en realidad no es en puridad un trabajo inédito (aunque parte de su contenido sí lo sea) sino la recopilación de una serie de trabajos unidos por el denominador común explicitado en el título.

También su inquietud histórica le llevó a analizar el golpe de estado protagonizado por la generalidad catalana en 1934 (su ensayo lo tituló muy significativamente La rebelión militar de la Generalidad de Cataluña contra la república, y su lucidísimo análisis no dejará indiferente a nadie) y adentrarse en las cortes constituyentes de la primera república (La primera república española. La Asamblea Nacional: febrero -mayo 1873).

V.- Libros de memorias. En este apartado figuran dos obras esenciales ya citadas. Testimonio de un jurista, 1930-2017 (plagado de recuerdos, evocaciones y reflexiones sin concesiones a la corrección política y que transita desde los cambios en el mundo universitario hasta las mutaciones del sistema político y administrativo, donde no siempre el avance cronológico implica una mejora en la eficacia, organización y funcionamiento de los entes públicos) y El mundo visto a los noventa años (breve ensayo sobre las relaciones entre un nonagenario y el mundo de la tercera década del siglo XXI).

Con Alejandro Nieto se va uno de los miembros destacados del primer grupo de discípulos directos de Eduardo García de Enterría. Y se va, también, una voz recia, valiente, a quien no le temblaba el pulso al decir, como en la célebre narración de Hans Christian Andersen, que el rey va desnudo. Por ello, hoy estamos no sólo un poco más huérfanos desde el punto de vista jurídico e histórico, sino un poco más a oscuras en lo que a transitar por las cada vez más escarpadas sendas del mundo actual se refiere.

Descanse en paz don Alejandro Nieto García.

«HISTORIA CONSTITUCIONAL» RECUERDA A SU FUNDADOR, JOAQUÍN VARELA SUANZES, AL CONMEMORARSE EL QUINTO ANIVERSARIO DE SU FALLECIMIENTO.

Esta semana ha visto la luz el vigesimocuarto número de Historia Constitucional, la publicación digital que vio la luz hace casi un cuarto de siglo gracias exclusivamente al entusiasmo y al empeño personal de Joaquín Varela Suanzes-Carpegna. La publicación se ha convertido hoy en un referente indispensable en la materia, y para contemplar su evolución basta tan sólo contrastar el primer número con el que acaba de aparecer. Si en la publicación inicial las intervenciones se ceñían a un reducidísimo círculo (el propio Joaquín Varela, su discípulo Ignacio Fernández Sarasola y un núcleo muy cercano de colaboradores) en la actualidad la revista acoge numerosas publicaciones de autores procedentes de los lugares más diversos, e incluso es receptora de numerosos originales que no siempre pueden ser publicados.

Pues bien, este vigésimo cuarto número tiene un carácter muy especial. El pasado mes de febrero se cumplió un lustro del prematuro fallecimiento del profesor Varela, y la revista que él fundó (y a cuyo frente se mantuvo hasta el trágico 1 de febrero de 2018 en que Joaquín nos dejó) publica un dossier que contiene varios estudios tendentes a recordar la figura y trayectoria de quien sin duda alguna es el máximo referente en el campo de la Historia Constitucional, disciplina a la que no sólo dotó de un método propio de estudio, sino cuyos estudios renovó de arriba abajo, hasta el punto que no supone exageración alguna afirmar que Joaquín Varela representó para la Historia Constitucional lo que Eduardo García de Enterría al Derecho Administrativo. Esos siete trabajos, redactados por personas muy cercanas a Joaquín, pueden dividirse en dos grupos. En primer lugar, los que se centran en aspectos puramente académicos incidiendo en lo que Joaquín Varela supuso para la Historia Constitucional, caso de los elaborados por Ignacio Fernández Sarasola (que, además, tiene el mérito adicional de ser el único discípulo directo de Joaquín), Clara Álvarez Alonso y Antonio Filiú Franco Pérez. Por otro, quienes optaron por orillar los aspectos disciplinares y centrarse en recuerdos de naturaleza personal, como es el caso de los trabajos redactados por Francisco Bastida, Leonardo Álvarez y Miguel Presno. Me cabe el inmenso honor de ver cómo el dossier incluye uno de mis trabajos, donde aun cuando aludo a los logros alcanzados por Joaquín Varela y sus principales líneas de investigación, primaba los recuerdos personales y lo que para mí supuso tenerlo como profesor, maestro y amigo. Es curioso que, sin que ambos lo hubiésemos planificado ni mucho menos, mi línea principal de investigación en los trabajos de historia constitucional se centró en un ámbito en el que Joaquín apenas se había adentrado: el constitucionalismo estadounidense (que él había preterido en favor del europeo) y, dentro de él, la evolución del tercero de los poderes, el poder judicial en vez de en el Congreso o en la Presidencia.

Esos artículos evocando al inolvidable maestro abren al público una ventana a través de la cual pueden otear aspectos no sólo profesionales sino personales de Joaquín. Así, por ejemplo, se comprenderán las razones por las que Historia Constitucional se publica con carácter anual en vez de optar por una periodicidad menor (aunque creo no hacer ningún spoiler si indico que son similares a las que hicieron a la Revista de Administración Pública una publicación cuatrimestral en vez de trimestral). Los paradójicos motivos por los que tres gallegos (Ignacio de Otto, Francisco Bastida y Joaquín Varela) y un asturiano que a finales de los setenta se ubicaban en la Universidad de Barcelona desembarcaron en Oviedo, convirtiendo la Cátedra de Derecho Constitucional (bajo el magisterio del también prematuramente desaparecido Ignacio de Otto) en un referente para toda España. Cómo la línea inicial de investigación de Joaquín (orientada al pensamiento político de Cánovas del Castillo) mutó hasta convertirse en un análisis de los conceptos de teoría del estado manejados en las Cortes de Cádiz, objeto de su tesis que obtuvo el premio Nicolás Pérez Serrano para tesis doctorales. Pero también algún que otro revés como, por ejemplo, no dejar tras de sí un elenco más o menos amplio de sucesores (Ignacio Fernández Sarasola en su evocación de Joaquín lamenta ser su único discípulo, aunque es de justicia reconocer que el titánico esfuerzo que ha hecho en difundir y continuar la obra del maestro suple con creces la carencia) o la imposibilidad de culminar un proyecto que había anunciado en varias ocasiones, cual era un estudio sobre la Monarquía en la historia constitucional europea, tema al que había dedicado su memoria de cátedra.

Se trata, en definitiva, más que de un homenaje (que lo es) un merecidísimo recuerdo al fundador de la revista y al maestro que tanto supuso para una materia, la historia constitucional, a la que su nombre estará indisolublemente vinculado. Joaquín Varela merecía, pues, ese recuerdo por su magisterio, por su bonhomía y, sobre todo, por el legado que dejó para la historia constitucional. Aunque tan sólo sea por esa tríada de elementos (la revista electrónica Historia Constitucional, la editorial In Itinere y la Cátedra “Martínez Marina”) y por la escuela que ha dejado (pues si bien tuvo un único discípulo directo -Ignacio Fernández Sarasola- dejó tras de sí una respetable escuela). Tan sólo cabe esperar que, en un futuro no muy lejano, vean la luz los inéditos de Joaquín, como sus primeros trabajos (los dedicados al pensamiento de Cánovas del Castillo, que datan de finales de los años ochenta del siglo XX), su memoria de cátedra (un amplio estudio sobre el pensamiento y la práctica de la monarquía en el primer constitucionalismo europeo) y su inédito manual de historia constitucional comparada.

Es de justicia recordar a aquellas personas cuyo magisterio ha permeado de forma indeleble nuestro devenir académico y profesional. Joaquín Varela ha sido, sin duda alguna, el más influyente, aunque también aprovecho la ocasión para recordar con agradecimiento la labor docente profesores como Joaquín García Murcia (era una auténtica delicia verle exponer el programa de Derecho del Trabajo de forma clara, didáctica y, sobre todo, sin un solo papel o nota que le auxiliase en su disertación), Leopoldo Tolivar Alas (un excelente profesor y un auténtico caballero en el sentido más amplio del término, y uno de los responsables máximos de que en el ejercicio de la abogacía orientase mi visión hacia el Derecho Administrativo) o al recientemente desaparecido Justo García Sánchez (catedrático de Derecho Romano, cuyas instituciones explicaba con una envidiable sencillez). Y de la misma forma que se recuerda con gratitud a esos excelentes profesores y maestros, debe aludirse también (no por gratitud, sino a modo de desahogo catártico) a quienes, por utilizar palabras de un gran amigo y excelente jurista (que desde hace tiempo presta servicios como funcionario de una Administración autonómica) más que “formar” nos “deformaron”. Como fue el caso del entonces catedrático de derecho procesal, cuyas infumables clases (en las que el “docente” se limitaba a inclinar la testa hacia la mesa y leer, en muchas ocasiones bastante mal -omitiendo palabras clave que mutaban el sentido de la frase- el libro sobre el que se preparaba la asignatura del que, “casualmente”, era autor) se encontraban al nivel de su “manual”, pues sólo haciendo esfuerzos rayanos no ya en la ciencia ficción sino en la fe más arraigada podría utilizarse dicho sustantivo para referirse al engendro que los alumnos se veían obligados a adquirir y cuya lectura, en determinadas ocasiones, implicaba un verdadero suplicio.

En definitiva, que el último número de Historia Constitucional ofrece en su último ejemplar un contenido muy especial cuya lectura recomendamos a los lectores de este blog.

LA FIJACIÓN JUDICIAL DE HONORARIOS EN LOS SISTEMAS ESPAÑOL Y ESTADOUNIDENSE.

Diversas ocupaciones de naturaleza tanto profesional como personal me han impedido mantener el blog actualizado con la regularidad que debiera. No obstante, dada la cercanía del habitual parón veraniego durante el mes de agosto, deseo abordar un asunto tan cotidiano como la facultad judicial de moderación de los honorarios profesionales de la abogacía. En concreto, comparar la doctrina española con la existente en los Estados Unidos.

Primero.- Sistema español.

El sistema español ha pivotado tradicionalmente sobre dos criterios: los criterios aprobados por los distintos colegios de abogados y la cuantía del procedimiento. Ahora bien, esos dos criterios han recibido un par de golpes en toda la línea de flotación.

1.1.- Golpe a los criterios orientadores.

En lo relativo a los criterios, la Ley 25/2009 de 22 de diciembre ya actuó como ariete al dar una nueva redacción al artículo 14 y la Disposición Adicional Cuarta de la Ley de Colegios Profesionales, estipulando en el primero de los preceptos citados que: “Los Colegios Profesionales y sus organizaciones colegiales no podrán establecer baremos orientativos ni cualquier otra orientación, recomendación, directriz, norma o regla sobre honorarios profesionales, salvo lo establecido en la Disposición adicional cuarta”; disposición esta última según la cual: “Los Colegios podrán elaborar criterios orientativos a los exclusivos efectos de la tasación de costas y de la jura de cuentas de los abogados.” Normativa que ha sido interpretada por la Sentencia 1684/2022 de 19 de diciembre de la Sección Tercera de la Sala de lo Contencioso-Administrativo del Tribunal Supremo dictada en recurso 7573/2021 (ES:TS:2022:4841), que ha efectuado una interpretación muy rigurosa de esos preceptos al sostener que:

“la prohibición establecida en el citado artículo 14 constituye una regla de alcance general, incluyéndose en la prohibición tanto el establecimiento de baremos, catálogos o indicaciones concretas que conduzcan directamente a la cuantificación de los honorarios de los abogados como la formulación de recomendaciones más amplias, directrices o criterios orientativos que no alcancen tal grado de concreción; en tanto que la excepción que se contempla en la disposición adicional cuarta de la Ley sobre Colegios Profesionales viene formulada y debe ser entendida en términos significativamente más estrechos, no solo por su limitado ámbito de aplicación («…a los exclusivos efectos de la tasación de costas y de la jura de cuentas de los abogados», y, por extensión, a la tasación de costas en asistencia jurídica gratuita) sino también porque lo que allí se permite por vía de excepción no es que el Colegio profesional establezca a esos limitados efectos cualquier clase de normas, reglas o recomendaciones, incluidos los baremos o indicaciones concretas de honorarios, sino, únicamente, la elaboración de «criterios orientativos»; expresión ésta que alude a la formulación de pautas o directrices con algún grado de generalidad, lo que excluye el establecimiento de reglas específicas y pormenorizadas referidas a actuaciones profesionales concretas y que conduzcan directamente a una determinada cuantificación delos honorarios

Conviene tener en cuenta que dicha resolución no implica de forma automática la “ilegalidad” de los citados criterios (como se está afirmando muy a la ligera en algunos incidentes de impugnación) sino la imposibilidad de establecer criterios con carácter general que impidan a un letrado pactar libremente la retribución con su propio cliente, pero no impide ni mucho menos la formulación de “criterios” generales para determinar las tasaciones de costas y jura de cuentas para tener una mínima base objetiva.

De ahí que, en coherencia con dicha normativa, los informes que emiten los Colegios de Abogados en supuesto de impugnación de las tasaciones de costas por excesivas con base en el artículo 246.3 de la Ley de Enjuiciamiento Civil son preceptivos, pero no vinculantes.

1.2.- Golpe a la cuantía del procedimiento.

El segundo y definitivo golpe lo ha propiciado la jurisprudencia al privar a la cuantía del pleito de ser el único criterio a tener en cuenta, pese a ser el único dato objetivo. Así, se han introducido otros criterios para ponderar los honorarios, que han sido sintetizados en el fundamento jurídico segundo del reciente Auto de 11 de julio de 2023 de la Sala de lo Civil del Tribunal Supremo dictado en recurso 6002/2019 (ES:TS:2023:9712A), de la siguiente forma:

“(i) que la solución de todas las controversias planteadas al respecto de la consideración o no como excesivos de los honorarios de los letrados incluidos en la tasación de costas pasa por el examen de las circunstancias concretas del caso y su acomodación a los parámetros o criterios que rigen en la materia, lo que incumbe en primer lugar al letrado de la Administración de Justicia, como encargado de la resolución inicial del incidente, y posteriormente a esta sala en el caso de que dicha resolución fuese recurrida en revisión en la forma que prevé la LEC; (ii) que la tasación tiene únicamente por objeto determinar la carga que debe soportar el condenado en costas respecto de los honorarios del letrado minutante y que, a tal fin, la minuta incluida en la tasación debe ser una media ponderada y razonable dentro de los parámetros de la profesión, no solo calculada de acuerdo a criterios de cuantía, sino además adecuada a las circunstancias concurrentes en el pleito, el grado de complejidad del asunto, la fase del proceso en que nos encontramos, los motivos del recurso, la extensión y desarrollo del escrito de impugnación del mismo, la intervención de otros profesionales en la misma posición procesal y las minutas por ellos presentadas a efectos de su inclusión en la tasación de costas, sin que, para la fijación de esa media razonable que debe incluirse en la tasación de costas resulte vinculante por sí sola la cuantía del procedimiento ni el preceptivo informe del Colegio de Abogados, ni ello suponga que el abogado minutante no pueda facturar a su representado el importe íntegro de los honorarios concertados con su cliente por sus servicios profesionales”

En definitiva, que son dos las ideas clave. En primer lugar, que no hay “fórmulas mágicas” que sirvan a tirios y troyanos, sino que habrá de estarse a las circunstancias particulares de cada caso; y, en segundo lugar, que se instaura una especie de “taifa judicial”, puesto que junto al único criterio objetivo (la cuantía) entran en juego conceptos tan llenos de subjetividad como el “grado de complejidad del asunto” (lo que para uno será complejo y arduo para otro puede no serlo) e incluso otros como el “trabajo efectivamente realizado” (con total seguridad, lo que para uno supondrá un coste y esfuerzo significativo para otro no lo será tanto).

Conviene precisar, además, un dato interesante: los órganos judiciales españoles utilizan esta facultad de ponderación para hacer una poda de los honorarios de letrado, es decir, para modificarlos inexcusablemente a la baja.

Segundo.- Sistema estadounidense

A diferencia de lo que era tradicional en el sistema español, en el mundo de la justicia estadounidense se caracterizó por dos principios. El primero, denominado “american rule” es aquél según el cual no existe con carácter general la condena en costas, sino que es cada parte la que ha de satisfacer los gastos que ocasiona su defensa, principio que admite tasadas y contadísimas excepciones (fundamentalmente, la litigación en el ámbito de los derechos civiles). El segundo, que, a la hora de calcular las retribuciones de los profesionales de la abogacía, el método a utilizar es el denominado “lodestar”, según el cual los honorarios de letrado son el resultado de multiplicar el número de horas razonables que el letrado consumió o dedicó al asunto cuya defensa se le encomendó por una tarifa horaria razonable. En definitiva, se trata de una tarificación por horas.

Ahora bien, en el caso del sistema estadounidense, ese criterio ha sido utilizado en ocasiones no sólo para minorar las tarifas de honorarios, sino para elevarlas cuando el órgano judicial entiende que el trabajo desempeñado por el profesional de la abogacía ha obtenido resultados satisfactorios y su desempeño profesional ha sido destacado.

Tan es así, que la adecuación a derecho de ese proceder fue objeto de una sentencia, en concreto la dictada por el Tribunal Supremo de los Estados Unidos el día 21 de abril de 2010 en el asunto Perdue v. Kenny (549 US 542 [2010]). En su párrafo inicial, como suele ser habitual, el máximo órgano judicial estadounidense sintetizó de forma magistral la cuestión:

“Este caso presenta la cuestión de si el cálculo de honorarios de letrado realizados al amparo de las leyes federales de establecimiento de honorarios, basadas en el sistema “lodestar”, es decir, el número de horas trabajadas multiplicado por las tarifas horarias vigentes, puede incrementarse debido al superior desempeño profesional y los resultados. Hemos resuelto en casos anteriores que en circunstancias extraordinarias se permite tal incremento, y reafirmamos tal principio. Mas, como hemos indicado también en casos anteriores, rige la fuerte presunción de que el sistema lodestar es suficiente; los factores incluidos para el cálculo no pueden utilizarse para aumentar la retribución por encima del lodestar; y la parte que solicita la retribución de honorarios tiene la carga de la prueba de identificar el factor que el sistema ordinario de cálculo no ha tenido en cuenta y acreditar de forma concreta que ese aumento de la retribución está justificado.”

Por cierto, la sentencia (que resolvía la reclamación de honorarios de un abogado que en representación de tres mil menores había pleiteado contra el estado de Georgia por las deficiencias de su sistema de acogida) recoge el comentario del juez de instancia a la hora de elevar la cuantía de los honorarios de letrado, un párrafo que no creo equivocarme si digo que sería muy difícil (cuando no imposible) encontrarlo en ninguna resolución judicial de ningún tribunal, audiencia o juzgado español:

“El juzgado reconoció que los resultados obtenidos fueron “extraordinarios”, añadiendo a continuación que: “tras 58 años como abogado en ejercicio y juez federal, no conozco ningún otro caso donde un grupo de demandantes haya logrado un resultado tan favorable y de forma tan amplia.”

En dicha sentencia, el Tribunal, como se ha indicado, acepta que con carácter excepcional puedan retribuirse los honorarios de letrado en una cuantía superior a la que resultaría de aplicar el sistema ordinario. El Tribunal Supremo ofrece una disyuntiva que intenta explicar el carácter restrictivo del incremento al alza al resumir los factores que pueden influir en un resultado óptimo por encima de lo esperado:

“Cuando el abogado del demandante logra un resultado que es más favorable de lo que hubiera sido previsible según el derecho aplicable y las pruebas disponibles, el resultado puede ser atribuido al superior rendimiento y optimización de recursos desarrollada por el letrado. Pero también a la deficiente actuación del letrado defensor, a reconocimientos no esperados por parte de la defensa, a sentencias favorables imprevistas, a un jurado inesperadamente comprensivo o a la mera suerte. Puesto que ninguna de las últimas causas puede justificar el incremento de honorarios, los resultados superiores tan sólo pueden resultar en un incremento de la retribución si se demuestra que es directamente atribuible al superior desempeño del letrado”

A continuación, la sentencia ofrece varios ejemplos ilustrativos en los cuales la retribución ordinaria que se obtiene aplicando el sistema puede ser insuficiente: cuando el método utilizado para cuantificar la tarifa horaria no retribuya el valor de mercado; cuando la defensa incluya un desembolso extraordinario de gastos y el juicio sea de duración excepcionalmente amplia; o cuando implique que la retribución del letrado pueda demorarse en el tiempo (por ejemplo, cuando se la normativa impone que no se efectúe hasta el final del caso).

En fin, dos sistemas distintos, cada uno con sus peculiaridades.

TOMÁS RAMÓN FERNÁNDEZ RODRÍGUEZ Y SU BREVE E IMPAGABLE REFLEXIÓN SOBRE EL REAL DECRETO LEY 5/2023 DE 28 DE JUNIO

El mundo del Derecho Administrativo debe mucho a Tomás-Ramón Fernández Rodríguez. Discípulo directo de Eduardo García de Enterría, es a la vez su albacea y heredero intelectual, como lo acredita el hecho que, siendo coautor junto con su maestro del Curso de Derecho Administrativo (auténtica referencia de la disciplina sobre la que descansan tres generaciones de administrativistas) desde el fallecimiento de don Eduardo es el propio Tomás Ramón quien se encarga de actualizarla periódicamente. Su inmenso saber de la disciplina le permite transitar con igual pericia por los caminos del derecho positivo (su Manual de Derecho Urbanístico es quizá el ejemplo más conocido) como del histórico (del que es botón de muestra su estudio La década moderara y la emergencia de la Administración contemporánea). De ahí que todas las reflexiones que transmite en sus libros, artículos, ensayos y discursos deban ser necesariamente tenidas muy en cuenta.

Pues bien, ayer día 12 de julio de 2023, Tomás Ramón Fernández publicaba en el diario La Razón un artículo titulado significativamente Un Decreto Ley “escoba y donde vertía durísimas críticas al Real Decreto-Ley 5/2023 de 28 de junio. Y lo hacía, además, tirando de ironía, lo que demuestra, además, no sólo que el autor posee un envidiable sentido del humor, sino que la sapiencia y la erudición no está reñida con la diversión. El caso es que, siguiendo el consejo que en La verbena de la Paloma le daba la “señá” Rita al pobre Julián cuando éste ve a Susana del brazo del talludo boticario: “tómalo a risa, será mejor”. Y el comienzo del artículo es ya impagable y demuestra hasta qué punto se están quebrando los principios tradicionales que ordenan el sistema de fuentes:

“¿Han visto Vds., amigos lectores, algún Decreto-ley que ocupe 223 páginas, ¡sí, doscientas veintitrés!, del Boletín Oficial del Estado? ¿Y que tenga 226 artículos, cinco disposiciones adicionales, diez disposiciones transitorias, una disposición derogatoria y nueve disposiciones finales? Yo, desde luego, no lo había visto jamás.”

Confieso que me tranquiliza sobremanera el hecho que una persona ya tan a vuelta de todo y que ha visto de todo como el profesor Fernández Rodríguez confiese abiertamente su estupor por lo inaudito de la norma, porque ciertamente lo mismo pensé al percatarme ya no sólo del título, sino de la extensión del Decreto-Ley en cuestión. Ejemplos hay a mansalva de obras literarias cualitativamente destacadas que no poseen ni de lejos la kilométrica extensión de este subproducto legislativo. Pero regresemos a de nuevo a las agudas reflexiones de quien hoy es, sin duda alguna, el decano entre los administrativistas, y donde nuevamente adereza sus reflexiones jurídicas con un toque humorístico. Y es que, una vez transcrita la interminable denominación de la norma, Tomás Ramón se dirige al lector poniéndole en guardia sobre el nuevo peligro que le acecha:

“Si todavía conservan el aliento tras la lectura de tan prolija denominación vayan a la última página de las 223 que ha necesitado el Boletín Oficial del Estado para cumplir con el preceptivo requisito de la publicación de las normas jurídicas sin la cual éstas no pueden darse siquiera por existentes y verán el texto de la disposición final novena y última de este tremebundo Decreto-ley. No se apresuren a leerla, por favor, pónganse cómodos y abróchense el cinturón, si lo tienen, como nos recomiendan en los aviones para evitar desmayos o cosas peores, porque la citada disposición final dice, ni más ni menos, que «el presente Real Decreto-ley entrará en vigor al día siguiente de su publicación en el Boletín Oficial del Estado»

¿Hay alguien que sea capaz de leer este centón en sólo veinticuatro horas? Yo lo dudo, como no sea uno de esos prodigios que son capaces de memorizar las páginas de una guía telefónica.”

En efecto, una de las perversiones que en los últimos tiempos invaden el sistema de fuentes es no sólo el uso abusivo del Real Decreto-Ley y la incorporación al articulado de cuestiones que nada tienen que ver con los objetivos, sino la entrada en vigor en un tiempo récord, sin tan siquiera dejar la tradicional cortesía de los veinte días para la entrada en vigor. Nada de eso: al día siguiente, y punto en boca. No obstante, de nuevo la sonrisa aparece en la faz del lector cuando, tras informarnos el autor que en realidad algunas de las previsiones del texto no entrarán en vigor sino “cuando se apruebe su desarrollo reglamentario”, incorpora la siguiente reflexión:

“Es, sin duda, un alivio, ya que las previsiones del libro primero ocupan 126 artículos y 96 páginas del Boletín Oficial, que, unidas a las 14 del título VII del libro quinto, hacen un total de 110 páginas del Boletín Oficial del Estado que tenemos todo un mes para leer tranquilamente. Contamos también afortunadamente con una moratoria indefinida, hasta que «se apruebe su desarrollo reglamentario», dice la disposición final novena, in fine, para leer las regulaciones del título III del libro tercero, que ni siquiera entrarán en vigor hasta ese preciso momento. Tengo, pues, que dar la razón a mi eventual objetor: es fuerte, muy fuerte, pero no tanto como parece a primera vista.”

Tras el sonoro varapalo a la extensión del mamotreto, se aborda ya la crítica puramente jurídica, en concreto acerca de la concurrencia del presupuesto indispensable, la “extraordinaria y urgente necesidad”. El interrogante es obvio. Dado que es el Gobierno quien debe justificar la concurrencia de ese requisito fundamental sin cuya existencia no puede utilizarse dicho instrumento, ¿logra acreditar el ejecutivo que, en efecto, concurre esa circunstancia?. He aquí la respuesta:

“Digamos que lo intenta y emborrona páginas y páginas para justificar lo obvio, como los casos de incumplimientos del Derecho Europeo o la prórroga de ciertos beneficios fiscales que se adoptaron para compensar el alza de los precios de algunos productos o servicios producida por la guerra de Ucrania. Pero, ¡son tantas las medidas a justificar y tan heterogéneas! ¡Y tan difícil de explicar por qué se considera urgente la adopción de algunas de ellas! No es de extrañar por ello que en muchos casos el Gobierno haya renunciado pura y simplemente a dar explicación alguna.”

En definitiva, lucidísimas reflexiones de uno de los cerebros más lúcidos del panorama jurídico-administrativo español que son de lectura obligada. Y, además, lo hace no sólo utilizando un lenguaje jocoso para desdramatizar un tanto lo que, en puridad, exigiría una tragedia de Sófocles (cuando no un esperpento de Valle Inclán) sino además absolutamente despojado de toda jerga legal para hacerlo más comprensible al ciudadano medio.

Muchas gracias, Tomás Ramón, por esta deliciosa pieza.