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EL OFICIAL Y EL ESPÍA: RAZÓN DE ESTADO v JUSTICIA MATERIAL EN EL CASO DREYFUS.

El pasado sábado tuve la oportunidad de ver El oficial y el espía (J´accuse), dirigida por Román Polanski y que en dos intensas horas trasladaba al espectador la cadena de acontecimientos que llevaron a la rehabilitación del oficial francés Alfred Dreyfus, expulsado con deshonor del ejército en 1895 acusado de espionaje. No era ésta la primera vez que el séptimo arte utilizaba este trágico error judicial acaecido en el país vecino, y así, por ejemplo, el cinéfilo recuerda la versión estrenada en 1958 con el título Yo acuso (I accuse), con guión del célebre autor Gore Vidal y que fue dirigida por el gran José Ferrer, que asumió además el rol protagonista al encarnar al desventurado Dreyfuss. Incluso a principios de los noventa del pasado siglo se rodó una versión con el título Prisioneros del honor (Prisoners of honor) que recuerdo perfectamente porque una de las principales revistas cinematográficas del país la comentó con el titular “Dreyfuss en el caso Dreyfus” debido a que el rol del coronel Picquart recayó precisamente en Richard Dreyfuss. No obstante, la versión de Polansky, con una magnífica y cuidadosa ambientación, no centra su foco en el oficial condenado (de hecho, su presencia en el film es poco menos que simbólica al quedar limitada a unas fugaces apariciones) ni en el proceso que lo condenó por vez primera (del que tan sólo ofrece las diligencias iniciales y una poco honorable y delictiva actuación de un general para aportar al tribunal pruebas de forma extraoficial para que la defensa no pudiese tener acceso a ellas) o en el verdadero culpable (la figura de Esterhazy, si bien nombrada con frecuencia, tan sólo aparece de forma episódica en dos secuencias) sino que el film se centra en la evolución de Georges Picquart, cuando, situado al frente de los servicios de inteligencia, descubre casualmente que la condena de Dreyfus se basó en pruebas manipuladas y que, en realidad, el traidor era otra persona.

Ha de tenerse en cuenta que el caso Dreyfus se produjo no en el seno de un estado totalitario, ni tan siquiera en un sistema constitucional tutelado por espadones, sino en la muy liberal Tercera República francesa, donde el ejército se encontraba ya plenamente sometido al poder civil. Como dato curioso, Felix Fauré, persona que ocupaba la presidencia de la república al producirse la condena de Alfred Dreyfus, fallecería súbitamente cuatro años más tarde, el 16 de febrero de 1899, mientras se hallaba en plena faena amatoria con su amante Marguerite Steinheil, que, por cierto, es con el que principia una magnífica serie televisiva, Paris, Police 1900.

Desde el punto de vista jurídico, el visionado de la película ofrece sentimientos agridulces. Por un lado, puede comprobarse cómo la maquinaria del poder no duda en descargar todo su peso sobre un inocente incluso sobre la base de pruebas falsas para mantener impoluto el buen nombre del estado, siendo la justicia material la primera víctima de esa operación. Así, se comprueba cómo no sólo el ejército se niega a aceptar, pese a todas las evidencias, que había condenado a un inocente, optando por mantenella y no enmendalla por entender que una rectificación ensuciaría la imagen del estamento militar. Pero no es sólo el ejército quien cierra los ojos a la realidad, sino que incluso la propia justicia ordinaria inclinó servilmente la cerviz ante la razón de estado en el pleito al que fue sometido el escritor Emile Zola al publicar su célebre artículo Je accuse, donde destapaba la oculta trama que había condenado injustamente a Dreyfus ofreciendo nombres y apellidos de los principales responsables de la infamia. Por tanto, la lección que uno extraería es la inutilidad de luchar contra gigantes cuando éstos gozan de las prerrogativas de poder público, dado que, como se indicó, incluso en la actuación de los jueces civiles la razón de estado se impuso a la justicia material.

Pero también hay lugar para la esperanza cuando se ve la titánica lucha del coronel Picquart en defensa de la verdad. No por simpatía hacia Dreyfuss (en una breve escena retrospectiva queda de manifiesto que Picquart era antijudío y no sentía demasiada estima hacia Dreyfus, a quien no obstante respetaba) sino por un elemental respeto a la justicia. Las dos horas del film son en realidad la lucha de un hombre, y en ocasiones un hombre solo, frente al poder y a la enorme serie de obstáculos en forma de zancadillas, caballos de troya, espías, traslados y consejos de guerra que se le forman para silenciarlo. Dramática es la escena en la que, al informar a uno de los generales de las pruebas que exonerarían a Dreyfus acreditando que el traidor que vendía secretos a Alemania era otra persona, se le responde que guarde silencio y mire hacia otro lado. Picquart se negó e inició una serie de acontecimientos que permiten al espectador un cierto optimismo al comprobar que, en contadas ocasiones, una persona honesta marca la diferencia, pues la tenacidad de Picquart inició una serie de acontecimientos que terminó con la amnistía y posterior rehabilitación de Dreyfus, demostrando así que en ocasiones una persona honesta marca la diferencia. Una rehabilitación que aun cuando limpió su nombre, no borró la ignominia a la que se le sometió y de los años que hubo de pasar en la isla del diablo, donde sus guardianes tenían orden de no dirigirle la palabra.

Los iuspublicistas españoles siempre han mirado con enorme simpatía la nación vecina, a la que se ha tomado como constante modelo en la articulación de nuestro derecho público, pero esa visión oculta en ocasiones las miserias que se esconden tras el oropel. Así, por ejemplo, cuando García de Enterría ofrece una magnífica exposición de los orígenes del Derecho administrativo en sus imprescindibles Revolución francesa y Administración contemporánea y en La lengua de los derechos, centra su análisis en el deslumbrante logro al que llegaron los revolucionarios, ocultando que esos logros desembocaron en la guillotina, el terror (incluyendo el genocidio de La Vandée) y en la dictadura napoleónica. Lo acontecido en Francia con el oficial Alfred Dreyfus lleva a concluir que, cuando en las alturas se cree que la razón de estado lo exige, es perfectamente justificado sacrificar a un inocente y amordazar la verdad, solemnizándolo además con todos los solemnes ropajes de la cosa juzgada.

EDUARDO TORRES-DULCE DISERTA SOBRE LIBERTY VALANCE EN GIJÓN.

Como no todo en la vida es derecho, ayer día 1 de febrero de 2023 tuve la oportunidad de encontrarme entre el público asistente en el salón de actos del Antiguo Instituto Jovellanos de Gijón para escuchar la disertación que Eduardo Torres-Dulce Lifante realizó sobre su exhaustivo análisis. En los instantes previos a la charla tuve ocasión de departir muy brevemente con el conferenciante, una persona que une a su excelente formación jurídica y a su prodigiosa erudición el ser sumamente accesible y educada. Aun cuando era la primera vez que tenía la oportunidad de saludarle personalmente, su rostro me era familiar gracias al programa ¡Qué grande es el cine! (benemérito espacio de la televisión pública presentado por José Luís Garci, programa que en la actualidad ha recuperado una cadena privada si bien mutando el título por el de Classics) donde era uno de los contertulios habituales, y en el ya veterano espacio radiofónico Cowboys de medianoche donde, bajo el liderazgo, más formal que real, de Luís Herrero, sus integrantes, (que no siempre respetan el “férreo guión” que tan bienintencionado esfuerzo realiza el director) disertan sobre cine y cultura en general.

El salón de actos contaba con un aforo completo, y en apenas unos minutos se agotaron los ejemplares de la ya octava edición de El asesinato de Liberty Balance (estudio al que ya dedicamos un post anterior), obra sobre la cual pivotó la conferencia. En lugar de proceder del modo habitual, donde el conferenciante efectúa una disertación tras la cual viene el coloquio, la cabalgada transitó por un terreno ligeramente distinto al habitual, dado que Eduardo Torres-Dulce prefirió contestar ya desde el inicio las preguntas que se le realizaron, en principio por el escritor Ignacio del Valle y ulteriormente por diversos asistentes que se encontraban entre el público. Así, a través de sus contestaciones, Torres-Dulce expuso su visión no ya del oeste crepuscular que John Ford retrató en el film que tenía como protagonista al bandido interpretado por Lee Marvin, sino acerca del western en general. Todo ello salpimentado con deliciosas anécdotas personales: las veces que, siendo niño, asistió en varias ocasiones al cine junto con sus hermanos para ver el célebre film de Ford; la divertida excusa que ofreció para asistir, cuando se encontraba en pleno servicio militar, al festival de cine de San Sebastián para conocer a Howard Hawks; su encuentro con John Wayne, quien no sólo le sorprendió hablando un español muy aceptable sino que le recitó fragmentos del romancero gitano.

El mundo de Liberty Balance es ya el de un oeste en franca retirada debido a la ya inminente llegada del progreso y la ley. Si en el mundo de la frontera primaba el valor individual, representado en caracteres como Tom Doniphon y Liberty Valance, que fían todo a su coraje personal sin que tengan excesivos miramientos por la ley (“resido allí donde cuelgo mi sombrero”, llega a decir el bandido cuando se le impide votar en unas elecciones por no vivir en el pueblo). Es un mundo que la llegada de los avances técnicos (simbolizados en el ferrocarril) y, sobre todo, la llegada de la ley y el orden (se pasa del “te voy a enseñar la ley del oeste” -que le espeta Liberty Balance a Ransom Stoddard antes de golpearle brutalmente al inicio del film- a la votación para que el territorio de Shimbone pase a incorporarse como estado a la Unión, con lo que ello comportaba) que marca el ocaso definitivo de los pistoleros.

No sólo Liberty Valance y Tom Doniphon, sino también el Ethan Edwards de Centauros del desierto y los protagonistas de la célebre trilogía de la caballería desfilaron durante una hora y media que supo a poco.

MUERTE BAJO EL SOL (1982): RECUERDO PERSONAL HACIA UNA PELÍCULA INOLVIDABLE.

Hay películas que, sin ser obras maestras y ni tan siquiera entrar en la categoría de grandes films, sin embargo, logran permanecer ancladas en el cerebro del espectador bien por las circunstancias personales en las que la visionó, bien por alguna secuencia memorable o por alguna melodía que formara parte de la banda sonora. Eso es lo que me ha ocurrido con Muerte bajo el sol, cinta dirigida en 1982 por Guy Hamilton, el responsable de haber rodado algunos films de la saga Bond cuando el personaje estuvo protagonizado por Roger Moore.

Tres son las circunstancias por las cuales a esta respetable película siempre le guardaré un cariño especial:

Primero.- En primer lugar, por las circunstancias personales en que la vi por vez primera, cuando, dando los pasos iniciales de la adolescencia, mi familia se mudó de vivienda, abandonando así en la que había residido hasta entonces y a la que tanto cariño guardaba al haber pasado en ella toda mi niñez. El traslado coincidía, además, con el paso del Colegio al Instituto, pues se consumó justo al iniciar el primer curso de bachiller. Muerte bajo el sol fue la última película que vi una noche en el salón que tantas veces nos había visto corretear a mi hermana y a mí durante los años de nuestra más tierna infancia. He de confesar que al ver de nuevo la película hace unas semanas (a diferencia de la anterior, en esta ocasión pude visionarla en su idioma original) no pude evitar sentir un ataque de nostalgia y recordar cuando la vi por vez primera hace ya treinta y cinco años el salón de la primera vivienda donde residí.

Segundo.- En segundo lugar, porque, la película cuenta con tres circunstancias que hacen delicioso su visionado:

2.1.- En primer lugar, el argumento, que adapta con ciertas libertades la novela Evil under the sun (cuya traducción literal sería Maldad bajo el sol) de la gran Agatha Christie. Se trata, por tanto de un relato policíaco donde se invita al espectador a resolver un asesinato, desplegando a lo largo de la narración una serie de pistas hábilmente disimuladas que, al final, serán expuestas por boca del detective encargado de resolverlo, en este caso, Hércules Poirot. La trama es, por tanto, fiel al estilo de la “reina del misterio”: una comunidad de personas más o menos amplia atrapada en un espacio físico más o menos reducido (en este caso, una isla, cuyos exteriores se rodaron, además, en las Baleares), un crimen aparentemente irresoluble y una persona con altas dotes de deducción cuya sagacidad se sobrepone a la pericia de las fuerzas del orden. Así, el espectador puede jugar libremente a “competir” con Poirot a ver quien descubre antes al responsable del asesinato de Arlene Marshall, la casquivana y antipática estrella de variedades cuyo cuerpo sin vida aparece en una cala de la Isla Daphne, máxime cuando todos los potenciales sospechosos aparentan tener coartadas a toda prueba. Pese a todo, como siempre ocurre, Poirot resuelve el caso como siempre, de una forma muy teatral en un salón en el que reúne a todos los sospechosos para exponerles la única solución posible.

2.2.- Un reparto donde hacen su aparición grandes nombres (casi todos británicos) no sólo del séptimo arte, sino del teatro. Así, podemos encontrar al gran James Mason que, si bien tiene un papel no demasiado espectacular ni relevante, su breve presencia agiganta el valor del film. También podemos encontrar a los no menos geniales Roddy McDowell (interpretando a un amanerado cronista que escarba en los trapos sucios de las grandes estrellas), Maggie Smith (a quien las nuevas generaciones identifican con la profesora McGonagall en la saga de Harry Potter), Colin Blakely (intérprete prematuramente desaparecido que transmitía bastante comicidad en sus roles) o una Diane Rigg a quienes ya frisamos el medio siglo recordaremos no sólo como la valiente y aguerrida Emma Peel (la segunda pareja del elegante John Steed en esa inolvidable serie británica que fue The avengers) sino por ser la única mujer que logró hacer pasar por el altar nada menos que a James Bond  en el film On her Majesty´s Secret Service.

Pero, sin duda alguna, el que destaca sobre todo el reparto es el gran Peter Ustinov, que se divierte sobremanera encarnando al detective belga creado por Agatha Christie, si bien dotándole de una personalidad ligeramente distinta de la que posee en las novelas. Ustinov suprimió gran parte del amaneramiento y la obsesión por el orden y la simetría con que se describía a Poirot en los relatos (y que, ulteriormente, David Suchet recuperó de forma magistral en su encarnación definitiva del personaje), dotándolo a cambio de un notable humorismo aunque sin hacerle caer en las bufonadas. Hasta tal punto llegó el entendimiento entre actor y personaje, que en la hilarante escena donde Poirot desciende a la playa y que termina con el detective “nadando”, el traje que lleva (y en la que son claramente visibles las iniciales de su nombre y apellidos en el pectoral) fue diseñado por el propio Ustinov.

2.3.- El tercer elemento que hace muy agradable la película es la banda sonora, debida al gran compositor norteamericano Cole Porter, en la adaptación que llevó a cabo John Lanchberry. Así, podemos escuchar versiones exclusivamente musicales de temas como I´ve got you under my skin,  My heart belongs to daddy, It´s de-lovely o una versión de You are the top interpretada por la propia Diane Rigg con una breve intervención final de Maggie Smith. Como anécdota, en una breve secuencia en la que el detective protagonista abre el libro de registro del hotel, entre las firmas de las personas alojadas puede verse la de Cole Porter, incluida a modo de homenaje.

Hay una escena que siempre quedará grabada en mi cerebro, y es aquélla en la que Hércules Poirot, vestido con chaqueta, bombachos y polainas, junto con un bastón y un cronómetro recorre la isla de uno a otro extremo a los sones de una vibrante adaptación del Beguin de beguine, escena que se revelará determinante para la resolución del caso debido a que con ella pretendía comprobar la solución que ya le habían soplado sus “células grises”.

En ocasiones, ante asuntos complejos o cuando me encuentro atascado en una tarea y parece que no puedo continuar, siempre resuenan en mi interior los sones de esta adaptación del clásico de Cole Porter y acude a mi memoria la visión de Poirot en dicha secuencia, algo que en la mayoría de las ocasiones me es de mucha utilidad aunque tan sólo sea por elevarme el ánimo.

En definitiva, un film entretenido, con grandes dosis de suspense y muchas pinceladas de humor.

IN MEMORIAM: ANGELA LANSBURY (1926-2022)

Quienes a principios de los ochenta abandonábamos progresivamente la niñez para entrar en la adolescencia recordamos con cariño la deliciosa serie de televisión Se ha escrito un crimen, donde Jessica Fletcher, una profesora jubilada que residía en la pequeña localidad de Cabot Cove, en Maine (aunque en sus frecuentes desplazamientos por el territorio igual afincaba en Nueva York que en San Francisco) resolvía cada semana un aparentemente irresoluble crimen. La serie, que contaba con una pegadiza sintonía de apertura, se prolongó a lo largo de doce temporadas y cuatro telefilms, y popularizaron a su intérprete; de hecho, merced a las frecuentes reposiciones en las diferentes televisiones y a su incorporación a diversas plataformas (aunque recientemente, y sin aparente explicación, desapareció de estas últimas) han hecho de la protagonista, Angela Lansbury un rostro familiar a varias generaciones. Desde entonces, quizá de forma harto injusta, el nombre de Angela Lansbury ha estado vinculado inexcusablemente al de Jessica Fletcher; y esa vinculación es más fuerte de lo habitual, pues un dato no muy conocido, y es que MacGill, el apellido de soltera de Jessica Fletcher, era en realidad el apellido materno de Lansbury. Por ello, cuando la actriz falleció el pasado día 11 de octubre de 2022 a escasos cuatro días de cumplir los noventa y siete años, medios de comunicación escritos y audiovisuales la recordaron evocando el personaje que tanta fama la había dado. Algo injusto, por cuanto al iniciar el rodaje de la serie Lansbury atesoraba ya cuatro décadas de trabajo ininterrumpido en cine y teatro.

El debut cinematográfico de Lansbury se produjo en 1944 nada menos que en Luz que agoniza, remake cinematográfico de la película inglesa Luz de Gas, y donde encarnaba a Nancy, la seca y algo descarada sirvienta a quien el personaje encarnado por Charles Boyer lanzaba algún que otro dardo envenenado y mirada que hoy en día bordearía peligrosamente el ilícito penal. Desde entonces, su presencia fue constante en el séptimo arte, y así, un año después de su debut tuvo un papel destacado en El retrato de Dorian Gray, donde encarnó a Sybil Vane, la actriz a quien enamoraba y ulteriormente abandonaba el protagonista del relato, encarnado por Hurt Hatfield, quien cuatro décadas más tarde volvería a coincidir con Lansbury en varios capítulos de la popular serie a la que se aludió en el primer capítulo. Pero también encarnó a Clotilde de Marelle en La vida privada de Bel-Ami, adaptación del relato de Guy de Maupassant, donde compartía protagonismo con el siempre elegante y cínico George Sanders, con quien volvería a coincidir en Sansón y Dalila, donde interpretaba a un personaje que según la tradición bíblica no existía, dado que no consta que la mujer de la que Sansón se enamoró tuviese una hermana mayor; película en la que, por cierto, el director, Cecil B. De Mille terminó arrepintiéndose de contratar como protagonista a Victor Mature, quien heredó un papel rechazado por Burt Lancaster. A personajes y films no tan conocidos sumó Lansbury otros bastante más populares, como la adaptación que George Sydney realizó en 1948 de la célebre novela de Dumas, y donde encarnaba a la reina Ana de Austria, aunque en esta ocasión el magnífico Vincent Price robase la función a todo el reparto gracias a su impecable caracterización de Richelieu; papel que en cierta medida parodió en El bufón del rey, donde encarnaba a la princesa Gwendolyne, que caía rendida ante el “héroe” encarnado nada menos que por Danny Kaye (quien a su vez protagonizaba un hilarante duelo a espada con el gran Basil Rathbone) y en la que “amenazaba” constantemente a su dama de compañía (interpretada por una divertidísima Mildred Natwick) con una rotunda frase: “Remember: If he dies, you die”. La versatilidad de Lansbury le permitió encarnar papeles tan diversos como el dramático rol de Eleanor, la traidora y siniestra madre del protagonista en El mensajero del miedo (The manchurian candidate) y el divertido rol de Mabel Claremont en la comedia Mamá nos complica la vida (horroroso título español que maltrata el sentido del original, The reluctant debutant), donde encarnó a una familiar de Sheila Broadbent (Kay Kendall), que era descrita por el protagonista, encarnado por un también divertido Rex Harrison, como “una prima lejana de Sheila, aunque lamentablemente siempre está demasiado cerca”. Curiosamente, también participó en dos adaptaciones cinematográficas de obras de Agatha Christie: la primera, Muerte en el Nilo, en la que coincidía con su cuñado Peter Ustinov, y la segunda en El espejo roto (que tiene como base un episodio real que padeció la actriz Gene Tierny) y en donde encarnaba nada menos que a Miss Jane Marple, la anciana residente en el pueblecito inglés de St Mary Mead con un ojo detectivesco a la hora de resolver crímenes. El público quizá la recuerde más por sus papeles en Bedknobs and broomsticks (me niego a utilizar el título con el que se difundió en nuestro país) en la que se mezclaban imágenes y dibujos, película en la que compartía escena con uno de sus grandes amigos, Roddy McDowell (con quien volvería a coincidir en un episodio de Se ha escrito un crimen) en su breve cameo. También es recordada por haber prestado la voz a Miss Potts, la entrañable tetera de La bella y la bestia, y donde interpretaba la canción que dio título al film. Lansbury se mantuvo en activo prácticamente hasta el final, dado que en 2018 participó en El regreso de Mary Poppins encarnando a la dama de los globos, un breve papel inicialmente pensado para que lo encarnara Julie Andrews a modo de homenaje. Su última aparición, que lamentablemente será ya póstuma, tuvo lugar en la película Glass Onion: A Knives out mistery, aún pendiente de estreno, donde participó interpretándose a sí misma.

Lansbury también fue un rostro habitual en los escenarios de Broadway, donde, por ejemplo, encarnó durante un año a la institutriz protagonista de El rey y yo, o en la alocada médium en Un espíritu burlón, de Noel Coward (que en su versión cinematográfica fue interpretado curiosamente por Margaret Rutherford, conocida por haber encarnado en varias ocasiones a Miss Marple). No obstante, su papel más conocido en las tablas fue el de Mrs Lovet en el musical Sweeney Todd, donde su partenaire fue su gran amigo Len Cariou, a quien volvería a encontrar en varios episodios de la célebre serie de misterio. Cariou y Lansbury permanecieron siempre en contacto, y se felicitaban respectivamente en sus cumpleaños que tenían lugar en fechas muy cercanas, dado que el Cariou lo celebra el 30 de septiembre y Lansbury lo hacía el 16 de octubre. En una entrevista celebrada con motivo del fallecimiento de su amiga, Cariou, tras recordar con cariño a su amiga, confesaba que en el que ya sería su último cumpleaños, el 16 de octubre de 2021, Lansbury le había confesado: “It´s just silly being this old”.

Insertamos a continuación dos temas musicales interpretados por la actriz. El primero, Age of not believing, forma parte de la película Bedknobs and broomsticks. El segundo, el conocidísimo Send in the clowns, interpretado en directo en un acto de homenaje a Setphen Sondheim en 1993.

Y no estaría completa esta entrada si, por supuesto, no se ofreciese la pegadiza sintonía de la célebre serie televisiva por la que en gran medida es hoy recordada.

EL ÚLTIMO HURRA: JOHN FORD Y EL CREPUSCULO DE LA «VIEJA POLÍTICA».

Una indisposición pasajera que mantuvo a quien suscribe confinado durante una semana en su domicilio impidiéndole el desarrollo de sus tareas ordinarias, le permitió el visionado de algunas películas de culto que desde hacía tiempo no disfrutaba. Una de ellas es un clásico menor que el maestro John Ford rodó en el año 1958 y que ocasionalmente situó no en el lejano oeste y en los escenarios de Monument Valley, sino en plena actualidad y en el sucio mundo de la política local. Me estoy refiriendo a esa joya que es The last hurrah, título que en esta ocasión el traductor español respetó de forma literal.

La acción nos sitúa en una ciudad de Nueva Inglaterra que, aun cuando no llega jamás a concretarse, evidentemente se trata de Boston. Un plano general nos acerca a una amplia vivienda a cuya puerta se agolpa una gran cola de personas. Se trata del domicilio de Frank Skeffington, el veterano y ya ciertamente talludo alcalde, que mantiene incólume su costumbre de recibir en la misma entrada de su domicilio a sus convecinos para atender sus quejas y reclamaciones. Aun cuando rodeado de un equipo de fieles y leales colaboradores, Skeffington reconoce ante su sobrino Adam Caulfield que, pese a ser consciente de su edad y que se encuentra en el crepúsculo no ya de su carrera política sino de su propia existencia, optará a un último mandato como alcalde, lo que supondrá intentar obtener “el último hurra”. No obstante, en su intento va a tener que enfrentarse a dos poderosos obstáculos: el mediático, representado por Amos Force, el director del periódico local en cuyo odio visceral hacia el alcalde se entremezclan motivos tanto políticos y personales, y el financiero, representado por Norman Cash Sr., el todopoderoso banquero y, como tal, responsable de que algunas iniciativas que el consistorio desea acometer puedan llegar a buen puerto. Una vez se convocan las elecciones, Skeffington, un viejo zorro con un agudo sentido de la política, comprueba como su rival, Kevin McCluskey, un joven de buena planta, pero absolutamente inepto, recibe todos los apoyos mediáticos y financieros que se le niegan. La lucha está servida, y en ella todo el mundo intenta arrimar el ascua a su sardina, incluyendo aprovecharse de la egregia figura del cardenal sin el consentimiento del propio interesado.

El film tiene muchas escenas memorables, algunas emotivas, otras hilarantes y otras que sirven para reflexionar en extremo sobre el particular. Entre las primeras, destaca aquélla en la que Skeffington lleva a su sobrino a los barrios humildes de la ciudad, del que todos los protagonistas del drama (el propio alcalde, el cardenal e incluso el banquero Cash) proceden. Entre las segundas, se encuentra el modo en el que el veterano alcalde trata de lograr la financiación bancaria para un proyecto de viviendas municipales que Norman Cash le había negado argumentando que deseaba esperar a que hubiese una nueva corporación, ante lo cual Skeffington no duda en utilizar una sucia maniobra, cual es servirse del hijo del banquero (que posee una evidente minusvalía psíquica) y nombrarlo jefe de bomberos, con la finalidad de provocar un desastre que hundiese la reputación de los Cash. Por último, la escena que da mucho que pensar es la forma en que desde la élite financiera y, sobre todo, la mediática, se fomenta la imagen de un absoluto inepto como McCluskey presentándole como un hombre de familia, buen gestor, universitario y católico ejemplar, inundando literalmente la calle de carteles con su imagen de hombre joven y elaborando un breve espacio de propaganda televisiva que, pese a la evidente manipulación de imagen tendente a beneficiar al candidato, termina revelando el verdadero carácter del joven. En este punto, llama poderosamente a la reflexión cómo los medios de comunicación, teóricamente “independientes” y en la práctica viciados por los motivos más, que no rechazan en modo alguno verse regados con un buen fajo de billetes para manipular al electorado en una y otra dirección, en este caso en favor de McCluskey, en una mezcla de resentimiento (Amos Force, el director del periódico, no soporta que el alcalde fuese el hijo de la antigua sirvienta de los Force) y venganza (en el caso de Cash, por la jugarreta que Skeffington realizó valiéndose de su hijo).

Hay varias curiosidades notables. Así, por ejemplo, para encarnar a Skeffington, John Ford pensó siempre en Orson Welles (quien, al parecer, imputó a su representante el hecho de que ni le transmitiera la oferta) aunque finalmente el rol terminó siendo interpretado por Spencer Tracy. La episódica figura del inepto McCluskey (que, aun presente a lo largo del film, tan sólo llega a tartamudear tres frases) es interpretado por Charles B. Fitzsimons, hermano menor de la fordiana Maureen O´Hara, quien no sólo no era en modo alguno un estúpido, sino que finalizó la carrera de derecho con tan sólo veinte años, no pudiendo ejercer de forma inmediata la profesión porque legalmente se exigía tener veintiuno; Fitzsimons no sólo había intervenido junto a su hermana y a Ford en el breve y divertido papel del padre Paul en esa obra maestra que fue The quiet man, sino que incluso durante el periodo en el que el equipo de rodaje estuvo en tierras irlandesas ejerció de asesor jurídico. En el reparto destacan veteranos del cine negro como Pat O´Brian, grandes como Donald Crisp, Basil Rathbone y James Gleason, y algunos rostros habituales en el mundo cinematográfico de Ford, como John Carradine, Jane Darwell, Jeffrey Hunter y Carleton Young.

La película cuenta, además, con algunas frases harto elocuentes. Por ejemplo, cuando a la hora de optar entre Skeffington y McCluskey, uno de los personajes manifiesta que: “prefiero un pícaro a un completo idiota.” Cuando otro de los personajes se refiere a la ascendencia irlandesa del alcalde y que en la ciudad ya se están derribando las fronteras que separaban a las poblaciones nativa y emigrante, porque “nuestros chicos van a las mismas escuelas y colegios”, ante la airada respuesta de Amos Force que: “ninguno de mis descendientes se casará jamás con uno de los de ellos” recibe la divertida contrarréplica: “No sería sorprendente, Amos, considerando que es usted soltero.” O la airada y firme respuesta que el banquero Norman Cash Sr. recibe de Skeffington cuando aquél pretende hacerse el digno ante la evidente sucia jugarreta que le ha hecho el alcalde: “Me conozco toda su historia de la A a la Z, Cash. No me acercaría a ella ni con unos guantes de basurero.”

En todo caso, si algo exterioriza esta película no es más que el canto de cisne de una determinada forma de hacer política, más apegada a los ciudadanos y a la realidad cotidiana, en beneficio de la política de masas y de medios, mucho más abstracta y lejana.

En fin, una gran película que recomendamos encarecidamente a los lectores de esta bitácora. Para abrir boca, he aquí el trailer:

ENCUESTAS PARA «JUSTIFICAR» UNA MEDIDA PREDETERMINADA: LECCIÓN MAGISTRAL DE SIR HUMPHREY APPLEBY

Vivimos unos tiempos donde existe un uso abusivo de instrumentos demoscópicos. No hay semana donde los medios de comunicación, tanto escritos como audiovisuales, no bombardeen al ciudadano con una pléyade de encuestas de lo más variopinto. Orillando las elaboradas por el Centro de Investigaciones Sociológicas (cuyo valor se ha ido devaluando progresivamente bajo el mandato del actual director, hasta no provocar ya otra cosa que hilaridad), lo cierto es que la pregunta que surge de inmediato en la mente de cualquier persona es la fiabilidad de las mismas, que depende de muchos factores, entre los que está uno que se escapa lógicamente a la comprensión ordinaria, cual es la sinceridad de la persona encuestada a la hora de responder a las preguntas que se le plantean.

Ahora bien, orillando lo anterior, existe otro interrogante ¿Son las encuestas las que ofrecen los resultados o, por el contrario, es posible que alguien utilice un instrumento demoscópico para avalar una posición predeterminada? En otras palabras ¿Puede solicitarse una encuesta para que de un resultado deseado de antemano por quien la encarga? Pues en uno de los capítulos de la benemérita serie inglesa Yes, Minister, uno de los protagonistas absolutos, Sir Humphrey Appleby, el Secretario Permanente del ficticio Ministerio de Asuntos Administrativos del Reino Unido, ofrece una lección magistral al respecto. Cuando Bernard Wooley, el Secretario Particular del Ministro, le informa: “Bueno, parece que el partido realizó una encuesta y la gente votó a favor de implantar el servicio militar”, la respuesta inmediata y tajante de Sir Humprey es antológica: “Pues ordene que hagan otra donde quede muy claro que están en contra de esa barbaridad.” Cuando un atónito Wooley afirma que eso es imposible, pues una persona no puede estar a favor y en contra de una misma medida, Appleby le demuestra empíricamente cómo una persona que realiza una encuesta puede orientar, a través de las preguntas, el resultado final de la misma. En poco más de dos minutos, se realiza una clase práctica de cómo es posible encauzar las respuestas de la persona encuestada a través las preguntas efectuadas. Recomiendo a los lectores que vean esta secuencia donde, encubierto bajo un manto de humor, hay una realidad muy seria.






					

«EL ASESINATO DE LIBERTY VALANCE»: COMPLETÍSIMO ANÁLISIS DE EDUARDO TORRES-DULCE SOBRE EL CÉLEBRE TÍTULO DE JOHN FORD.

Hay libros que uno comienza a leer y es incapaz de orillarlos hasta que no ha pasado la última de sus páginas. Libros a los que basta con echar un vistazo a la portada y a su forma para intuir que atraparán la atención del lector hasta el final. Eso es lo que me ha ocurrido con El asesinato de Liberty Valance, el por ahora último libro de Eduardo Torres-Dulce Lifante, y del que Hatari Books acaba de lanzar la tercera edición. El autor no sólo es un reputadísimo jurista, sino que su faceta quizá más conocida para el gran público es la de crítico cinematográfico y, de hecho, muchos se habrán familiarizado con su figura por sus apariciones en las tertulias de aquel inolvidable e irrepetible programa que fue ¡Qué grande es el cine!. Y aun cuando las preferencias de Torres-Dulce se inclinan más por Howard Hawks (llegando incluso a prometer un volumen que, con el título Rio Faulkner, abordaría la colaboración entre Faulkner y Hawks -promesa vinculante que, esperemos, Torres-Dulce llegue a cumplir algún día-) en los últimos años ha optado por volver la mirada al director por antonomasia del cine western como fue el gran John Ford. Si hace una década, Torres-Dulce entregaba a la imprenta Jinetes en el cielo, un lúcido análisis de la “trilogía de la caballería” (integrada por Fort Apache, La legión invencible -cuyo título original es She wore a yellow ribbon– y Rio Grande), en la actualidad nos ofrece no una simple aproximación, sino un auténtico análisis forense de uno de los últimos grandes títulos del cine del Oeste, cual fue El hombre que mató a Liberty Valance.

El libro no es una mera aproximación o introducción a la película, sino una auténtica disección de la misma, de sus antecedentes, su proceso de creación, su rodaje y su contenido final. Todo comienza con el relato breve homónimo de Dorothy Johnson, a quien se deben otros dos grandes relatos que han dado el salto a la gran pantalla, Un hombre llamado caballo y, sobre todo, El árbol del ahorcado; un texto de apenas veinte páginas (y que Torres-Dulce incluye como apéndice gracias a la generosidad de Alfonso Lara y de la editorial Valdemar, que son quienes lo han incluido en uno de los tomos de su imprescindible colección Frontera) donde la acción está muy condensada y circunscrita a los dos grandes personajes, Bert Barricune (el Tom Doniphon del film) y Ranse Forster (Ranson Stoddard en la pantalla) pues el bandido que da título al relato y a la película, aunque omnipresente desde el comienzo, tan sólo aparece físicamente en las últimas líneas del cuento. A partir de esas breves líneas, y gracias sobre todo al guión de Willis Goldbeck y James Warner Bellah (este último también autor de novelas ambientadas en el oeste, en tres de las cuales se basó precisamente John Ford para su célebre trío de films sobre la caballería) no sólo se pulieron hábilmente algunos rasgos de los dos protagonistas del film, sino que se insertaron ambos en un ambiente mucho más rico, la ciudad de Shimbone, situada en un territorio que aún no había adquirido la condición de estado miembro y que vivía aterrorizado por los ataques del bandolero que da título al film.

Torres-Dulce se vale de su doble condición de jurista y de cinéfilo para desvelar al lector no sólo las interioridades del rodaje, sino para situar históricamente el argumento del film en una época histórica muy concreta: el fin de la conquista del oeste con la llegada de la ley y el orden a las ciudades situadas en territorios que progresivamente irían incorporándose como estados a la Unión. El libro no sólo se adentra en el proceso de elaboración del guión y la elección de los actores que darían vida a los distintos personajes de la obra (no sólo a los protagonistas, sino hasta el más humilde secundario) sino que desmenuza el film casi escena por escena, incluyendo jugosos capítulos que analizan pormenorizadamente aspectos como la amplia cocina de los Ericson, o la célebre e ilustrativa escena del bistec, que ya de por sí es acreedora a un tratado. Pero, sobre todo, el film es el retrato de una época: el fin del periodo donde en los territorios se sustituye la ley del revolver por la ley a secas, lo que se plasma en la escena final del largo flashback donde se retrata la convención celebrada para convertir el territorio en un estado más y, sobre todo, en el último plano de Tom Doniphon, el personaje encarnado por John Wayne; escena, por cierto, donde hace una breve pero impagable aparición el gran John Carradine, patriarca del clan de actores de dicho apellido.

El film está lleno de frases para el recuerdo, siendo la más célebre la pronunciada por Maxwell Scott, director del Shimbone Star, casi al final de la cinta: “Esto es el oeste, señor. Cuando la leyenda se convierte en hecho, imprima la leyenda.” Pero también otras no menos jugosas como las dos célebres de Tom Doniphon (“Liberty Valance es el hombre más duro al sur del Picketwire…después de mi” y, sobre todo, la inolvidable “ese es mi bistec, Valance”), o Dutton Peabody (“yo os diré lo que ha hecho huir a Balance: la visión de la ley y el orden alzándose de entre el fango y las patatas” y, sobre todo, la que arroja valientemente al rostro del bandido: “¿Liberty Valance se toma libertades con la prensa?”). Y qué decir de escenas como la inicial del film, con ese tren procedente del este que deja en el pueblo a un personaje tan importante como un senador federal que acude al entierro de un oscuro ciudadano de Shimbone y en cuyo velatorio tan sólo había un ciudadano de color, el fiel Pompey, fiel amigo del difunto.

En definitiva, nos encontramos ante una auténtica delicia de libro que sin duda alguna despertará en el lector el deseo de visionar de nuevo la película, si bien ya con el bagaje imprescindible de la ingente cantidad de datos que Torres-Dulce suministra y gracias a los cuales el espectador verá la película con otros ojos. Destacar, por último, que la vena jurídica del que fue Fiscal General del Estado hace que el título del libro se refiera con mucha más precisión legal al “asesinato” en vez de “muerte” de Liberty Valance.

Para finalizar, ofrecemos al lector la que, a juicio del redactor de estas líneas, es la escena cumbre del film: el enfrentamiento (sin que llegase la sangre al río) entre Liberty Valance y Tom Doniphon en el restaurante del pueblo a cuenta de un bistec. Es impagable por varios motivos: la actitud del sheriff del pueblo, Link Appleyard (divertidísimo Andy Devine) huyendo cobardemente por la puerta de atrás ante la aparición del bandido; la burla inmisericorde a la que se somete a Ramson Stoddard (que en el film representa el intento de llevar al territorio la ley y el orden imperantes en el este) y cómo lo único ante lo que el bandido recula es ante el coraje demostrado por Doniphon, quien incluso se permite patear en el rostro a uno de los secuaces de Valance cuando intenta evitar la humillación de su jefe, que no se atreve a culminar su intención de sacar el revólver ante la frase que le espeta Doniphon («inténtalo, Liberty. Solo inténtalo«). John Wayne, Lee Marvin y James Stewart están insuperables, pero llama la atención el inmenso talento que les rodea, con varios actores de primerísima fila que en la secuencia en cuestión no pronuncian una sola frase: Vera Miles, Woody Strode, Edmond O´Brien y nada menos que Lee van Cleef.

Un libro totalmente recomendable para ayudar a la mejor comprensión de un western imprescindible.

«CINE Y DERECHO: TOGAS EN LA GRAN PANTALLA» IMPRESCINDIBLE ENSAYO DEL MAGISTRADO RAFAEL MENDIZÁBAL

Existen libros que cuando uno los toma en sus manos es imposible detenerse en la lectura hasta que no se ha superado la última página. Eso me ha ocurrido con Cine y Derecho. Togas en la gran pantalla, imprescindible tomo debido al magistrado Rafael Mendizábal Allende y con prólogo del exfiscal Eduardo Torres-Dulce, cuya lectura inicié la tarde del sábado y finalicé la noche del domingo. Tanto prologuista como autor son dos reputadísimos juristas que unen a tal condición la de ser entusiastas defensores del séptimo arte, lo que se trasluce a lo largo de las páginas de esta deliciosa obra a la que, si alguna objeción se le puede oponer, son las no escasas erratas que se deslizan a lo largo de sus casi cuatrocientas páginas y algunos errores de cierto calado, como el obrante en la página 246 al atribuir a Enrique III el otorgamiento de la Carta Magna cuando en realidad quien la suscribió fue Juan I, el “Juan sin tierra” que aparecía como antagonista en los films protagonizados por el inmortal Robín Hood; o cuando en la página 353 al referirse al «fiscal general» estadounidense afirma: «sin que tal cargo tenga nada que autorice su traducción por ministro de justicia, como se hace frecuentemente, estando más cerca de un ministro de Interior«, constituyendo tal aserto una equivocación de cierto calibre, pues la ley que convierte al attorney general en un miembro del gabinete, y que data nada menos que del 22 de junio de 1870, es la Act to establish the Department of Justice, expresión esta última que no admite otra traducción que «Ministerio de Justicia», pues el del interior sería el Department of Homeland Security.

Ya en el prólogo, Eduardo Torres-Dulce (a quien, por cierto, conocí antes en su faceta de crítico cinematográfico debido a su presencia habitual en el benemérito programa Qué grande es el cine, que las noches de los lunes emitía la segunda cadena) se encarga de resaltar las similitudes entre el mundo del Derecho y el que rodea a la gran pantalla:

“Y es que ineludiblemente y por mucho que parezcan a primera vista muy alejados, el Cine y el Derecho poseen muchos elementos en común. Ambos son lenguajes, y poderosos lenguajes. En el Derecho sea la escritura, para argumentar, razonar, alegar, probar, sea la elocuencia forense en los trámites verbales, orales, es el instrumento sobre el que cabalgan las pretensiones de las partes y las decisiones de jueces y tribunales. El Derecho es decidir conflictos conforme a un catálogo de normas, codificadas o en common law, pero debe comunicarse, trasciende siempre más allá del expediente en el que se encastra. El lenguaje del cine supone una misteriosa alianza entre la imagen, en el principio fue no el verbo sino la imagen, y la palabra. El cine ha codificado, a través de la mirada de los cineastas, a través de un proceloso itinerario expresivo que es la puesta en escena de un guion, un lenguaje propio tejido de planos y secuencias. Su excepcional impacto de comunicación ha permitido que sea utilizado como agitprop en sus más variadas formulaciones. Uno y otro requieren tanto técnica como destreza profesional, y de una y otra dependen los resultados a los que llegan o fracasan.”

Tras la breve pero jugosa presentación de Eduardo Torres-Dulce, toma el relevo la pluma de Rafael Mendizábal quien, tras unas páginas donde se explica la génesis del libro, se adentra ya en el proceloso mundo del séptimo arte que tiene como protagonista a los togados.

Ya es significativo que el libro no se divida en introducción y capítulos, sino en “créditos” y en “bobinas”, tal y como se proyectaban antaño los films en las salas de cine. Al comienzo de la obra uno parece sentir el rugido del león de la Metro bajo el rótulo “ars gratia artis”, la esbelta diosa griega de la Columbia o esa miniatura de la torre Eiffel encima de un orbe emitiendo ondas sónicas en código morse, tras lo cual vienen esos “créditos” donde se anticipan ya títulos clásicos del género y nombres inmortales como el inevitable Atticus Finch o sil Wilfrid Roberts.

El libro da comienzo en puridad con la “bobina” inicial, intitulada “cine forense”, breve capitulillo donde se sintetizan los inicios y desarrollo del séptimo arte así como los “principios generales” del cine que tiene como protagonista el mundo del Derecho o sus aledaños. Pero son las dos “bobinas” restantes las que integran la columna vertebral del libro. La segunda de ellas proyecta al lector/espectador el “Derecho y Justicia. Derechos Fundamentales y Constitución”, y en él se analizan nada menos que doce títulos de diversas épocas y géneros, de tal forma que entre M, el vampiro de Dusseldorf (Fritz Lang, 1931) y La Conspiración (Robert Redford, 2010), se encuentran, entre otros, la tragedia El Delator (John Ford, 1935), la fábula El hombre que vendió su alma (William Dieterle, 1941), la divertidísima y hoy seguramente reputada como “políticamente incorrecta” La costilla de Adán (George Cukor, 1949), el western crepuscular El hombre que mató a Liberty Valance (de nuevo John Ford, 1962) o el drama histórico Un hombre para la eternidad (Fred Zinneman, 1966). Puede quizá extrañar la inclusión del western que emparejó a dos leyendas como John Wayne y James Stewart, pues, a diferencia del resto de títulos, no existe juicio ni remedo de controversia jurídica alguna, de ahí que el autor, como buen juez, ilustre los motivos por los cuales ha insertado un western crepuscular en un ensayo que hermana cine y derecho:

“Esta película donde no se ven togas ni se presencia ningún juicio es un vehemente alegato por el Derecho reflejado en el binomino ley y orden como opuesto frontalmente a la ley del oeste, patente desde el primer enfrentamiento entre el joven abogado Ramsom Stoddard que viaja en la diligencia y su asaltante, el salvaje Liberty Valance, que destroza los libros y azota a su dueño con el látigo cuya empuñadura de plata es la firma de su dueño.”

Idea ésta, por cierto, que se ilustra igualmente en otro clásico del western, La conquista del oeste, cuando el Marshall Lou Ramsey (Lee J. Cobb) se dirige a su antecesor en el cargo, Zeb Rawlings (George Peppard) ante la inminente excarcelación del bandolero Charley Gant (Eli Wallach) a quien Rawlings detuvo. Cuando el antiguo Marshall anticipa los problemas que ello acarreará, Ramsey apunta hacia varios letrados y advierte a su amigo Zeb: “¡Míralos! Ellos son ahora la ley. Los tiempos de Jesse James se han acabado” Y, en efecto, se acabaron, y si en el antiguo y polvoriento oeste la razón se encontraba del lado de quien tenía más destreza en el revólver, a quien únicamente podía vencerse no mediante un juicio, sino gozando de mayor destreza (ser más rápido) o disparando por la espalda (así fue abatido Wild Bill Hickok en 1876, el mismo año que vio la masacre de Little Big Horn y el desmantelamiento de la banda de los James), en los tiempos modernos la razón (jurídica) se encuentra no de quien ostenta la material, sino de quien sabe retorcer mejor los argumentos de la ley. A un arma física ha sustituido una metafísica, pero el grado de falibilidad es el mismo. Y nada lo ilustra mejor que un clásico del género de suspense que escapó, quizás injustamente, de la selección efectuada por Mendizábal. Me estoy refiriendo a El cabo del terror (John Lee Thompson, 1962) donde el abogado Sam Bowden (un Gregory Peck que rodó este film justo antes de enfundarse el traje de Atticus Finch) ve impotente cómo la ley es incapaz de protegerle a él y a su familia del acoso que sufre por parte de Max Cady (Robert Mitchum, sustituyendo al inicialmente previsto Ernst Borgine), quien fue encarcelado por violación debido a la declaración testifical de Bowden. Un film que da mucho que pensar sobre las limitaciones de la ley. Y, por cierto, regresando a Liberty Valance, da mucho que pensar una escena donde el bandolero humilla al hombre de leyes al provocarle una caída zancadilleándole cuando acudía a servir una de las cenas en el restaurante donde trabajaba, mientras que huyó atemorizado cuando otro hombre más diestro con el revolver le planta cara, de tal forma que cuando Tom Doniphon (el cowboy que hizo batirse en retirada a Liberty) pregunta divertido qué les habría asustado, el director del periódico local, el satírico Dalton Peabody (Edmond O´Brian) afirma: «Yo te diré lo que les ha hecho huir. La imagen de la ley y el orden levantándose de entre el fango y las patatas

La tercera y última de las “bobinas” se reserva a los protagonistas absolutos del drama judicial, ilustrando cada instituto procesal o cargo con uno o varios títulos. Así, para la figura del juez se opta por Anatomía de un asesinato (Otto Preminger, 1959), si bien quizá hubiese otros títulos que podrían ilustrar mejor las competencias y las limitaciones de los magistrados, como Los jueces de la ley (Peter Hyams, 1983) o El juez (David Dobkin, 2014). Para el jurado opta por un título imprescindible, los Doce hombres sin piedad (Sidney Lumet, 1957) y la discutible Traición al jurado (Heywood Gould), pues hubiese sido más propio otro título que, además, se cita en la obra, El jurado (Gary Fleder, 2003), adaptación de la novela homónima de John Grisham y que hubiera planteado hondas cuestiones para el debate, para empezar la frase que se pone en boca de Rankin Fitch (inconmensurable Gene Hackman) para quien: “Los juicios son una cosa muy seria como para dejarlos en manos de un jurado”. Para los tribunales militares se echa mano nuevamente de John Ford, esta vez con El sargento negro, si bien pueden completarse sus reflexiones con La conspiración (analizada en la segunda “bobina”) que versa sobre el enjuiciamiento que un tribunal militar realizó a los implicados en el asesinato de Abraham Lincoln. Para los tribunales eclesiásticos, Mendizábal opta por dos títulos que exponen unos mismos hechos desde dos puntos de vista diferentes: El crisol (Nicholas Hytner, 1996) y Las brujas de Salem (Joseph Sargent, 2002). La justicia penal internacional se ilustra con dos ejemplos que narran los juicios a los jerarcas y simpatizantes del tercer Reich, Vencedores y vencidos (Stanley Kramer, 1961) y Nuremberg (que no es propiamente un film, sino una miniserie). Al Ministerio Público se dedican un par de títulos, la ya legendaria aunque algo maniquea JFK (Oliver Stone, 1991) y La noche cae sobre Manhattan (Sidney Lumet, 1996), mientras que para los letrados particulares Mendizábal opta por dos títulos que muestran las dos caras de la moneda: el bien absoluto representado por Atticus Finch (Matar un ruiseñor, Robert Mulligan 1961) y el hombre común tentado, en el sentido literal, por el diablo (Pactar con el diablo, Taylor Hackford, 1998).

Mendizábal une a su sapiencia jurídica un brillantísimo estilo literario y un enciclopédico conocimiento cinematográfico e histórico, y un manejo absolutamente profesional de la historia y ordenamiento jurídico norteamericana, de tal forma que previamente a analizar cada uno de los títulos nos sumerge en el contexto histórico no sólo de la época en la que se ambienta la película analizada, sino incluso del año en que se rodó. Que en ocasiones viene salpimentada con referencias comparativas hacia el sistema español no exentas de ironía crítica, como la siguiente sobre el jurado que no me resisto a dejar de transcribir:

“La Constitución de 1978 autorizó su establecimiento de nuevo, que se demoró por falta de entusiasmo en el ambiente, hasta la Ley Orgánica 5/1995 de 22 de mayo, donde se subvierte el sistema haciéndolo ininteligible. La norma potestativa que configura el derecho a ser juzgado por sus pares renunciable, como tal, se convierte en imperativa, imponiendo además que los veredictos sean “motivados”, exigencia incompatible con la esencia de la institución”

Y no quiero dejar pasar la ocasión de decir que la agudeza de Rafael Mendizábal detectó en el film Vencedores y vencidos un dato que suele pasar desapercibido a muchas personas. Cuando en el año 1991 inicié mis estudios de Derecho, el entonces inefable catedrático de Filosofía del Derecho (de cuyo nombre no es que no quiera acordarme, es que renuncio a hacerlo por caridad cristiana) decidió proyectar dicho título a los alumnos para ilustrar las diferencias entre el iusnaturalismo y positivismo. La idea era excelente, pero el análisis realizado por el citado docente tras el film ponderaba la integridad del juez Heywood, sobre todo en esa sensación de superioridad que traslada en la última escena del film en el encuentro con Janning en Prisión. Cuando Janning felicita al juez que lo condenó e indica que tiene su respeto, pero le afirma que por su honor no sabía nada de los campos de concentración ni que se podía llegar a ello, Heywood afirma pomposamente desde una autoproclamada superioridad moral que se llegó a donde se llegó: “la primera vez que condenó a una persona sabiendo que era inocente.” Pues bien, ese mismo juez Heywood, casi al principio del film, la primera vez que debate con sus colegas en el despacho, afirma sin ruborizarse: “Cuando me eligieron juez, sabía que existían personas intocables, y que debían continuar intocables si yo quería seguir siendo juez”. Lo cual supone, como muy bien expone Rafael Mendizábal en su análisis: “No las tocó. Prevaricó por conservar su puesto”. Asunto éste que para el anteriormente mentado catedrático de filosofía debió carecer de importancia, dado que ni lo apuntó, quizá pensando que, como Tracy solía encarnar a personajes bonachones y de quienes uno se podía fiar, cabía predicar lo mismo en esta ocasión, demostrando quizá no haberse asomado por Lanza rota (Edward Dmytrik, 1954) donde, por cierto, al igual que en Vencedores o vencidos, Tracy coincidía también con el gran Richard Widmark.

Hay una cuestión que Mendizábal denuncia a lo largo de toda la obra, especialmente a la hora de analizar el film Anatomía de un Asesinato: las libertades tomadas a la hora de verter a nuestra lengua conceptos e instituciones del ordenamiento norteamericano. Como bien se dice en la obra comentada:

«Ahora bien, como en otras ocasiones debo denunciar ahora la pésima traducción del lenguaje forense inglés al español, que a veces lo hace ininteligible. Los culpables de tal desaguisado no conocen bien el idioma inglés pero tampoco el suyo. «Counsel» por consejero, siendo abogado, «reports» por informes y no sentencias [en realidad, más que sentencias -«opinions» o «decisions»- son libros recopilatorios de sentencias], «statute» por estatutos y no leyes, «entering» por escalo en vez de allanamiento, «deputy sheriff» por honorario y no delegado, «adjourn» por clausurar y no suspender, «legal excuse» literalmente, siendo eximente e «inmaterial» por capcioso cuando significa impertinente, son muestras de un notable desconocimiento de los dos idiomas»

En definitiva, una obra que debería ser de lectura obligada no sólo para estudiantes de Derecho, sino para abogados, fiscales….y jueces; pues no deberían olvidar que, en el fondo, está escrito por “uno de los nuestros”.

JULIO CÉSAR (1953): DOS HORAS DE ENTRETENIMIENTO Y REFLEXIÓN.

 

En el año 1953 se estrenaba el film Julius Caesar, dirigido por Joseph Leo Mankiewicz, y que suponía la adaptación a la gran pantalla del célebre drama histórico de Shakespeare. El director se rodeó de un plantel de estrellas de primera magnitud, si bien con una modificación de última hora. Aun cuando el célebre general romano era quien da título a la obra, los dos personajes principales que van a protagonizar el silente duelo que se explicitará en el último acto eran Marco Junio Bruto y Marco Antonio. El primero fue interpretado por el magnífico actor británico James Mason, quien realmente ofreció un auténtico recital de actuación; el segundo, iba a ser encarnado por el actor Paul Scofield, pero las pruebas realizadas a Marlon Brando resultaron tan satisfactorias que fue éste quien se alzó con el rol del futuro triunviro. Junto a Mason y Brando, estarían el sólido actor teatral John Gielgud interpretando al manipulador Casio (curiosamente, en la versión cinematográfica de 1970 Gielgud interpretaría a Julio César) y el por entonces habitual del cine negro Louis Calhern en el papel del general romano. En la cinta harían aparición igualmente grandes estrellas en roles episódicos, como Edmond O´Brian (Casca), George Macready (Marullus) Greer Garson (Calpurnia) o Deborah Kerr (Porcia).

La película, adaptación bastante fiel al drama de Shakespeare, abunda como éste en grandes temas como la desmedida ambición política, el abuso de poder, la soberbia humana y la manipulación a que se somete al populacho. La acción se sitúa en el año 44 a. C., cuando Julio César, que ha vencido a su rival Pompeyo (éste asesinado por sus propios aliados egipcios, y cuya muerte su rival lamentó profundamente llegando a castigar sin piedad a los asesinos) ha sido nombrado dictador vitalicio. Y la escena inicial no puede ser más ilustrativa. Dos ciudadanos romanos, Flavius y Marullus, alzan su voz contra quienes vitorean al general convertido en dictador a perpetuidad. Tras pronunciar un discurso contra los abusos del poder, retiran los adornos florales y laureles que se han colocado en un busto del César. Tras hacerlo, se encuentra con un soldado romano que se lo lleva, para ulteriormente enterarnos que ambos discrepantes han sido eliminados.

El nudo principal tanto de la obra teatral como del film pivota sobre las dos caras de una moneda: la ambición de Julio César por un lado y la envidia y resentimiento de Casio por otro. La primera de las circunstancias se expone de una forma muy curiosa, puesto que no se representa directamente al espectador, sino a través de la narración de un acontecimiento que efectúa un tercer personaje. Dos de los protagonistas del drama, Casio y Bruto, conversan en una plaza cuando oyen “clarines y aclamaciones” procedentes del anfiteatro. El espectador ignora qué ocurre hasta que uno de los asistentes al evento, Casca, lo expone a los otros dos personajes:

“Fue pura farsa. Vi a Marco Antonio ofrecerle una corona -aunque no era tampoco una corona, sino una de esas guirnaldas, y, como os decía, la apartó una vez; pero, a pesar de todo, pienso que le habría gustado tenerla. Entonces, se la ofreció otra vez; nuevamente la rechazó; pero tengo para mi que se le hizo muy pesado retirar de ella los dedos. Y luego se la ofreció por tercera vez; por tercera vez la alejó de sí. Y mientras de este modo la rehusaba, la chusma vitoreó y aplaudió con sus callosas manos, echando por alto sus gorros mugrientos y exhalando tal cantidad de aliento pestífero porque César había desdeñado la corona, que medio lo asfixiaron, pues se desmayó y rodó por el suelo”

Este hecho revela dos cuestiones que son dignas de reflexión. En primer lugar, la, en efecto, teatralidad de César, quien rechaza poseer un título formal (el de “rey”, debido al odio que la población romana tenía hacia los monarcas) pese a que materialmente goza de todos sus atributos y funciones, pero que desea efectuar una representación para simular desprendimiento o desinterés. En segundo lugar, la peculiar visión negativa que del pueblo tiene quien, en breves momentos, va a integrarse en una conspiración para terminar con la vida de César, precisamente en nombre del pueblo y sus libertades, oprimidas por el dictador. Dos hipocresías, pues, la del titular del poder y la de quien se le opone.

A partir de ahí, todo va a conducir al asesinato del general romano, hecho al que van a contribuir tanto la decisión de los conspiradores como la soberbia de César. Éste llega a afirmar, ante los negros augurios que se ciernen sobre su persona: “¡Los cobardes mueren varias veces antes de expirar! ¿El valiente nunca saborea la muerte sino sólo una vez!”. Y cuando, pese a todos los avisos (el augur que le advierte contra los idus de marzo, los sueños proféticos de su esposa Calpurnia), César decide acudir al Senado, el espectador sabe que el fatum se ha cernido sobre el celebre miembro de la gens Julia. Es en estos momentos previos cuando el bardo de Avon nos ofrece una visión muy antipática y soberbia de César:

“¡Podría ablandarme si fuera como vosotros! Si pudiera rebajarme a suplicar, los ruegos me conmoverían; pero soy constante como la estrella polar, que por su fijeza e inmovilidad no tiene semejanza con ninguna otra del firmamento”

 

César se considera, pues, literalmente una “estrella” y situado muy por encima de los mortales. Es justo en ese momento cuando Casca, el mismo que se había burlado tanto de César como del populacho, alza su puñal al grito de “hablen mis manos por mi”. Y la acción que un hombre solo no se atreve a realizar, la efectúa sin remordimientos cuando actúa en grupo y su responsabilidad tiende a diluirse en el colectivo. Todos clavan sus puñales en Julio César quien, en esos momentos, se redime cuando al ver que Bruto también está entre sus agresores, pronuncia el célebre: “Et tu, brute? Entonces muere, César”. Aunque la frase parece ser que no se encuentra en las fuentes clásicas, sí es cierto que éstas recogen que, tras apuñalarle bruto, César se cubrió la cara con su toga, dando a entender que aceptaba su final.

Primera parte del drama: asesinato del dictador en nombre de la libertad por conspiradores como Casio y Casca que despreciaban al pueblo. Segundo acto del drama: los célebres discursos de Bruto y Marco Antonio y la volubilidad de la masa amorfa. Bruto, que se había opuesto noblemente a verter otra sangre que la de César, habla noblemente para justificar su acción, e incluso permite que Marco Antonio pronuncie un elogio fúnebre del caído general romano. El mismo público que había vitoreado a Bruto, que había manifestado “erijámosle una estatua como a sus antepasados” e incluso “nombrémosle césar” y que acogen torvamente a Marco Antonio al decir: “lo mejor sería que no hablase aquí mal de Bruto”, muta su criterio y da un giro de ciento ochenta grados tras el célebre discurso que el amigo de César pronuncia, aderezándolo con la famosa coletilla: “Pero Bruto ha dicho que no. Y Bruto es un hombre honrado”. Y el pueblo, manejado por unos y por otros, se lanza a una nueva guerra civil, la que enfrenta a los herederos tanto personales como políticos de César (Octavio y Marco Antonio) con sus asesinos (Casio y Bruto).

El resultado es consabido, pues incluso es profetizado en la obra a Bruto nada menos que por el espíritu de César. Pero entre todo el lodazal de ambición política, envidias, resentimientos y bajas pasiones, también hay lugar para la nobleza. La que representa Marco Bruto, a quien en el film el rostro de James Mason otorga un plus. Bruto jamás tuvo ambiciones, y su aspiración única fue lograr la felicidad de un pueblo al que su nombre estaba íntimamente ligado, pues había sido precisamente un antepasado suyo quien había librado a la ciudad del último de los reyes Tarquinos y dado paso a la República. Y nada menos que al final de la obra, cuando los restos inertes del conspirador yacen en una tienda, es nada menos que su rival, Marco Antonio, quien efectúa un sentido reconocimiento a la figura de su rival:

“¡Éste es el más noble de todos los romanos! ¡Todos los conspiradores, menos el, obraron por envidia al gran César! ¡Sólo él, al unirse a ellos, fue guiado por un honrado pensamiento patriótico y en interés del bien público! Su vida fue pura, y los elementos que la constituían se compaginaron de tal modo, que la Naturaleza, irguiéndose, podría decir al mundo entero: “Éste era un hombre”

Entre lo luctuoso y lo trágico de los acontecimientos, Shakespeare se permite introducir alguna reflexión divertida sobre la naturaleza de los hombres, como la que pronuncia César a la salida del anfiteatro:

«Rodéame de hombres gruesos, de hombres de cara lustrosa y tales que de noche duerman bien. He ahí a Casio, con su figura extenuada y hambrienta. ¡Piensa demasiado! ¿Semejantes hombres son peligrosos»

He aquí el trailer oficial de la película, cuyo visionado recomendamos encarecidamente a todos los lectores para distraerse un poco en esta etapa de reclusión menor. Dos horas de cine clásico en estado puro que sin duda alguna plantearán reflexiones e interrogantes que trascienden a la época romana y gozan de rabiosa actualidad.

RECORDANDO A KIRK DOUGLAS CON UNA FRASE DE «ESPARTACO» QUE REFLEJA LA SITUACIÓN DE LA POLÍTICA ACTUAL.

El pasado miércoles día 5 de febrero de 2019 se apagó definitivamente el resplandor de una de las últimas estrellas del Hollywood clásico, el gran Kirk Douglas. No digo “la última” porque, hasta donde tengo conocimiento, permanece viva otra de las grandes leyendas del celuloide, Olivia de Havilland, que pese a contar a sus espaldas con ciento tres primaveras, a la vista de las fotografías más recientes uno piensa que tan sólo cuenta con poco más de ochenta. Algo que no ocurría con Douglas a quien, ciertamente, los años no respetaron tanto como a su otra colega de profesión.

El listado de obras maestras protagonizadas por “el hijo del trapero” (título de su libro de memorias) es inmensa. En estos días los noticiarios han recordado Senderos de Gloria y Espartaco (sus dos trabajos a las órdenes de Stanley Kubrick) así como Duelo de titanes, el célebre western de John Sturges que protagonizaba junto a su gran amigo Burt Lancaster. Pero se han olvidado de otras grandes interpretaciones, como El gran carnaval (quizá porque los medios de comunicación se vieron ferozmente retratados en el personaje que encarnaba, un periodista totalmente falto de escrúpulos que se aprovecha de una tragedia ajena en su beneficio profesional), Retorno al pasado (donde competía con un estupendo Robert Mitchum), Ulises (adaptación de la Odisea, donde coincidía con Anthony Quinn), Los vikingos (donde compartía protagonismo con Tony Curtis) o la curiosísima El último atardecer, western crepuscular con una interesante revelación final (sorprendente para la época en la que se rodó) y donde el duelo final entre Kirk Douglas y Rock Hudson fue tenido muy en cuenta por Sergio Leone para rodar el que protagonizaron Charles Bronson y Henry Fonda en Hasta que llegó su hora. Por no olvidar su divertidísimo cameo en el film Oscar, quita las manos, donde interpretaba nada menos que al padre del gangster Angelo “snaps” Provolone (Sylvester Stallone).

He de confesar que, si he de escoger una de las interpretaciones de Kirk Douglas, me quedo con una quizá no tan conocida para el gran público: la del productor Jonathan Shields en Cautivos del mal, un amargo autorretrato del séptimo arte. La escena inicial es absolutamente impagable: Shields asiste al concurridísimo funeral de su progenitor, y al finalizar los oficios, según la concurrencia abandona el responso, Shields va entregando un billete a cada uno de ellos, que no eran conocidos del finado, sino extras del estudio a quienes se contrató para la ocasión. Ello unido al reparto de lujo (en el que descollaban Walter Pidgeon, Lana Turner, Ricardo Montalbán, Gloria Graham y Dick Powell) junto a la dirección de Vicente Minelli hacen de esta película una autentica joya de obligada visión para cualquier aficionado al séptimo arte.

En todo caso, es innegable que la imagen de Kirk Douglas estará siempre ligada al célebre esclavo que lideró una rebelión contra Roma en los años postreros de una República agotada por las guerras internas y que apenas acababa de reponerse de la dictadura de Lucio Cornelio Sila. La cinta, de la que Kirk Douglas no sólo era intérprete, sino productor, adaptaba a la gran pantalla la novela de Howard Fast, aunque con algunas modificaciones de calado, entre ellas el final, que aun cuando universalmente conocido no revelaremos por si alguien aún no lo ha visto. A la hora de elaborar el guión, Dalton Trumbo, personaje que por sus simpatías comunistas había sufrido en carne propia el veto que siguió a la “caza de brujas” auspiciada por el senador MacCarthy, ajustó cuentas con éste. Aprovechando la lucha entre patricios y plebeyos, que personifica en Marco Licinio Craso (un gigantesco Laurence Olivier) y Graco (genial Charles Laughton, en la que sería su penúltima aparición en la gran pantalla) Trumbo se permite otorgar inequívocamente a Craso rasgos de MacCarthy, entre ellos una referencia expresa a “listas” de simpatizantes populistas.

Ahora bien, aun cuando su antipatía por Craso es manifiesta y su opción por Graco evidente, tampoco deja de manifestar ciertas reservas ante el comportamiento de éste. Existen dos frases que revelan la fina línea que separa la apelación a pueblo del simple populismo demagógico.

La primera es un aserto manifestado ante el pleno del Senado y en el que justifica la corrupción en nombre de la democracia: “Toleraría sin problemas cierta corrupción en una república donde las libertades estén garantizadas”, lo cual no deja de ser algo autojustificativo, pues en los minutos finales de la película, cuando Graco demuestra su dignidad y altura, viene a reconocer implícitamente su pasado corrupto en una línea que pasa desapercibida. En todo caso, lo que revela es que siempre existen personas que en nombre de la democracia y la libertad justifican actitudes y hechos deleznables, en este caso, la corrupción.

La segunda frase de Graco no se pronuncia en público, sino en medio de un baño en las termas romanas y en el seno de una conversación con su discípulo Cayo Julio César. En el Senado se había planteado la posibilidad de dejar escapar a los esclavos, algo a lo que César se había opuesto por el ejemplo que ello supondría para los que aún permaneciesen en Italia. Al encontrar a Graco en las termas, éste le revela que ha negociado con los piratas cilicios para que éstos pongan sus naves a disposición de los esclavos rebeldes a fin de permitirles escapar; mas no por motivos altruistas, o por un análisis político de calado, sino porque con esa medida debilitaría a su rival Craso, que deseaba abiertamente el enfrentamiento. Ante un atónito César, el senador Graco pronuncia una frase que sin duda alguna ha cobrado rabiosa actualidad en el mundo del siglo XXI:

“No te escandalices. La política es una profesión práctica. Si un criminal tiene lo que quieres, debes negociar con el.”

Toda una declaración de principios.

En fin, para finalizar esta evocación a uno de los grandes actores del Hollywood dorado, y puesto que estamos a escasas horas de la ceremonia de entrega de los Oscar, optamos por reproducir este divertidísimo número que Kirk Douglas protagonizó junto con su colega y amigo Burt Lancaster en la ceremonia del año 1958, y donde ambos expresaban su alegría por no estar nominados entonando la canción: “It´s great not to be nominated”. Que lo disfruten.