A las 12 horas del día 4 de marzo de 1933, Franklin Delano Roosevelt tomó posesión de su cargo, convirtiéndose así en el trigésimo segundo presidente de los Estados Unidos. Lo hacía en una coyuntura económica muy delicada, con el país inmerso en las secuelas que había dejado el colapso económico de 1929 y con grandes sectores del país hundidas en la miseria. Ante ello, era no sólo lógico, sino indiscutible que la situación exigía la adopción de medidas no sólo paliativas, sino curativas. El problema no radicaba en la necesidad de actuación, sino en la ideología subyacente en la persona que ocupaba la Casa Blanca en cuanto al modo de actuar. Robert H. Jackson, colaborador y persona cercana a Roosevelt, de quien sería attorney general e incluso accedería al puesto de juez del Tribunal Supremo de los Estados Unidos a instancias de dicho mandatario, lo expresó en términos muy claro:
“El presidente poseía la tendencia a pensar en términos de bien y mal, en lugar de legal o ilegal. Al pensar que sus motivos siempre eran los correctos para lograr los objetivos, encontraba difícil concebir que podían existir límites legales para ello.”
La consecuencia no era otra que: “Si era necesario, era correcto. Si era correcto, era legal. Por tanto, sus actuaciones eran acordes con la Constitución.”
Una reveladora anécdota que vale por todo un tratado explicita el modo de actuar de Roosevelt. Cuando el mandatario demócrata informó a un grupo de senadores su intención de devaluar el dólar y preguntándoles acerca de la licitud de la medida, Thomas Gore (abuelo del célebre ensayista Gore Vidal) senador por Oklahoma, le ilustró con un ejemplo que explicitaba las verdaderas relaciones existentes entre el poder y el derecho:
“Señor presidente. Puede usted salir a la calle, golpear y derribar a un anciano, arrastrarlo a la Casa Blanca y desnudarlo. Podéis incluso vender las ropas que le habéis quitado. Sería tan legal como lo que pretendéis hacer. Pero ese no es el problema. Podéis hacerlo igualmente.”
En definitiva, para Thomas Gore (y, ulteriormente, para Franklin Roosevelt) el problema no radica en si una actuación es legal o no, sino si el ejecutivo puede llevarla a la práctica. De ahí que, pese a ser jurista de profesión (aunque no excesivamente brillante), Roosevelt no pudiese concebir que se pusiesen obstáculos legales a sus actuaciones. Por ello, cuando la National Industrial Recovery Act (que entró en vigor el 13 de junio de 1933) fue impugnada judicialmente, Roosevelt no digiriese que el 27 de mayo de 1935 el Tribunal Supremo en el caso A.L.A. Schechter Poultry Corp v. United States declarase inconstitucional la normativa al considerar que la misma vulneraba la Constitución. Y, pese a la división interna existente en esos momentos, la sentencia se adoptó por unanimidad, con el voto favorable incluso de magistrados cuya simpatía hacia Roosevelt y sus iniciativas estaba fuera de toda duda. Y es que el alto tribunal consideró que el texto de la ley (que facultaba al ejecutivo a aprobar normativa reglamentaria para cada sector de la industria con la particularidad de que esa normativa emanada del ejecutivo tendría la fuerza de ley) conculcaba el texto constitucional.
Los anteriores datos los tomo de las páginas 42, 44 y 45 de la magnífica crónica de Jeff Shehol Supreme Power, Franklin Roosevelt v. the Supreme Court (W.W. Northon Company, 2010).
Franklin Roosevelt, por tanto, no hacía más que dar un paso más que uno de sus predecesores en el cargo, el no menos célebre Theodore Roosevelt, una de cuyas antológicas frases era: “Speak softly, but carry a big stick” (Habla suavemente, pero llevando un buen garrote).
No hace falta cruzar un océano y retroceder en el tiempo para encontrar concepciones similares acerca del poder y el derecho. En cierta ocasión, la regidora de una populosa ciudad norteña, al ser informada de que cierta actuación que pretendía llevar a cabo no era ajustada a Derecho, sorprendió a los presentes con un principio similar al enunciado por Thomas Gore: “Bueno, pero aparte de ser ilegal ¿hay algún problema para hacerlo?”. Y no faltan ejemplos mucho más recientes donde las autoridades consideraron que el fin justificaba los medios, aunque ello implicase conculcar normativa legal e incluso constitucional cercenando derechos fundamentales, tan sólo porque aparentemente la bondad de las intenciones y lo legítimo de la finalidad purificaba a la actuación llevada a cabo de todo óbice de ilegalidad.
Lo paradójico es que el poder tan sólo utiliza esta tesis maquiavélica cuando es el sujeto activo o el beneficiario último de las actuaciones llevadas a cabo, pues si son otros entes públicos o privados quienes pretenden aplicar dicha tesis, entonces se vuelve al clásico principio del estado de derecho como gobierno de leyes, y no de hombres.
En la magnífica serie estadounidense Blue Bloods podemos encontrar varios ejemplos típicos donde se ilustran diferentes puntos de vista acerca de las relaciones entre el poder y el derecho. En la citada serie se narra el devenir cotidiano y las peripecias de la familia Regan, vinculada desde tiempo inmemorial al cuerpo de la Policía de Nueva York, pero cuyos miembros tiene una visión distinta del actuar. El abuelo, Henry Regan (que había sido el Jefe de Policía de Nueva York en los años ochenta del siglo XX, donde había culminado una carrera que había iniciado de joven patrullando las calles) tenía lógicamente la mentalidad típica de los años sesenta, donde lo prioritario era la eficacia policial. Su hijo Frank, actual jefe de la policía neoyorkina (donde ha llegado, como su padre, tras empezar como simple agente patrullero y ascender progresivamente) cuenta con una visión más moderna y trata de aunar eficacia con respeto a las libertades, debiendo en ocasiones utilizar la mano izquierda en sus enfrentamientos con los políticos. Los tres hijos de Frank tienen visiones muy contrapuestas, dado que el mayor, el inspector Danny Regan hereda la visión de su abuelo (eficacia en la acción policial ligada a la justicia material) mientras que el menor el sargento Jamie Regan, es mucho más legalista y prima el Derecho sobre la acción. Erin Regan, la hermana mayor de Danny y Jamie, es la única integrante de la familia que no es miembro de las fuerzas del orden, sino que trabaja en la fiscalía, por lo que su visión es estrictamente jurídica.
Pues bien, en el primero de los episodios, la policía logra capturar a un individuo que tenía secuestrada a una menor de edad con problemas de diabetes y que, por tanto, su vida corría peligro si no se le suministraba la medicación en un plazo breve de tiempo. El detenido había reconocido el secuestro, pero se negaba a facilitar a la policía la ubicación de la menor. El inspector Danny Regan actuó como lo hubiera hecho su abuelo: cogió al delincuente por el cuello y le metió en varias ocasiones la cabeza en el inodoro hasta que, finalmente, terminó confesando, por lo que la policía terminó encontrando a la menor justo cuando parecía que sus posibilidades de sobrevivir se habían esfumado. Cuando toda la familia, reunida alrededor de la mesa familiar (cada uno de los episodios tienen una escena donde todos los miembros de la familia se reúnen para almorzar los domingos) surge como tema de conversación la peculiar actuación del inspector, cuando la fiscal reprocha a su hermano el modo de proceder diciendo que, por muy loables y bienintencionados que fuesen sus actos, podían traer consecuencias, el abuelo Henry, al ser informado del motivo de la discordia, lo zanjó como lo hubiesen hecho en los viejos tiempos: “Ah, ¿Es eso? Pensé que era algo más grave”
¿Fue la actuación del inspector Regan acorde a Derecho? Aplicando estrictamente la normativa es claro que no. Pero aplicando los principios jurídicos rooseveltianos, la respuesta sería diametralmente la contraria. Porque, recuérdese: “Si es necesario, es correcto. Y si es correcto, es legal”.