El pasado domingo día 9 de octubre de 2022, Carlos Lesmes hacía pública su dimisión como presidente del Consejo General del Poder Judicial. Lo que realmente sorprende no es tanto el hecho en sí, sino la forma y el momento de hacerlo: en cuanto al momento, si no con “nocturnidad” stricto sensu, sí que lo ha efectuado en el día festivo por antonomasia; por la forma, dado que no lo ha hecho con una nota o escrito de renuncia oficial, sino en un vídeo dirigido al público en general y con un tono y maneras más propias de un político que de un magistrado.
La verdad es que el proceso de renuncia de Lesmes recuerda la escena del clásico film Esa pareja feliz en la que un cantante, interpretado por el actor José Franco, entonaba, vestido de marinero, un “amigos, amigos, amigos, me voy” mientras el coro le respondía con un divertido pero veraz: “dice que se va, pero no se va”.
Analicemos los motivos que expone como causa de su renuncia:
Primero.- Se refiere al “patente deterioro del Tribunal Supremo y del Consejo General del Poder Judicial, que no puedo evitar” (sic), dando a entender que tiene su origen en la no renovación del Consejo. Ahora bien, yerra el emisor al transmitir ese mensaje, porque el deterioro del denominado por la Constitución “órgano de gobierno de los jueces” no emana de la no renovación, sino que la fuente del desprestigio se encuentra, como en tantas otras ocasiones, en el Tribunal Constitucional. En concreto, en la lamentable Sentencia 108/1986 de 29 de julio, donde el máximo intérprete de la Constitución avaló la constitucionalidad de la Ley Orgánica 6/1985 de 1 de julio, del Poder Judicial, que modificaba la elección de los doce vocales de procedencia judicial pasando a ser elegidos por las dos cámaras legislativas. Como he dejado por escrito en alguna ocasión, el Tribunal Constitucional pretendió lavar su responsabilidad emulando a Casandra y a Pilatos, pues ninguna otra explicación tiene el siguiente párrafo incluido en el fundamento jurídico decimotercero:
“La finalidad de la norma sería así, cabría afirmar de manera resumida, la de asegurar que la composición del Consejo refleje el pluralismo existente en el seno de la sociedad y, muy en especial, en el seno del Poder Judicial. Que esta finalidad se alcanza más fácilmente atribuyendo a los propios Jueces y Magistrados la facultad de elegir a doce de los miembros del CGPJ es cosa que ofrece poca duda; pero ni cabe ignorar el riesgo, también expresado por algunos miembros de las Cortes que aprobaron la Constitución, de que el procedimiento electoral traspase al seno de la Carrera Judicial las divisiones ideológicas existentes en la sociedad (con lo que el efecto conseguido sería distinto del perseguido) ni, sobre todo, puede afirmarse que tal finalidad se vea absolutamente negada al adoptarse otro procedimiento y, en especial, el de atribuir también a las Cortes la facultad de propuesta de los miembros del Consejo procedentes del Cuerpo de Jueces y Magistrados, máxime cuando la Ley adopta ciertas cautelas, como es la de exigir una mayoría calificada de tres quintos en cada Cámara (art. 112.3 LOPJ). Ciertamente, se corre el riesgo de frustrar la finalidad señalada de la Norma constitucional si las Cámaras, a la hora de efectuar sus propuestas, olvidan el objetivo perseguido y, actuando con criterios admisibles en otros terrenos, pero no en éste, atiendan sólo a la división de fuerzas existente en su propio seno y distribuyen los puestos a cubrir entre los distintos partidos, en proporción a la fuerza parlamentaria de éstos. La lógica del Estado de partidos empuja a actuaciones de este género, pero esa misma lógica obliga a mantener al margen de la lucha de partidos ciertos ámbitos de poder y entre ellos, y señaladamente, el Poder Judicial.”
En otras palabras, el Tribunal Constitucional afirma que la “lógica del estado de partidos” apunta a una dirección que, según sus propias palabras “corre el riesgo de frustrar la finalidad” del texto constitucional a la hora de articular el instituto de gobierno de los jueces. Eso sí, como también manifesté por escrito, el máximo intérprete de la Constitución no tuvo el valor, la gallardía y el coraje del que hizo gala la hija de Príamo y Hécuba a la hora de enfrentarse a las consecuencias, algo que el dramaturgo Esquilo nos transmitió en su clásica Agamenón.
Por si esto no fuera ya de por sí prueba suficiente, ofrezco el testimonio de dos juristas emitido, además, con bastante anterioridad a 2018, momento en que se agotó el mandato del actual Consejo. El primero en el tiempo es el de José Eugenio Soriano García, inserto en la página 187 de su estudio El poder, la Administración y los jueces (a propósito de los nombramientos del Consejo General del Poder Judicial), libro publicado en el año 2012:
“El Consejo General del Poder Judicial está en completo descrédito, sea cual sea el baremo, criterio, herramienta o técnica que se utilice para medir dicho estigma. Y no sólo lo indican así expertos externos (Consejo General de la Abogacía, Barómetros de calidad de la Justicia o, por ejemplo, académicos claros como Alejandro Nieto); es que internamente, desde asociaciones como Foro Judicial Independiente, o el manifiesto de los 1500 (jueces) hasta la opinión murmurada de decenas y decenas de los propios jueces, confirman el oprobio y la afrenta con las que se califican las actuaciones de tal órgano, especialmente en lo que hace a los nombramientos […] Su falta de prestigio, su completa política en sustitución del Derecho, falta de independencia profesional en general de sus miembros s al estar ligados a las decisiones políticas..”
El segundo testimonio es el del gran administrativista Alejandro Nieto, quien en la página 198 de su imprescindible Testimonio de un jurista (1930-2017), publicado en el año 2018, y donde se incluye el siguiente ilustrativo párrafo que describe de forma descarnada, pero realista, la situación:
“Los partidos políticos tienen atrapados a los jueces a través del Consejo General del Poder Judicial, que es una de las farsas institucionales más cínicas que conocemos. Porque este organismo, que fue creado para asegurar la intangibilidad de los jueces, se ha convertido en un instrumento de su envilecimiento. Partiendo de un pretendido autogobierno se ha terminado en la manipulación más descarada: aquí no se engaña a nadie, todo se hace a la vista del público. No oculta su sumisión a los partidos políticos como estos no ocultan sus intenciones de dominación. Los nombramientos se hacen para cargos importantes -que es su tarea más delicada- se hacen en una feria al aire libre en cuotas escrupulosamente predeterminadas sin necesidad de esconderse en un callejón. Y luego, a la hora de proceder a la provisión de vacantes, vuelve a abrirse el mercadillo y los feriantes se cambian una presidencia por dos vocalías de Sala, un juzgado de instrucción de la Audiencia Nacional por un par de miembros de Tribunales Superiores y al final todos tan amigos, aunque el regateo haya sido duro y se hayan dejado vacantes durante varios años.”
Por si lo anterior no fuera ya de por sí suficiente, añado un último dato. Uno de los vocales del actual Consejo, al ser elegido para el cargo afirmó, sin el menor tapujo, en una entrevista concedida a un medio de comunicación escrito, que ello se debía a que era “un político honrado” (sic). Sin cuestionar en modo alguno la veracidad de la afirmación, lo cierto es que atribuía su acceso al órgano de gobierno de los jueces no a su condición de jurista, sino de político. Era la prueba de cargo definitiva para acreditar que el “humo de la política” se había no ya infiltrado en el Consejo, sino desparramado por las ventanas hacia el exterior.
Segundo.- Continúa el dimisionario afirmando que su presencia “al frente de dichas instituciones carece ya de utilidad”. El interrogante que surge es inmediato, puesto que cabría plantearse de forma inmediata si su presencia en algún momento llegó a ser de utilidad.
Personalmente, la sensación que tengo es que el señor Lesmes siempre que surgía un problema trataba de situarse de perfil y de forma constante, al llegar el momento decisivo optaba por sacar bandera blanca y arriar la toga, con el subsiguiente deterioro a la imagen de la Justicia, ya de por sí debilitada por culpa de su élite rectora.
Pongo tan sólo un ejemplo. Cuando en septiembre de 2020 el Gobierno vetó la presencia del monarca en la entrega de despachos judiciales que tendría lugar en Barcelona, una persona con arrestos hubiera suspendido el acto (pues si el ejecutivo no podía garantizar la seguridad del Jefe del Estado, mal iba a garantizar la de los jueces) o, en su defecto, y dado que se trataba de un acto que afectaba en exclusiva al Poder Judicial, lo hubiese celebrado en Madrid en la sede del Consejo y evitando la presencia de toda persona ajena al poder judicial. ¿En qué consistió la “utilidad” del señor Lesmes? En arriar una vez más la enseña de la independencia judicial y plegarse a lo que mande el ejecutivo y limitarse en su discurso a entonar pías admoniciones a modo de plañidera que al titular de la cartera de Justicia, presente en el acto, debió proporcionarle la misma sensación que la picadura de un mosquito.
Tercero.- Afirma que continuar en el cargo tan sólo serviría para convertirle en “cómplice” de una situación que “aborrece y que es inaceptable”, siendo ello contrario a su “conciencia profesional”. Bien, aceptemos el argumentario. Ahora bien, esa situación que “aborrece” y que considera “inaceptable” se viene prolongando durante los últimos cuatro años, lo cual hasta al español medio lego en Derecho le lleva a preguntarse si la conciencia profesional del señor Lesmes estuvo en hibernación durante todo este periodo.
Cuarto.- Continúa manifestando que adopta esa decisión por “respeto a la dignidad de las instituciones” que preside y “por respeto también a los jueces españoles que esperan que quien les representa no permanezca impasible ante una situación que compromete el prestigio y funcionamiento de la justicia entera.”
Sobre la “dignidad” de la institución que preside ya me he referido en el primer punto, bastando tan sólo recordar que ya había descendido a niveles subterráneos mucho antes de este penoso asunto.
Pero es mucho más grave la referencia a los “jueces españoles”. Porque, en efecto, la inmensa mayoría de los más de ocho mil jueces que pueblan el estamento judicial español son profesionales dignos, trabajadores y honestos, que con escasos medios y, lo que es más importante, con escaso apoyo de la institución que el señor Lesmes presidió hasta anteayer, sacan adelante como pueden (en ocasiones con más voluntad que medios) su trabajo. Y, si algo compromete el prestigio y dignidad de esa inmensa mayoría de jueces es que un porcentaje no muy alto pero sí significativo de sus miembros que integran lo que Alejandro Nieto denomina “alta magistratura” son, en realidad, políticos con toga y, además, no ocultan en nada tal circunstancia. No se trata sólo de jueces de ida y vuelta a la política, sino a magistrados que lucen la toga con una indisimulada vocación política, algo que desprestigia mucho más la institución que el hecho de no renovar el Consejo.
Recuerdo aquí un acontecimiento que me sorprendió. Cuando el año pasado leí el libro One vote away, escrito por el abogado y senador norteamericano Ted Cruz, me sorprendió encontrar en la página XX de la introducción los siguientes párrafos:
“[Trump] Me preguntó si me interesaría un puesto en el Tribunal Supremo en caso de producirse una vacante. Tras una breve pausa, le dije que no, no lo deseaba. Insistió en el asunto al igual que hizo su equipo durante la tarde. Pero les respondí que no, no deseaba incorporarme al Tribunal.
Esto puede causar sorpresa. Pero no era la primera vez que rechacé entrar en la judicatura. Cuando hace una década fui Solicitor General en Texas, la administración Bush me sondeó para ver si estaba interesado en ser juez del Tribunal de Apelaciones del Quinto Circuito Judicial. Les dije que me honraba su interés, pero no deseaba ser juez.
Aunque tengo a los jueces en la más alta estima, hay una razón por la que no deseo ser juez: los jueces deben mantenerse alejados de la política y de las luchas de esa naturaleza. Si fuera juez, es exactamente lo que haría: aplicar la ley, fuese cual fuese.
Pero no deseo alejarme de la política y de sus luchas. Deseo estar en ellas. Deseo luchar por menos impuestos y regulaciones, por más trabajos, por el crecimiento económico, por la libertad individual y por una fuerte defensa nacional. Y en nuestro sistema constitucional, el Senado es el lugar adecuado para hacerlo. Me importan profundamente los jueces en activo, y he participado activamente en cientos de procesos de nominación y confirmación, pero no deseo ser uno de ellos.”
Es un hecho incuestionable e indiscutible que el Consejo General del Poder Judicial no es más que un campo de batalla más entre formaciones políticas, evidenciando así su fracaso y aseverando el célebre y divertido aserto según el cual “CGPJ, cuatro siglas, cuatro mentiras”.
Quizá lo más honesto fuese no modificar el sistema de elección que actualmente se recoge en la Ley Orgánica del Poder Judicial, sino reformar el artículo 122 de la Constitución para suprimir un órgano que no ha cumplido en modo alguno su finalidad, y sustituirlo por un órgano puramente técnico, integrado por jueces y elegido por jueces. Quienes se oponen a ese sistema utilizan el argumentario que el actual Fiscal General del Estado vertió el pasado día 2 de octubre de 2022 en un medio de comunicación que abría una entrevista con dicho cargo con el siguiente titular: “La justicia no pertenece a los jueces, emana del pueblo”. Es cierto, pero también la ley de Lynch o los “tribunales populares” emanan del pueblo de forma directa, y sin que en ambos supuestos sean necesarios, además, fiscales. No obstante, para ser coherente con tal principio, lo lógico sería abogar por el sistema de elección popular de jueces, práctica ésta que continúa vigente en algunos estados norteamericanos aunque se trata de una práctica en retroceso.
En definitiva, que desde esta bitácora se desea lo mejor en lo personal y profesional al señor Lesmes, pero los motivos expuestos en su renuncia no resultan convincentes. Como, dicho sea con todos los respetos, tampoco considero que su presencia haya sido verdaderamente «util» para la magistratura a la que teóricamente representaba.