Bohemios. La palabra evoca en el oyente un momento y un lugar muy concreto. El momento, mediados del siglo XIX. La ciudad, París. Con nuestra imaginación sobrevolamos los tejados de un París cubierto por la nieve. En uno de los edificios, oteando por un tragaluz, contemplamos una pequeña buhardilla. El lugar está desnudo de muebles, con tan sólo un pequeño jergón a modo de lecho, una mesa que vio mejores momentos y un par de sillas. Hay un hombre en ese lugar. Ese hombre es un artista (¿un músico, un poeta?) que traslada al papel lo que sin duda cree será su obra cumbre. La indumentaria y el físico del personaje evidencian que los pocos ingresos que debe poseer los dedica a obtener suministro de materiales donde plasmar sus creaciones, sacrificando el estómago en beneficio de la creación. De fondo puede escucharse la voz de un tenor (no hay duda, es el inolvidable Franco Corelli) interpretando Che gelida manina. Esta es, sin duda, la imagen romántica, anclada en las Escenas de la vida bohemia de Henri Murger, obra que a su vez inspiró la célebre ópera de Puccini: artistas que malviven con escasos recursos y los pocos medios que logran obtener los dedican a obtener papel, pluma y tinta y a frecuentar los cafés donde ocasionalmente hacen acto de presencia figuras de primerísima fila en el arte y la literatura.
No sólo París tuvo ese ambiente bohemio, pues en Madrid también se dio esa clase de vida. No debe acudirse a la visión esperpéntica que Valle-Inclán ofreció en su celebérrima Luces de Bohemia, sino a la más realista (entre nostálgica y cruda) que dieron asiduos de ese ambiente, como Pío Baroja o Azorín. Una época y un momento en que durante largos periodos de tiempo apenas tenían qué llevarse a la boca. También en este caso quienes frecuentaban ambientes bohemios residían en viviendas muy humildes tan perfectamente descritas por Mesonero Romanos o Pérez Galdós (más generoso el primero, más realista el segundo). También hay música de fondo, mas no de Puccini. Nuestros oídos perciben la voz de otro tenor (a quien identificamos al instante: Carlo del Monte) afrontar la parte final de la zarzuela del maestro Amadeo Vives, aquélla donde el personaje de Rodolfo muestra su optimismo tras la refacción: “¡Qué alegre es el cielo!¡Qué hermoso es el mundo! ¡Qué bella es la vida, después de cenar! […] La vida es un encanto si siempre fuera así.”
No es tan conocida la bohemia austrogermana, pese a estar geográficamente ubicada justo en el territorio que lleva su nombre. Pues bien, en su recentísimo libro, significativamente titulado Bohemios que hablaban alemán (Funambulista, 2023), Francisco Sosa Wagner abre el telón para mostrarnos escenas de esa vida bohemia austro-alemana. Profundo conocedor de la cultura germana (que engloba la austríaca), nadie más apropiado que Sosa Wagner para acometer la tarea de transmitir al lector no familiarizado con esa cultura a las escenas del mundo bohemio germanoparlante. Y es que, a sus profundos conocimientos de esa órbita cultural, Francisco Sosa Wagner añade siempre un estilo literario impecable y un profundo sentido del humor que salpimenta toda su obra; sentido del humor que se manifiesta ya en la simpática imagen que ilustra el interior de la cubierta: la fotografía (tomada por Mercedes Fuertes) donde un sonriente Sosa Wagner aparece retratado junto a la estatua de Peter Altenberg sita en el café central de Viena.
Para acercarnos a la bohemia germana, Sosa Wagner se vale de un recurso que ya ha utilizado otras veces (me viene de forma inmediata a la memoria su imprescindible semblanza biográfica de Posada Herrera), y es el de los recuerdos de un personaje de la época que lo narre en primera persona.
Bohemios que hablaban alemán es, en realidad, un largo flashback en dos actos y un epílogo narrado a través de los recuerdos de un personaje cuya presentación en cierto modo nos evoca aquélla escena de esa obra maestra del séptimo arte The Sound of Music donde el capitán Von Trapp afea al gaulaiter Herr Zeller el tener conocimiento de un telegrama antes que el destinatario: “Eso no sucede en Austria. Bueno, al menos en la Austria que yo conozco.”
Viena, marzo de 1938. Desde el salón de su residencia, ubicada a escasos metros de la plaza de los Héroes, Volker Schulze, un austríaco que se mueve entre la madurez y la senectud, escucha las soflamas de Adolf Hitler proclamando el Anchluss. Esa cruda realidad, la absorción de Austria ya diluida en la Gran Alemania, evoca en Schulze su juventud y los contactos con la bohemia en Munich a principios de siglo. A partir de ahí, la pluma de Sosa nos va a llevar de la mano por todo un mundo ya desaparecido, ese Mundo de ayer evocado en tonos nostálgicos por el gran Stefan Zweig en una visión que el propio Schulze comparte, pues en la página 198 del libro podemos encontrar esta afirmación: “La Viena que yo conocí antes de marcharme a Munich era una Viena tranquila, con una sociedad envarada si se quiere, muy jerárquica e hipócrita -como, al cabo, son todas las sociedades-, pero viva intelectualmente y muy mimada por el emperador”.
Primer Acto. Lugar: Munich; periodo: primera década del siglo XX.
Nos encontramos en plena monarquía Guillermina, en aparente calma, pese a que curiosamente se otean ya los negros nubarrones del conflicto bélico que, aun cuando se llevaba gestando casi medio siglo, estallará poco después. Volker Schulze es un joven que acaba de obtener brillantemente el título de herr Doktor pero que no desea para nada gestionar los asuntos jurídicos del negocio familiar. Una sustanciosa herencia de su tío materno Tobías (que se había enriquecido con el comercio de pinturas) le permitió evitar tener que dedicarse al ejercicio de una profesión y tomarse la vida con más tranquilidad y emular a los personajes del clásico de Frank Capra You cant take it with you: hacer lo que le gusta sin preocuparse nada del vil metal. Y nada deseaba más Schulze que una temporada sabática para frecuentar los ambientes bohemios de Alemania. Ni corto ni perezoso, decide viajar a Munich, en concreto al barrio de Schwabing, “antes un concepto cultural que un trozo de ciudad” y donde “se hacía la revolución, no como más tarde se haría, sino como un juego, como burla destructora, reivindicativa, maldicente y blasfematoria, como banalidad o sorpresa intelectual.” A través de las vivencias del protagonista, Francisco Sosa nos acompaña por calles, plazas, cafés, nos describe pormenorizadamente paisaje y paisanaje, sin ocultar los escarceos amatorios del protagonista. Destaco de este primer acto que Francisco Sosa se aventure, por boca del ficticio periodista belga Moreau (¿fue consciente o inconsciente que haya elegido el mismo apellido que el personaje principal de Scaramouche, que también se mueve por el submundo parisino en vísperas de una revolución que cambiará el mundo?) nada menos que a ofrecer una definición de la bohemia, aunque el autor manifieste tirando de ironía ser una definición “bohemia” por poco precisa:
“El bohemio es quien no se deja atar por convenciones ni tampoco se somete a las normas morales o a la idea del orden público dominantes. Abomina del juste milieu, lo que le lleva hacia los extremos. Se contrapone al burgués, que es el amante del trabajo ordenado, de la familia, del ahorro. Aunque, como por algún sitio he leído, el bohemio es un invento burgués: bohemio y burgués se complementan en el fondo como el perro y las pulgas. El bohemio vive según su gusto y hace solo aquello para lo que le llama su vocación. Yo diría que el impulso hacia la libertad para romper vínculos sociales y la búsqueda de formas de vida distintas, enfrentándose a las ataduras vigentes, también en el amor o en las relaciones de pareja, son las características esenciales del bohemio […] No son necesariamente [pobres]. Muchos viven incluso del patrimonio familiar, aunque la ortodoxia bohemia reclama poco apego al dinero, de suerte que cuando lo tienen, por ejemplo, por recibir una herencia, lo correcto es derrocharlo insensatamente. Amasarlo es una traición.”
Definición que, por cierto, se ajusta como un guante a la vida de Karl Marx, quien al igual que Schulze, fue un herr Doktor que nunca ejerció como tal aunque, a diferencia de éste, llevó una vida de apuros por su incapacidad para obtener un trabajo estable y andaba siempre esperando como agua de mayo que su esposa, la aristócrata Jenny von Westphalen, recibiese la herencia de un familiar. Cuenta Francis Wheen en su biografía de Marx que éste llegó a referirse como “frustraherencias” a un longevo familiar de su esposa que le privaba de un sustancioso caudal al negarse a pasar a mejor vida.
Por estas páginas desfilan artistas de la más diversa índole: literatos, arquitectos, pintores, juristas; en definitiva, representantes de todas las ramas del arte, que Sosa Wagner, valiéndose de Schulze, nos retrata con su maestría habitual. E incluso, a título de curiosidad, hace una fugaz aparición por referencia el creador de unas sopas que, quienes ya frisamos el medio siglo, permanecen en nuestra memoria por el lema publicitario de los anuncios de dicha marca cuyo nombre comercial debe al apellido de su creador: “Maggi te quiere ayudar.”
Segundo acto. Lugar: Viena; periodo: guerra y entreguerras.
Si el primer acto el protagonista lo vivió en una aparente paz, este segundo lo sobrelleva personalmente en un estado de felicidad (al fin y al cabo, acaba de contraer matrimonio) turbado por los acontecimientos que llevarían al estallido de la Gran Guerra y a liquidación definitiva del venerable imperio de los Habsburgo. Periodo en que el protagonista retoma la actividad jurídica de la mano nada menos que de Hans Kelsen para intentar salvar in extremis la monarquía austríaca.
Hay varias frases que considero harto improbable no hayan sido insertadas en la obra sino teniendo muy presente la realidad española del momento en el que fueron escritas. Cito sólo tres ejemplos. El primero, referido al papel determinante del nacionalismo en el estallido del conflicto bélico: “La Gran Catástrofe, desatada por el magnicidio en julio, tuvo su verdadera causa en el nacionalismo. Sin este fenómeno, letal para los pueblos que quieren vivir en paz, no se puede comprender la carnicería que se desató. Fue el nacionalismo, los nacionalismos los que empujaron a la guerra a unos gobernantes que los habían estado alimentando de forma irresponsable.” (página 149). El segundo, el nefasto papel de los medios de comunicación a la hora de transmitir los hechos a la población: “Para los lectores de los periódicos odiados por Kraus, la guerra discurría, no como acontecía en los campos de batalla, sino como querían sus redactores, inspirados por los propietarios de esas odiosas empresas.” (página 158). El tercero, sobre los agónicos años finales del imperio danubiano: “En las elecciones de 1911 lo llenaron diputados (por encima de quinientos) alemanes, checos, polacos, rutenos, italianos, eslovenos, croatas y rumanos divididos a su vez en radicales, nacionalistas, liberales, socialdemócratas, agrarios….Ninguno de ellos se ocupaba de pensar en el bien del Imperio considerado la casa común, sino que, por el contrario, únicamente centraban sus esfuerzos en conservar sus privilegios u obtener otros nuevos. Así no había manera de avanzar un paso” (página 169). Juzgue por sí mismo el lector si esas afirmaciones, abstraídas del contexto austrohúngaro no serían plenamente aplicables al mundo actual. Ideas que, por cierto, Sosa Wagner ya había desarrollado plenamente hace más de una década en su imprescindible ensayo El estado fragmentado, escrito a la par con su hijo Igor Sosa.
La Gran Guerra finalizó, el imperio de los Habsburgo implosionó y Schulze se encuentra en una Viena que pasa a ser la capital de un reducidísimo territorio interior que transformó su forma de estado en república. El autor pasa la vista a la diferente evolución de la postguerra en Alemania (a través de las cartas de uno de sus conocidos en Schwabing) y en Viena, resueltas de forma mucho más racional en este segundo país. Si una palabra puede resumir este segundo capítulo, esa es “contraste”. Contraste, entre la situación política y social de la anteguerra y de la postguerra, así como entre la evolución política de Alemania y Austria. No deja de ser curioso que el protagonista sea el administrador de la biblioteca del Tribunal Constitucional austríaco. Cabe preguntarse si el agudo jurista que fue Hans Kelsen no habría arrojado al cubo de las inmundicias sus escritos e ideas sobre el Tribunal Constitucional si hubiese tenido la oportunidad de otear el futuro y comprobar el desprestigio progresivo del homónimo español durante todo el siglo XXI, y que alcanza cotas inimaginables en su tercera década.
Si el primer acto lo presidía la despreocupada calma, este segundo lo preside la incertidumbre ante un futuro caracterizado por el declive de las democracias parlamentarias y el auge de los totalitarismos de uno y otro siglo. Tensión que se percibe, a veces de forma implícita y otras de forma más directa en los recuerdos de Schulze. Una tensión que irá creciendo hasta llegar a donde todos sabemos. Y durante esa etapa de incertidumbres, de dudas, de tensiones, aparecen reflexiones sobre literatura, derecho, arquitectura e incluso hay alguna referencia cinematográfica como la alusión a la película El gabinete del doctor Caligari, donde se puede contemplar a un jovencísimo Conrad Veidt (el inolvidable mayor Strasser en Casablanca) en uno de tantos roles tétricos y siniestros que interpretó durante la etapa del cine mudo.
Epílogo que no es.
En unas breves páginas finales, se da a conocer al lector el destino de muchos de los personajes que han hecho acto de aparición en el amplio fresco dramático. Final triste en unos casos, no tanto en otros. No deja de ser curioso que haya cierta melancolía en estas últimas páginas que, además, concluyen de forma abrupta con una noticia que supone un auténtico cliffhanger, quizá porque ello permitirá al lector volver a reencontrarse en el futuro con Volker Schulze. Ojalá.
Para el jurista práctico inmerso diariamente en el manejo de sentencias, autos, decretos, diligencias de ordenación insertos en procesos declarativos, recursos, ejecuciones, monitorios, cambiarios donde uno se ve obligado a manejar directivas, leyes y reglamentos estatales y autonómicos, ordenanzas y bandos, estas páginas suponen un refugio temporal que le permite abstraerse de la realidad cotidiana y volver a un tiempo y a unos lugares que, aun cuando cronológicamente no muy distantes, desde el punto de vista social y tecnológico están a años luz de distancia aunque, lamentablemente, como se ha podido comprobar, muchos de los problemas de hace un siglo permanecen en la actualidad. Da la impresión que nos encontramos ante una especie de eterno retorno, sensación que se aviva, además, si uno acomete la lectura de esta obra justo después 1923. El golpe de estado que cambió la historia de España, el magnífico estudio debido a Roberto Villa García.
En resumen, una magnífica novela donde Francisco Sosa Wagner vuelve a acreditar que, además de un gran jurista, es un magnífico escritor y un excelente contador de historias. Esperemos que en breve regrese al mercado editorial con otra.