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YO, EL DIFAMADO. ¿CABE UNA «DUDA RAZONABLE» RESPECTO AL COMPORTAMIENTO DE FERNANDO VII DURANTE EL PERIODO COMPRENDIDO ENTRE 1807 Y 1814?

Ha caído en mis manos hace apenas tres días el último libro de Luís del Pino, titulado Yo, el difamado, y que lleva un subtítulo que inicialmente llama a la perplejidad: “Fernando VII, autobiografía apócrifa de un buen rey”. Se trata no de una novela histórica, sino más bien de una historia novelada que busca dar una nueva interpretación a episodios históricos bastante conocidos pero analizados a modo de alegato de Fernando VII ejercitando su propia defensa ante el tribunal de la historia, utilizando para ello no sólo bibliografía actualizada, sino sobre todo documentación obrante en los archivos españoles y franceses. Confieso que comencé a leerlo hace dos días y no he podido alzar los ojos de su contenido, por lo que acabo de transitar el ecuador de sus seiscientas cincuenta páginas.

Desde el punto de vista formal, ciertamente ni la idea ni la forma son novedosas, aunque la obra es claramente original si tan sólo analizamos el contenido.

Un ensayo biográfico puede efectuarse de dos maneras: la primera, analítico-científica; la segunda, de forma más o menos novelada. Así, son biografías científicas, por ejemplo, la de Javier Tusell sobre Antonio Maura, la de Pedro Carlos González Cuevas sobre Ramiro de Maeztu o la de Patricio de Blas Zabaleta y Eva de Blas Martín-Merás sobre Julián Besteiro. Pero también puede optarse por un estilo más novelesco sin merma alguna del rigor científico, como por ejemplo la extensa aproximación a la trágica figura de María Antonieta efectuada por Stefan Zweig o la que en su día Emil Ludwig realizó sobre Napoleón. Tampoco son infrecuentes las aproximaciones históricas efectuadas en forma de memorias noveladas, como el magnífico retrato que de José I efectuó José Antonio Vallejo-Nájera en su binomio Yo, el rey y su continuación, Yo, el intruso. Incluso también hay obras donde un personaje controvertido afronta un juicio ante el tribunal de la historia, y ello evoca de forma inmediata el análisis que de otra gran figura muy controvertida efectuó en su día Carlos Rojas en su obra gráficamente titulada Proceso a Godoy, donde varios personajes que en su día tuvieron relación más o menos directa con el Príncipe de la Paz deponían por fases ante un tribunal ultraterreno, contando el acusado con la última palabra en su defensa. Hasta aquí, por tanto, nada nuevo bajo el sol.

Tampoco faltaron intentos de rehabilitar la muy desprestigiada figura del “Deseado”, como lo acreditan los trabajos de Federico Suárez Verdeguer y su escuela, a la que contrapusieron los trabajos de Miguel Artola que culminaron en La España de Fernando VII, voluminoso ensayo cercano a las mil páginas que constituye uno de los tomos de la Historia de España iniciada por Ramón Menéndez Pidal. Es más, en fechas muy recientes, el gran historiador conquense Emilio La Parra (que había dedicado un lucidísimo ensayo biográfico a Manuel Godoy) publicó un voluminoso estudio sobre el controvertido monarca español antaño deseado y trasmutado en felón y a quien, aunque depuraba su figura suprimiendo de la columna del debe algunas imputaciones no del todo acreditadas, no podía menos que concluir que la figura de Fernando VII mantenía en cuanto al juicio que su persona merecía un balance claramente deficitario.

Si toda persona (desde el mero carterista ocasional hasta el más repugnante genocida) tiene garantizado el derecho de defensa, no puede cuestionarse que Fernando VII tiene, desde el punto de vista histórico, ese mismo derecho, es decir, a que se expongan argumentos a favor y en contra y que sea el público quien, a modo de jurado, tome la postura que considere más avalada por las pruebas. Y no es en modo alguno imposible que en determinados casos la historia termine dando un giro, como lo acredita, por ejemplo, el giro no muy radical, pero sí significativo que ha tenido precisamente el gran rival de Fernando VII, Manuel Godoy. El estudio introductorio (ulteriormente publicado como ensayo independiente) que Carlos Seco Serrano antepuso a la edición de las Memorias críticas y apologéticas del Príncipe de la Paz que se publicó en la benemérita Biblioteca de Autores Españoles ya abrió una puerta a limpiar de algunas impurezas la maltrecha figura del duque de Alcudia, senda por la que ulteriormente transitó Emilio La Parra con su ensayo biográfico Manuel Godoy. La aventura del poder, que cuenta de forma nada casual con un prólogo de Carlos Seco Serrano.

Pero regresemos a Yo, el difamado. Conviene precisar que el subtítulo es equívoco, pues según el mismo se trata de la “autobiografía apócrifa” cuando, en realidad, es una “autobiografía” parcial, dado que se detiene de forma nada casual en mayo de 1814, es decir, justo cuando Fernando VII deroga la Constitución de 1812 y reinstaura el absolutismo. Por tanto, la defensa que se efectúa del monarca español no es de todo su reinado, sino de tres momentos puntuales: su posición como Príncipe de Asturias (fundamentalmente en los sucesos del Escorial en octubre de 1807 y en el motín de Aranjuez), las relaciones con Murat y Napoleón en el periodo comprendido entre marzo de 1808 y 1814 y su regreso a España y anulación del texto constitucional gaditano. Nada, pues, sobre la primera etapa absolutista, el trienio liberal y la denominada década ominosa.

Llama la atención cómo Luís del Pino focaliza el análisis de los asuntos de forma muy hábil: transcribe los textos obrantes en los archivos históricos españoles y franceses (aunque en la propia introducción reconoce que moderniza la grafía, altera los tratamientos, elimina la información no relevante y clarifica la redacción de alguna frase en estilo arcaico, aunque siempre respetando el sentido original), los sitúa en el contexto histórico y efectúa un movimiento que, pese a lo evidente, quizá por ello no siempre se tiene en cuenta: la demora en la recepción de cartas y documentos debido al estado de las comunicaciones de la época, de ahí que determinadas epístolas se redactaron sobre la base de información errónea o desconociendo, por ejemplo, la existencia de cartas ya elaboradas pero que aún no se habían recibido.

Es curioso cómo Luís del Pino modifica la imagen que se tiene de algunos personajes, y no sólo de Fernando VII. Así, por ejemplo, se alinea con Seco Serrano y Emilio La Parra al reivindicar la imagen de María Luísa de Parma (negando de forma rotunda que fuese amante de Manuel Godoy), pero el lector se sorprenderá y no poco con el tratamiento que recibe el rey Carlos IV, que lejos de ser el bonachón pelele manejado por su mujer y por Godoy, pasa a tener una personalidad mucho más compleja, hasta el punto de ser él realmente quien fue responsable de mantener al valido y en ocasiones incluso frente a la oposición de sus allegados. Sorprenderá también el análisis del proceso del Escorial que, de ser una conspiración del príncipe Fernando contra sus padres muta a un complot de Godoy (consciente de sus nulas posibilidades en caso de fallecimiento de Carlos IV) contra el heredero, en un intento por garantizar la impunidad de sus tejemanejes. No menos estupor provocará al lector el tratamiento del motín de Aranjuez, que no se presenta como un estallido revolucionario azuzado por el Príncipe, sino que éste tan sólo se aprovechó del descontento popular sin avivarlo, pero beneficiándose de su existencia; así, se argumenta de forma plausible (cuando menos, en el intento de provocar en el lector-jurado una duda razonable) que ni Fernando conspiró contra su padre, ni la abdicación de Carlos IV fue forzada (el verdadero motivo no fue otro que el pánico a los estallidos revolucionarios que el viejo monarca tenía desde nada menos que 1789 y el temor de acabar como Luís XVI, unido a su estado anímico que le hacía incapaz de gobernar sin el auxilio de quien fuera su mayor -casi diríamos único apoyo desde 1792-) ni la ulterior denuncia de su abdicación fue sincera ni formulada motu proprio.

En el escrito se avanza la muy negativa opinión de las Cortes de Cádiz y su resultado, el texto constitucional de 1812, que se define como imposición de unas élites minoritarias sobre el grueso de la población española que poca o ninguna simpatía tenían hacia La Pepa. Esto último es total y absolutamente cierto. Ya el recientemente fallecido Alejandro Nieto, en su ensayo Los primeros pasos del estado constitucional (monumental trabajo que en un par de años cumplirá sus tres décadas de existencia) se manifestó en términos muy duros contra el texto constitucional de 1812, que ni podía considerarse emanado de unas cortes representativas, ni era un texto que por su contenido estuviese ajustado a la realidad social española, ni mucho menos estaba inspirado en principios por los que estuviesen luchando los españoles; de hecho, la constitución de Cádiz, aunque pretendiese ocultarlo con soflamas históricas y el intento de fundamentar su contenido en la legislación histórica española, se inspiraba en los principios revolucionarios franceses, contra esos mismos franceses que los españoles combatían en campo abierto. Baste para acreditar dicha afirmación tan sólo contrastar el recibimiento que tuvieron las tropas francesas en 1808-1814 cuando intentaban sostener en el trono a José I (cuya legitimidad se pretendía asentar en un texto constitucional, el de Bayona, mucho más ajustado a la realidad social española de la época que el gaditano) y la que tuvieron en 1823 cuando penetraron en territorio español para restaurar a Fernando VII en plenitud de su soberanía.

En definitiva, y con independencia de las conclusiones que cada uno saque tras la lectura de esta obra, no puede en modo alguno cuestionarse el esfuerzo que el autor ha llevado a cabo para sumergirse en el convulso ambiente de comienzos del siglo XIX español y el enorme trabajo de documentación y análisis llevado a cabo. Tras ello, como el propio libro indica en sus páginas iniciales, será el lector quien deberá emitir su juicio y verificar si, tras seiscientas páginas de alegato de defensa, considera, cuando menos, que la actuación del príncipe y ulteriormente monarca Fernando VII merece, durante su actuación en el periodo comprendido entre 1807 y 1814, cuando menos una duda razonable.

IN MEMORIAM: ALEJANDRO NIETO GARCÍA (1930-2023). EL ADIOS A UN MAESTRO DEL REALISMO JURÍDICO Y A UN PROFUNDO CONOCEDOR DE NUESTRA HISTORIA.

Hace apenas unos instantes me enteraba de la triste noticia del fallecimiento de Alejandro Nieto García (1930-2023) un titán del derecho administrativo que, pese a ser ya nonagenario, continuaba manteniendo una lucidez y lozanía envidiables, y su presencia (adornado con una barba blanca y tocado frecuentemente con una boina) recordaba en su físico a don Pío Baroja, con quien se hermanaba en la acerva crítica realista al mundo circundante. En una edad donde, por utilizar el símil futbolístico del que se sirvió hace más de una década el gran barítono Luís Sagi-Vela (en una entrevista concedida, por cierto, cuando había superado las noventa y siete primaveras), más que al final del partido “estaba “ya en los penalties” no dudó en exponer al gran público la visión del mundo que tenía en el ocaso de la vida en ese testamento literario que es El mundo visto a los noventa años, escrito justo tres años después que ese esbozo de memorias que fue Testimonio de un jurista (1930-2017).

Caracterizaba a Alejandro Nieto su estilo formalmente pulcro y rico en vocabulario y en el contenido una visión realista y descarnada sin concesiones a la galería o a lo políticamente correcto. No dudaba en atizar a tirios y troyanos exponiendo lo que a su juicio eran no desviaciones puntuales de un sistema, sino perversiones constantes del mismo, lo que le valió no la animadversión, pero sí cierto desdén por cierto sector de la docencia universitaria que, quizá por residir aislada en las altas torres de la Academia, se encontraba a salvo de hedor existente a ras de suelo. Una y otra vez fustigó el profesor Nieto las corruptelas y huidas del derecho, incidiendo en la hipocresía en que incurrían quienes en horario matutino ilustraban al alumnado universitario sobre la majestuosidad de la ley mientras que por las tardes en la placidez del despacho o bufete al prestar servicios profesionales a la clientela buscaban la forma de eludir el cumplimiento de la normativa con las mínimas consecuencias posibles.

Nieto era un gran jurista orientado profesionalmente al Derecho Administrativo, pero también enamorado de la historia, a la que dedicó monografías de consulta obligada. En no pocas ocasiones fusionaba su exhaustivo conocimiento del entramado jurídico-público con sus enciclopédicos conocimientos históricos, en especial de la época isabelina. De hecho, uno de sus libros obtuvo en 1997 el premio nacional de historia.

La obra de Alejandro Nieto es inmensa (pues no sólo redactó libros, sino cientos y cientos de artículos tanto jurídicos como de opinión) y precisamente por esa amplitud y extensión abarca numerosos campos. Así, podemos encontrar dispersos entre su amplia bibliografía los siguientes tipos de ensayos:

I.- Tratados de derecho positivo. Pese a ser catedrático de Derecho Administrativo, las incursiones en este campo fueron escasas si se tiene en cuenta el grueso de su obra, pero entre ellas hay dos que destacan sobremanera y en los que analiza de forma agotadora y desde el punto de vista del derecho positivo (sin orillar lo que era habitual en él, es decir, la referencia al “derecho practicado” en contraposición al normado): Ordenación de pastos, yerbas y rastrojeras (fruto de su tesis doctoral que, según reconoció en su día su maestro, Eduardo García de Enterría, ya la tenía en gran parte elaborada cuando contactó con él para que se la dirigiera) y, sobre todo, ese monumento que es el Derecho Administrativo Sancionador. Su obra sintética Una introducción al Derecho, escrita hace cuatro años, pese a su título encaja más en el siguiente apartado que en éste.

II.- Visión realista del derecho. Hay un conjunto de obras que inciden en una visión descarnada (y quizá desesperanzadora para el lector) al exponer las enormes disfunciones entre la teoría jurídica y la realidad social. Destaco cuatro que me impresionaron sobremanera: Crítica de la razón jurídica, Balada de la justicia y la ley, El desgobierno judicial y Malestar de los jueces y el modelo judicial. Recomiendo sobre todo la segunda, porque con un lenguaje ácido pero recubierto con un estilo humorístico (si bien un humor que recuerda el “ridi pagliacci” de Leoncavallo) tras un capítulo introductorio donde sintetiza la idea clave en el pensamiento de Nieto (la distinción, cuando no abierta contraposición entre derecho positivo y derecho practicado) ilustra su hipótesis con dos casos reales, uno de los cuales se ubica geográficamente en Tariego de Cerrato y tiene como sujeto pasivo o “víctima” de la inacción administrativa al propio Nieto, a quien invaden los decibelios procedentes de la maquinaria sita en un establecimiento hostelero sin licencia administrativa instalado en los aledaños de su residencia vacacional.

Pero en este apartado también hay otro libro de lectura obligada para cualquier jurista: El derecho y el revés. Diálogo epistolar sobre leyes, abogados y jueces. Como su propio título indica, no es obra de un solo autor, sino el “diálogo” que mantiene Nieto con otro gigante del Derecho Administrativo, nada menos que Tomás-Ramón Fernández Rodríguez. Partiendo del discurso impartido por Nieto con motivo de su investidura como doctor honoris causa por la Universidad Carlos III (con el que principia la citada obra) y las reflexiones del profesor Fernández Rodríguez sobre ese discurso que se trasladaron por carta a Nieto, ambos profesores se van intercambiando epístolas donde se deja entrever las posturas de ambos que en realidad evidencian dos actitudes ante el derecho: realista y desesperanzada la de Nieto; bastante más optimista y con más fe en el derecho la de Fernández Rodríguez.

III.- Ensayos de sociología jurídica y política. Desde su monumental tomo sobre el Pensamiento burocrático (que era en realidad el volumen inicial de una proyectada trilogía que el autor no llegó a culminar quizá por lo ambicioso de la tarea y de la materia), sus conocidísimos La organización del desgobierno, La “nueva” organización del desgobierno, El desgobierno de lo público y Corrupción en la España democrática. O su mucho más reciente Entre la segunda y la tercera república, donde siempre apegado a un realismo extremo (que le lleva a no cuestionar la posible implantación, por vía del sufragio, de un sistema republicano) efectúa una severa crítica tanto política como jurídica a la Ley de Memoria Democrática.

Se trata de obras más o menos breve donde se incide más en aspectos sociológicos y políticos que estrictamente jurídicos, o quizá sea mejor decir que abordan la influencia de aquéllos sobre en éstos.

IV.- Ensayos de historia. Aquí destaca, sobremanera, Los primeros pasos del estado constitucional. Historia administrativa de la regencia de María Cristina de Borbón, que obtuvo el premio nacional de historia en 1997. Conjugando el saber jurídico y el histórico, desmenuza el periodo histórico comprendido entre la muerte de Fernando VII y el nombramiento de Espartero como regente, y aborda en sus capítulos el régimen público existente, el sistema normativo, la organización de la Administración en su triple vertiente territorial (estatal, provincial y municipal) el régimen de la función pública, los bienes públicos y el control de la Administración. Como es habitual en Nieto, no detiene su análisis en los textos normativos y en las páginas de la Gaceta, sino que se sumerge en los Diarios oficiales de las cámaras legislativas y en las obras de los principales administrativistas para ofrecer una imagen real de la situación. En ocasiones, tan real que uno casi se siente transportado a esa etapa decimonónica cual si hubiera traspasado una de las puertas del Ministerio del Tiempo.

No fue el único trabajo en el que abordó con minuciosidad la época isabelina. Su voluminoso ensayo Mendizábal. Apogeo y crisis del progresismo civil, es un tratado de casi mil páginas sobre las cortes constituyentes de 1836-1837 que gestaron la Constitución transaccional de ese último año. Su imprescindible Los “sucesos de palacio” del 28 de noviembre de 1843 (en realidad, su discurso de ingreso en la Real Academia de Ciencias Morales y Políticas, discurso que fue respondido por otro grande entre los grandes, don Jesús González Pérez) nos adentra en la antecámara del Palacio Real para efectuar una insuperable disección de los hechos que causaron la exoneración de Salustiano de Olózaga como presidente del gobierno, a quien se imputó nada menos que de forzar a Isabel II a firmarle el decreto de disolución de las Cortes. El año pasado veía la luz su Responsabilidad ministerial en la época isabelina, aunque en realidad no es en puridad un trabajo inédito (aunque parte de su contenido sí lo sea) sino la recopilación de una serie de trabajos unidos por el denominador común explicitado en el título.

También su inquietud histórica le llevó a analizar el golpe de estado protagonizado por la generalidad catalana en 1934 (su ensayo lo tituló muy significativamente La rebelión militar de la Generalidad de Cataluña contra la república, y su lucidísimo análisis no dejará indiferente a nadie) y adentrarse en las cortes constituyentes de la primera república (La primera república española. La Asamblea Nacional: febrero -mayo 1873).

V.- Libros de memorias. En este apartado figuran dos obras esenciales ya citadas. Testimonio de un jurista, 1930-2017 (plagado de recuerdos, evocaciones y reflexiones sin concesiones a la corrección política y que transita desde los cambios en el mundo universitario hasta las mutaciones del sistema político y administrativo, donde no siempre el avance cronológico implica una mejora en la eficacia, organización y funcionamiento de los entes públicos) y El mundo visto a los noventa años (breve ensayo sobre las relaciones entre un nonagenario y el mundo de la tercera década del siglo XXI).

Con Alejandro Nieto se va uno de los miembros destacados del primer grupo de discípulos directos de Eduardo García de Enterría. Y se va, también, una voz recia, valiente, a quien no le temblaba el pulso al decir, como en la célebre narración de Hans Christian Andersen, que el rey va desnudo. Por ello, hoy estamos no sólo un poco más huérfanos desde el punto de vista jurídico e histórico, sino un poco más a oscuras en lo que a transitar por las cada vez más escarpadas sendas del mundo actual se refiere.

Descanse en paz don Alejandro Nieto García.

UN BREVE LIBRO PARA REENCONTRARSE CON MIGUEL ARTOLA EN EL CENTENARIO DE SU NACIMIENTO.

En el año 2020, en plena pandemia de COVID-19, con apenas mes y medio de diferencia, fallecían dos grandes historiadores españoles a consecuencia de dicha enfermedad: Miguel Artola Gallego y Carlos Seco Serrano. Curiosamente, las vidas de ambos tienen muchos puntos en común. Los dos nacieron el mismo año, 1923 (Artola el 12 de julio y Seco el 14 de noviembre), por lo que este año se conmemora el centenario de sus nacimientos; los dos tuvieron como maestro al gran Ciriaco Pérez Bustamante (aunque en el caso de Seco quien dejó más huella fue quizá otro gran maestro de historiadores, Jesús Pabón); ambos se especializaron en la historia contemporánea y sus nombres coincidieron en la gran empresa que fue la revitalización en los años cincuenta de la Biblioteca de Autores Españoles (el gran empeño iniciado en el siglo XIX por Manuel Rivadeneyra) donde Artola se encargó del estudio preliminar y la edición de las obras de Jovellanos (continuando la recopilación que en el siglo anterior hiciera Cándido Nocedal, el antiguo progresista que evolucionó hacia el carlismo), Seco se encargó del estudio preliminar y la edición de las Memorias de Godoy así como de las obras de Francisco Martínez de la Rosa, Mariano José de Larra y Ramón de Mesonero Romanos, auténticas joyas con las que tuve la suerte de poder hacerme en mis peregrinajes por las librerías de ocasión. Por coincidir coincidieron hasta en la monumental Historia de España iniciada por Ramón Menéndez Pidal y continuada por José María Jover Zamora. Artola es el responsable del volumen dedicado a la España de Fernando VII, que (sorpresa, sorpresa cuenta con un prólogo de Carlos Seco Serrano), mientras que Seco fue el responsable, junto con el malogrado Javier Tusell, de la España de Alfonso XIII.

La editorial Urgoiti acaba de lanzar al mercado, dentro de su colección “Historiadores” un breve libro de Miguel Artola titulado De la ilustración al liberalismo. Jovellanos y Argüelles. En realidad, el trabajo no es inédito, sino una recopilación de dos trabajos del gran historiador donostiarra que, aun cuando ligados materialmente por la temática, cronológicamente están separados por un océano de cuarenta y cuatro primaveras. El primero de ellos, “Vida y pensamiento de Gaspar Melchor de Jovellanos” no es otra cosa que el amplio estudio preliminar que Artola antepuso en 1956 al Tomo LXXXV de la Biblioteca de Autores Españoles, el tercero (los dos primeros fueron los editados por Nocedal en el siglo XIX) de los que la colección dedicó al político y jurista gijonés. El segundo, el estudio preliminar al Examen histórico de la reforma constitucional en España en la edición de 1999 dentro de la colección “Clásicos Asturianos del Pensamiento Político”. Como se indica en la nota editorial, el propio Artola en un artículo publicado en el año 2000 ligó ambos trabajos, que le permitían así bucear en los orígenes del pensamiento político que sirvió de base para la revolución española que se produjo en 1808-1812 a raíz de la invasión de nuestro país por las tropas francesas.

El libro cuenta, además, con un luminoso estudio preliminar de Ignacio Fernández Sarasola que desgrana lúcidamente los principales estadios de la obra historiográfica de Artola, desde su tesis doctoral Historia política de los Afrancesados (1808-1820), publicada ulteriormente como libro, hasta sus últimos trabajos ensayísticos sobre la monarquía española, la historia europea y el constitucionalismo, pasando por sus imprescindibles estudios sobre la crisis del Antiguo Régimen y el alumbramiento del sistema liberal (Orígenes de la España contemporánea y La España de Fernando VII, sobre todo), así como su gran labor en pro de la difusión de fuentes históricas, pues a las Obras publicadas e inéditas de don Gaspar Melchor de Jovellanos, que dieron lugar a tres tomos en la BAE, y a la ya citada Orígenes de la España contemporánea, cabría añadir los Textos fundamentales para la Historia, Partidos y Programas Políticos, Los derechos del hombre y, sobre todo la magnífica edición de las Constituciones españolas publicada en Iustel, donde cada texto constitucional iba acompañado de un amplísimo corpus de documentos que ilustraban su proceso de elaboración. El estudio preliminar de Ignacio Fernández Sarasola destaca no sólo por su profundidad al analizar la obra de Artola por su sistemática y su contenido, sino por huir de la hagiografía ilustrando tanto los aspectos brillantes como lo no tan positivos del autor analizado. Así, por ejemplo, Sarasola no duda en encomiar las obras iniciales tanto por su profundidad histórica como por el hecho de incidir en un punto esencial cual fue la existencia de un proceso revolucionario en el sexenio 1808-1814 (al que puso abrupto fin la reacción absolutista de Fernando VII), así como la honestidad intelectual de Artola al no diluir sutilmente sus inclinaciones políticas en los análisis históricos (como sí hicieron, por ejemplo, Josep Fontana y Alberto Gil Novales desde la Izquierda y Marcelino Menéndez Pelayo y Federico Suárez desde la derecha), pero no oculta uno de los defectos de la obra de Artola sobre todo a partir de la década de los ochenta del siglo XX, cual es “una mayor propensión al estilo ensayístico y una cierta falta de puesta al día de la bibliografía”; carencia esta última que se percibe sobre todo en el estudio preliminar a la edición de la Constitución de 1812 publicada por Iustel en la primera década del siglo XXI, donde Artola “continuaba dialogando con Federico Suárez o Cristina Diz-Lois, cuando otros muchos autores habían hecho aportaciones más recientes”, autores estos entre los que destacaba el inolvidable maestro Joaquín Varela Suanzes-Carpegna, cuya tesis doctoral (que obtuvo el premio Nicolás Pérez Serrano en 1981) se dedicaba precisamente a la teoría del estado en las Cortes de Cádiz.

Este libro, de muy breve extensión (ciento noventa y dos páginas a las que habría que añadir las setenta del estudio preliminar) nos permite encontrarnos con el maestro de historiadores analizando, además, el periodo histórico que más trabajó y sobre el que más luz proyectó: el tránsito del antiguo régimen al estado constitucional.

Es de esperar que la editorial, que se adelanta con este pequeño volumen al centenario del nacimiento de Artola, dedique uno similar a Carlos Seco Serrano, el otro gran historiador cuyo centenario se conmemora igualmente este año y cuya biografía en tantas ocasiones se entrecruzó con la del donostiarra.

VIAJE CON FRANCISCO SOSA WAGNER Y MERCEDES FUERTES POR LOS CLÁSICOS DEL DERECHO PÚBLICO CONTINENTAL.

Para el jurista existen libros cuya lectura tiene la virtud de permitirle bucear en el pasado distanciándose así, aparentemente, de las miserias y disgustos que le ocasiona el análisis derecho positivo vigente. Pero se trata de obras que, si se reflexiona con un poco más de profundidad, sirven de orientación y ayudan al lector a desenvolverse con un poco más de soltura en el presente al suministrarle las lecciones del pasado. Tal acontece con el magnífico e imprescindible Clásicos del Derecho Público (I). Biblioteca básica para estudiosos y curiosos, estudio/antología de textos básicos elaborada al alimón por Francisco Sosa Wagner y Mercedes Fuertes, recién salido al mercado y que acaba de llegar a mis manos. Los autores han elaborado un breve vídeo de apenas cuatro minutos en el que condensan magistralmente el contenido del libro y el objetivo último que se pretende alcanzar con su publicación.

Francisco Sosa Wagner es un autor que, al igual que su colega Alejandro Nieto (al que, por cierto, está dedicada la obra que se glosa en esta entrada) navega con igual pericia y soltura por el turbulento océano del derecho positivo (Manual de Derecho Local y Gestión de Servicios Públicos Locales), el triángulo de las Bermudas de la política y la justicia actual (sus jugosas Memorias europeas. Mi traición a UPyD y La Independencia del Juez: una fábula) y por las algo más quietas aguas de la historia (valgan sus estudios sobre Posada Herrera, los Maestros alemanes del Derecho Público y los Juristas en la Segunda República), uniendo siempre a su inmensa agudeza y erudición un pulidísimo estilo literario así como un envidiable y elegante sentido del humor. En el caso de Mercedes Fuertes, si bien no es la primera vez que se adentra en el territorio de la historia (valga como ejemplo su artículo sobre Merkl, publicado hace justo un cuarto de siglo en la benemérita Revista de Administración Pública) sus cartas de navegación marcan casi siempre el rumbo del derecho positivo, pero con esta obra demuestra que es capaz de conducir con éxito la nave tanto por el rumbo del derecho y las nuevas tecnologías como por las viejas rutas jurídicas transitadas por autores clásicos de la disciplina.

Como su propio nombre indica, Clásicos del Derecho Público pretende acercar al lector a la obra de los grandes juristas europeos a quienes tanto se cita en textos y manuales de las dos grandes áreas del Derecho público (el derecho constitucional y el administrativo), y acercar no sólo a los «estudiosos y curiosos» como reza el subtítulo, sino al público en general a las grandes figuras del mundo del Derecho. Así, la obra se divide internamente en tres capítulos, cada uno de los cuales se corresponde con una de las tres culturas jurídicas de cuyas fuentes bebe el derecho público español: Francia, la cultura jurídica germánica (este capítulo abarca tanto Alemania como Austria) e Italia.

Cada capítulo, a su vez, se estructura en dos partes claramente diferenciadas. En la primera, Francisco Sosa y Mercedes Fuertes aproximan al lector al marco histórico en el que escriben los autores, dado que no es posible entender a un autor y su obra si se le aísla de las coordenadas temporales y sociales en las que la elaboró. De hacerlo así, se incurriría en lo que mi entrañable maestro Joaquín Varela denominaba “presentismo”, al que imputaba “muchos anacronismos, extrapolaciones y prolepsis o anticipaciones al examinar las doctrinas y los conceptos constitucionales.” Para explicar esto, Joaquín Varela ponía como ejemplo precisamente a Raymond Carré de Malberg (autor con el que, por cierto, Francisco Sosa y Mercedes Fuertes cierran el capítulo dedicado a Francia) quien, según Varela: “atribuye a la doctrina constitucional de esa época [se refiere a la Revolución francesa] una nítida distinción conceptual entre soberanía nacional y soberanía popular, que en realidad no se estableció con la nitidez y las consecuencias que Carré de Malberg señala hasta la Monarquía de Julio.” Aislar una obra de su contexto puede ocasionar que incluso se efectúe una lectura muy distinta a la que el autor pretendió, y baste el ejemplo de Jonathan Swift y sus Viajes de Gulliver, cuya evidente y manifiesta intención crítica con el gobierno británico del momento se ha perdido al abstraerlo de esas coordenadas quedando hoy reducido a la condición de mero relato infantil. Los propios autores clásicos incidieron en este aspecto, pues si Hauriou manifestaba que “una institución extranjera mal comprendida da lugar a una teoría artificial”, Gaston Jeze no era menos tajante al respecto: “No basta descubrir los textos y recopilar las soluciones jurídicas dadas por los legisladores y juristas de una época. Lo esencial será entenderlos. Para esto será preciso reconstituir exacta y completamente el medio económico, político y social en el cual estas reglas de conducta se han aplicado.” Para no incurrir en esa disfunción, Francisco Sosa y Mercedes Fuertes sumergen al lector a los contextos históricos de la Francia de la tercera república, la Alemania del II Reich y de la República de Weimar, así como a la Italia de la monarquía saboyana con su epílogo fascista. Pero el acercamiento no se detiene ahí, sino que fijado el marco histórico proceden a insertar en el mismo a los protagonistas acercando al lector a los condicionantes personales de cada uno. En su rigurosa y amena biografía de Karl Marx, Francis Wheen indicaba que Frederic Engels era capaz de identificar las partes de El capital escritas cuando su célebre autor sufría un ataque de forúnculos, y el propio Marx, según el citado biógrafo, llegó a afirmar que la burguesía pagaría caro el sufrimiento físico que tal dolencia le ocasionaba. Así, sería imposible entender a Hauriou y a Diguit, por citar tan sólo a los dos autores más célebres, sin sus condicionantes personales y, sobre todo, académicos.

Una vez que dentro del capítulo se ha fijado el marco histórico y biográfico, Francisco Sosa y Mercedes Fuertes dan paso a la segunda parte abriéndonos las puertas de biblioteca privada con textos de los grandes maestros del derecho público y sus obras más representativas.

El lector podrá encontrar bastantes curiosidades. Limito los ejemplos, para no extender demasiado la entrada, al capítulo dedicado a Francia, por ser el país que más ha influido sin duda alguna en el Derecho administrativo español. Así, el agotamiento del sistema constitucional de la tercera república es descrito por Francisco Sosa y Mercedes Fuertes en términos muy similares a los que se manejaban en literatura regeneracionista española de principios del siglo XX: “…unas instituciones republicanas, las derivadas de las leyes de 1875, que se habían resecado en ese cuarto de siglo y habían conducido a instaurar un régimen parlamentario adulterado por la mediocridad de la clase política, la inestabilidad ministerial, las manipulaciones electorales, la invasión envenenadora del dinero y las mentidas en las contiendas” (página 25). Ya en la antología de autores galos, uno puede encontrar de todo. Desde el ataque furibundo que Maurice Hauriou hace a la descentralización en nombre de la eficacia (que revela tanto su aguda cualidad de observador como su nulo don como augur), y el exhaustivo análisis que Gaston Jeze efectúa del mapa del sistema administrativo de su época que en muchos aspectos, como el de la problemática de la ejecución de las sentencias (página 105) se revelan muy actuales. Pero se pueden encontrar también afirmaciones que trascienden momentos y épocas. Dos botones de muestra. Respecto al ejercicio de la potestad legislativa, Maurice Hauriou afirmó que: “no se puede fiar uno de la moderación del Parlamento ni de su respeto por la Constitución”, idea que entroncaba perfectamente con lo que cien años atrás habían sostenido los founding fathers en Estados Unidos y que influyó sobremanera a la hora de articular el principio de división de poderes y establecer un control de constitucionalidad de las leyes. La segunda muestra, un delicioso párrafo de Gaston Jeze sobre el ingreso en la función pública obrante en la página 123 que, pese a su extensión no me resisto a omitir, por cuanto podría atribuirse a cualquier tratadista actual:

Cuando se trata de designar a los gobernantes, los grandes beneficios -confesables o no, honoríficos o pecuniarios- que pueden obtenerse honesta o deshonestamente de la función pública, convierten a esta en objeto de las más ardientes codicias; todos los recursos son lícitos para conquistarla. Es una violenta batalla la que se desarrolla, en la que se dan y reciben golpes […] El producto más típico de la democracia es el político voraz, sin escrúpulos, desordenado y desorganizador de los servicios públicos. La carrera política atrae a los advenedizos que, desesperando de lograr una situación personal por su trabajo y su mérito propio, se esfuerzan en conquistar el favor de un colegio electoral. Una vez investidos de la función, usan de la influencia que ella les confiere ante los jefes de los servicios públicos para mejorar su situación personal […] En lo referente a la inmensa mayoría de las demás funciones públicas, la mediocridad de la situación ofrecida a los funcionarios no es capaz de atraer a los mejores hombres a la Administración. En la mayoría de las funciones, los candidatos son individuos que buscan, ante todo, la estabilidad, un trabajo moderado, responsabilidades muy limitadas, una mejora regular de su condición y que, por todo esto, se conforman con mediocres salarios. La mayoría de las funciones públicas no son apropiadas para los hombres que tengan grandes ambiciones, espíritu de iniciativa, sentido de la autoridad, sino que convienen a aquéllos que desean el trabajo subalterno o la rutina y que temen las responsabilidades.”

¿Quién no suscribiría en 2023 estas afirmaciones insertas en los Principios Generales de Derecho Administrativo, obra que data nada menos que de 1925?

Si ha de oponerse una objeción a la obra, a mi entender el libro tan sólo adolece de una falta: el olvido del mundo anglosajón, que fue donde se iniciaron las aportaciones al constitucionalismo moderno, empezando por la misma doctrina de la división de poderes, uno de cuyos autores principales y más conocidos (aunque, ciertamente, no el primero) fue John Locke, de cuya obra bebe directamente Montesquieu. Es cierto que en la réplica a la objeción podría argumentarse que el objetivo último del libro se ciñe a los tratadistas clásicos de la Europa continental por ser quienes inspiran a su vez a los españoles. Pero a su vez, en la dúplica, se puede justificar que cuando menos hay tres autores británicos del siglo XIX que podían haber sido incluidos sin mermar el objetivo principal: John James Park, Walter Bagehot y, sobre todo Albert Venn Dicey. Es más, la inclusión del último de los tratadistas británicos citados estaría más que obligada dado que, como puede verificarse en la página 61 del libro, en los fragmentos incorporados del Précis de droit administratif et de droit public, Maurice Hauriou entabla un diálogo con el autor británico a cuenta de su Introducción al estudio del Derecho de la Constitución, obra en la que se contrapone el sistema inglés de rule of law al francés del droit administratif.

Habrá quien piense que sumergirse en la lectura de autores fenecidos tiempo atrás es una pérdida de tiempo. No lo veo así, no sólo porque quien no conoce el pasado corre el riesgo de no comprender el presente, sino por cuanto la lectura de algunos textos permite entender algunas regulaciones actuales, que en alguna ocasión parece que no han avanzado mucho.

No quisiera finalizar esta entrada con una anécdota personal que revela hasta qué punto autores del pasado pueden servir de ayuda. Hace seis años se me pidió un informe jurídico acerca de la posible resolución de un contrato suscrito por una entidad privada que formaba parte del sector público. Aun cuando lógicamente se fundamentaba en el derecho positivo vigente, el argumento central sobre el que pivotó todo el razonamiento me vino a la cabeza precisamente al leer la Carta al pueblo de Gran Bretaña, documento redactado en 1775.

No resta sino manifestar el deseo de que la segunda parte de la obra (que, según se manifiesta en la página final, está «ya muy avanzada«) demore su aparición. Y esperemos también, dicho sea respetuosamente y en estrictos términos de defensa, que Francisco Sosa Wagner, una vez culminada esta magno y elogioso empeño se anime a publicar la continuación de su Juristas en la Segunda República que tiene pendiente.

EL RIESGO DE AFIRMAR LAS CULPABILIDADES «FUERA DE TODA DUDA»: EL EJEMPLO DE THOMAS JEFFERSON EN TORNO A AARON BURR.

El jueves 22 de enero de 1807, Thomas Jefferson, que se encontraba en el ecuador de su segundo mandato presidencial, se dirigió por escrito (como era su costumbre dadas sus pésimas cualidades como orador, inversamente proporcionales a sus inmensas dotes como escritor) a las dos cámaras del Congreso. El objetivo del presidente no era otro que: “trasladar, bajo la reserva expresada, la información recibida en relación a una combinación ilícita de particulares contra la paz y seguridad de la unión y una expedición militar planeada por ellos contra los territorios de una potencia amiga de los Estados Unidos”. Jefferson reconocía que había obtenido la información a través de cartas que “frecuentemente contenían una mezcla de rumores, conjeturas y sospechas que hacen difícil extraer los datos reales”, lo cual hacía necesario que, en tal circunstancia, “ni la seguridad ni la justicia permiten revelar nombres, excepto del del principal protagonista, cuya culpabilidad está fuera de toda duda.” Esa persona sobre cuya culpabilidad ya había dictado veredicto el presidente incluso antes de todo enjuiciamiento penal, no era otro que Aaron Burr, su antiguo vicepresidente. Jefferson iba más allá e identificaba a la persona que le había suministrado toda la información, que no era otro que el general John Wilkinson, gobernador del territorio de Luisiana, de quien manifestaba haber actuado “con el honor de un soldado y la fidelidad de un buen ciudadano.” El problema en cuestión es que el epistolario del que disponía Jefferson no consistía en cartas manuscritas de Burr, sino en misivas cifradas que, a mayor abundamiento eran copias. No obstante, nada menos que el Presidente de los Estados Unidos se pronunciaba sobre la culpabilidad de un particular sin esperar el veredicto de un jurado, y en un asunto de suma gravedad teniendo en cuenta que el comportamiento imputado era nada menos que traición a los Estados Unidos, único delito tipificado en la propia Constitución.

Que las imputaciones no estaban sustentadas por prueba alguna quedó evidenciado cuando Burr fue procesado ante el Tribunal de Circuito de Virginia en lo que fue calificado como “el juicio del siglo.” El juez que presidía el citado órgano jurisdiccional era nada menos que John Marshall, y hubo de hacer frente a comportamientos que explicitaban no sólo la carencia de pruebas objetivas que permitiesen a la acusación transmitir más allá de toda duda razonable que existiese traición, sino que las pruebas que evidenciarían la culpabilidad “más allá de toda duda” de Burr no eran tales. Varios ejemplos:

1.- Al solicitar la prisión provisional del acusado, el fiscal presentó simples “copias” de las cartas cifradas presuntamente emanadas de Burr. Al ser preguntado por Marshall si las mismas eran copias “juradas” (es decir, el equivalente al actual documento testimoniado) la respuesta del attorney George Hay fue que no. Marshall propinó un sonoro varapalo a la acusación, a quien incluso llegó a decir que ningún tribunal en los Estados Unidos aceptaría meras copias sin jurar como pruebas para sustentar algo tan serio como un delito de traición.

2.- A lo largo del juicio, se acreditaron varios extremos que, cuando menos, podían suscitar dudas sobre los verdaderos motivos de Jefferson (que, a distancia, era quien se encargó materialmente de la acusación a través de cartas dirigidas al attorney George Hay, que eran en realidad órdenes e instrucciones de cómo proceder), y entre los cuales destacan los siguientes:

2.1.- En cuanto al fondo, surgieron serias dudas de qué era lo que verdaderamente pretendía Burr. Jefferson le imputaba el deseo de separar el territorio de Luisiana (adquirido a Francia en 1803 de forma jurídicamente irregular) de los Estados Unidos y constituirse en emperador de dicho territorio. Ahora bien, no existía prueba alguna al respecto, aunque sí existían indicios más que razonables de que Burr pretendía invadir el territorio del Virreinato de Nueva España (en manos españolas). El problema es que esto último no sólo era un delito menor, sino que podría tener justificación desde el punto de vista patriótico. Véase lo que ocurrió en 1836 en El Álamo.

2.2.- Los testigos presentados no corroboraron las tesis de la acusación. Un ejemplo concreto fue la divertida bravata, atribuida a Burr, de que “con tan sólo doscientos hombres podría ocupar Washington D.C.” Cuando en el contrainterrogatorio el propio Burr (un brillantísimo abogado) le preguntó al testigo si dicha afirmación manifestaba una afirmación seria y rotunda o fue realizada en tono jocoso o de broma, el testigo reconoció sin tapujos que se había dicho “en tono de broma.” Otro de los testigos que la acusación presentó frente a Burr, «curiosamente» había recibido una nada despreciable cantidad del gobierno federal justo antes de su deposición en la causa.

2.3.- Fue James Wilkinson quien en sus tratos con Burr exigió que la correspondencia se encriptara, pues constaban las quejas de éste por lo difícil de la clave y en varias ocasiones se opuso a continuar con dicho sistema. Es sumamente extraño que el presunto conspirador fue quien se oponía a cifrar la correspondencia.

No obstante, con posterioridad se descubrió que James Wilkinson, el que según Jefferson se había comportado “con el honor de un soldado y la fidelidad de un ciudadano” era en realidad el “agente número 13” de la corona española. Es decir, que Wilkinson era el verdadero traidor al estar a sueldo de una potencia extranjera. En definitiva, el testigo clave sobre el que descansaba la acusación era un traidor.

2.4.- Burr, en el ejercicio de sus derechos constitucionales, solicitó del Tribunal lo que en el argot jurídico estadounidense se denomina subpoena duces tecum, es decir, una orden de entrega de determinada documentación. En concreto, Burr exigió que se entregaran al Tribunal los documentos sobre los cuales Jefferson afirmaba que la culpabilidad de Burr debía estar “fuera de toda duda”. La acusación no sólo se negó, sino que invocó el privilegio ejecutivo para no aportarlos, lo cual ya debía llevar a sospechas. Finalmente, Marshall falló que no cabía esgrimir tal privilegio cuando se encontraba en juego la vida del acusado, dado que la pena por traición era la capital.

2.5.- En su desesperación, Jefferson escribió a Hay que ofreciera sin dudarlo cartas de perdón en blanco a quienes se ofreciesen a testificar en contra de Burr, nuevo indicio de que las presuntas evidencias no debían ser tales. Nadie se acogió a dicha posibilidad.

2.6.- El jurado, tras analizar las pruebas aportadas, resolvió que Aaron Burr era “no culpable”.

Un dirigente público debe obrar con prudencia, y Jefferson no lo hizo. Quien aún hoy pasa por ser un apóstol de la libertad era, en realidad, un personaje difícil y contradictorio. Podía redactar párrafos enteros en favor de la vida humana para ulteriormente justificar una rebelión armada afirmando que “el árbol de la libertad debe ser regado frecuentemente con la sangre de patriotas y tiranos, es su fertilizante natural” y abogar por una revolución “de vez en cuando”. Quien pasa por ser un defensor a ultranza de la libertad de expresión y de la primera enmienda (no en vano en el recentísimo film The Pentagon Papers, dirigido por Steven Spielberg, se hace decir a Benjamin Bradley “Jefferson debe estar revolviéndose en su tumba”) no dudó en favorecer desde la Mansión Presidencial (como se conocía entonces la hoy denominada Casa Blanca) el procesamiento de un periodista que había difundido que Jefferson no sólo había financiado, siendo Secretario de Estado, la publicación de libelos difamatorios contra George Washington, sino que mantenía relaciones sexuales con una de sus esclavas, informaciones que, dicho sea de paso, eran ciertas. En fin, se trata de un personaje que posee un “lado oscuro”, y precisamente así se titula el célebre ensayo de Leonard W. Levy: Jefferson and civil liberties: the darker side.

El lector que desee sumergirse en el interesantísimo proceso seguido frente a Aaron Burr, puede hacerlo consultando las actas, publicadas en dos volúmenes con el título Reports of the trials of coronel Aaron Burr, y accesibles gratuitamente en Google Books. No obstante, quien considere que ventilarse más de mil páginas es una tarea excesiva, puede ver el siguiente documental (cuya duración es de tres cuartos de hora justos) que contiene una dramatización de los acontecimientos que sigue con bastante fidelidad el proceso penal en cuestión:

NUEVA YORK, EL GOBERNADOR Y LA CRISIS SANITARIA.

Corría el mes de julio del año 1795 cuando en la ciudad de Nueva York tuvo lugar un acontecimiento aparentemente cotidiano: un médico fue llamado para que acudiera a un navío atracado en el East River, a fin de que atendiese a varios miembros de la tripulación que se encontraban enfermos. Apenas unos días más tarde, tanto los marineros como el galeno habían fallecido a causa de lo que se demostró ser una epidemia de fiebre amarilla. Una vez tuvo conocimiento del hecho, el recién elegido gobernador del estado de Nueva York (que había tomado posesión del cargo el día 1 de julio de 1795) no se hizo esperar, pues de forma instantánea no sólo ordenó el cierre del puerto de la ciudad a buques procedentes del Mediterráneo y de las Indias Occidentales, sino que se hizo asesorar por un consejo de expertos en medicina para responder a una medida adoptada por Pennsylvania, que había proscrito la entrada en su territorio a todos los ciudadanos de Nueva York. Aun cuando los doctores consultados afirmaron que la enfermedad no era contagiosa, Pennsylvania mantuvo la cuarentena y vetó la entrada de neoyorkinos en su territorio.

Con todo, el gobernador rehusó abandonar la ciudad de Nueva York, como le recomendaron sus allegados. Cuando le hicieron ver que debía buscar la seguridad abandonando la sede del gobierno y trasladándose al mucho más seguro estado de Nueva Jersey, la respuesta del máximo responsable del empire state no se hizo esperar, y se reafirmó en su deseo de permanecer en la ciudad junto con su familia, manifestando que: “Nuestra situación nos ofrece considerable seguridad frente al desorden, y pienso es mejor que mi familia permanezca aquí, puesto que su marcha aumentaría la alarma, que ya es demasiado grande.” Cuando la epidemia remitió, el jefe ejecutivo del estado emitió en noviembre de ese año 1795 una proclama en la que recomendaba a los ciudadanos del estado elevar sus oraciones dando las gracias al Creador por el fin de la trágica situación. En una carta recibida que le había escrito un juez, éste manifestaba: “He leído con placer la proclama de su excelencia acordando un día de plegarias y acción de gracias; las causas son bien conocidas, y las solicitudes proporcionadas. Todo el mundo coincidirá que hemos recibido grandes e inmerecidos dones, como sociedad, de nuestro Creador; y que es adecuado y propio que, como sociedad, reconozcamos e imploremos su continuación.”

El gobernador en cuestión no era otro que John Jay, uno de los más destacados padres fundadores que, recién abandonada la presidencia del Tribunal Supremo y apenas un mes después de ser elegido gobernador de su estado natal, hubo de enfrentarse a un grave problema de salud pública. Es de destacar no sólo la firmeza con la que se enfrentó al mismo, sino la energía con la que adoptó las medidas que consideraba necesarias, sin que vacilase o le temblara el pulso con ello. También destaca el hecho que se rodease de profesionales en la materia, si bien lógicamente, no puede juzgarse con criterios modernos la situación existente, sino que en justicia ha de efectuarse la valoración conforme al estado de la ciencia en el siglo XVIII. Pero, sobre todo, llama poderosamente la atención el hecho que Jay desoyese las voces que le aconsejaban de huir de la ciudad para evitar el contagio. Jay, cuya vida fue un ejemplo constante de achaques, enfermedades y dolencias que no le impidieron gozar de una “mala salud de hierro”, rehusó abandonar la ciudad en momentos tan difíciles y, lógicamente tomando las precauciones necesarias para evitar la extensión de la enfermedad, optó por permanecer en la urbe, argumentando que su salida de la misma podría ser interpretada como una huida y acrecentar la alarma, ya de por sí bastante crecida.

Es menester valorar enormemente la energía, la prudencia y, sobre todo, la humanidad de Jay. En momentos de una enorme dificultad, no dudó en afronta la situación de forma decidida, pero sin caer en alarmismos innecesarios que tan sólo acrecentarían el temor de la población, lo que podría además ser fuente de conflictos.

Quizá ya iniciada la tercera década del siglo XXI los padres fundadores aún puedan ofrecer algún que otro ejemplo a los desnortados líderes mundiales contemporáneos.

PRESIDENTE SÓLO POR TRES VOTOS.

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Conviene que recuerde, señor, el margen por el que fue usted elegido: tres votos”.  Esa es la frase que en la serie magnífica serie televisiva John Adams, le dirige Alexander Hamilton (encarnado por Rufus Sewell) al presidente que da título a la serie, y que personificaba magistralmente Paul Giamatti. Y lo cierto es que el dato histórico es cierto: John Adams fue elegido segundo presidente de los Estados Unidos por un margen de tan solo tres votos.

Pongámonos en situación. En septiembre de 1796 George Washington hace pública su intención de no optar a un tercer mandato presidencial y retirarse de la vida pública. Se trataba de un anuncio que pensaba haber efectuado mucho antes, pero que por presiones de Alexander Hamilton retrasó hasta el último momento para que cogiese por sorpresa a los afines a las tesis de Thomas Jefferson. Lo cierto es que en el periodo comprendido entre 1789 y 1792 se había ido larvando un enfrentamiento entre los federalistas afines a Alexander Hamilton y los afines a Thomas Jefferson, conflicto sordo que fue agigantándose en el segundo mandato presidencial de Washington y que tan sólo era contenido por el respeto unánime que todos mostraban hacia el héroe militar de la independencia norteamericana. Ahora bien, desaparecida la figura que despertaba la adhesión unánime, la división en facciones, un mal que los padres fundadores no habían contemplado y del que abominaban de forma expresa, hizo su aparición de forma tan abrupta que el propio Washington hubo de hacer un llamamiento en su discurso de despedida para superar el mismo. En efecto, en el citado discurso, el general Washington incluyó el siguiente párrafo:

“Ya les he advertido del peligro de los partidos en el Estado, con particular referencia a la fundación de los mismos sobre la base de la división geográfica. Permítanme ahora efectuar una visión más comprensiva, y advertirles de la forma más solemne contra los efectos funestos del espíritu de partido en general.

 

Tal espíritu, desgraciadamente, es inseparable de nuestra naturaleza, y tiene sus raíces en las más fuertes pasiones de la mente humana. Existe bajo diferentes formas en todos los gobiernos, más o menos contenido, controlado o reprimido; pero en aquellos de forma popular, se manifiesta en su enorme grandeza, y es ciertamente su peor enemigo.”

Lo que va a tener lugar en las elecciones presidenciales es, realmente, un duelo entre personalidades del mayor nivel intelectual, pero todas ellas dotadas de un ego inmenso. Alexander Hamilton, tan intelectualmente brillante como falto de todo escrúpulo moral a la hora de conseguir sus objetivos, perseguía controlar la presidencia desde fuera, pero lo cierto es que John Adams, el candidato presidencial, cuando menos tan brillante como Hamilton, tenía un ego no menos inmenso y no toleraba que intentaran manejarle. A esa división interna en el seno del federalismo entre los moderados (acaudillados por Adams) y los extremistas (cuyo líder indiscutido era Hamilton) se unió la división externa entre federalistas y los republicanos cuyo jefe ideológico y político era Thomas Jefferson, otro personaje de una brillantez intelectual inmensa tan sólo superada por su falta de escrúpulos. Cuando el último día de 1793 renunció a su puesto como Secretario de Estado, manifestó que daba por finiquitada su vida pública, aunque debió pensarlo mejor y en 1796 optó por aspirar a la presidencia. No sería la primera vez que Jefferson actuaría de forma contraria a sus manifestaciones previas como, por ejemplo, cuando de ser uno de los adalides de la libertad prensa pasó a ser una vez elegido presidente, a instar bajo cuerda un proceso penal contra un periodista por publicar una información que, además, era cierta: que Jefferson mantenía relaciones sexuales con una de sus esclavas y que, además, era el responsable de haber sufragado una campaña denigrando al presidente Washington.

Las elecciones presidenciales de 1796, aun cuando fueron las terceras desde el punto de vista formal, en realidad fueron las primeras donde hubo un enfrentamiento claro. En las dos primeras, George Washington obtuvo como era previsible el voto unánime de todos los compromisarios y, a mucha distancia suya, en ambas ocasiones John Adams fue elegido como vicepresidente. Ahora bien, Washington y Adams eran de la misma tendencia ideológica y, realmente, no hubo campaña puesto que nadie discutía el prestigio de una figura reverenciada de forma unánime, cuando menos públicamente. Pero Adams no era Washington ni tenía su carisma, y además se enfrentaba a su amigo Thomas Jefferson, que ideológicamente tenía otra sensibilidad.

El sistema de elección presidencial existente en esos momentos no discriminaba en el voto compromisario entre presidente y vicepresidente, sino que cada compromisario emitiría dos votos, uno de los cuales necesariamente debía corresponder a una persona que no fuera residente en el estado del compromisario en cuestión. Una vez escrutadas las papeletas, quien tuviera el mayor número de votos automáticamente quedaba investido como presidente, mientras que el segundo en número de votos se alzaría con la vicepresidencia. Pues bien, el resultado del voto compromisario en las elecciones presidenciales de 1796 fue muy reñido: John Adams obtuvo 71 votos compromisarios, mientras que su amigo y rival Thomas Jefferson logró 68; dándose además la circunstancia que al existir en esos momentos 138 compromisarios, el número mínimo de votos para alcanzar la presidencia sería de 70, pues en caso contrario, la elección recaería, por imperativo constitucional en la Cámara de Representantes (entonces de mayoría federalista y que hubiera proclamado, sin problemas, a Adams). Tan sólo tres votos marcaron la diferencia. Así, de forma harto curiosa, presidente y vicepresidente eran de tendencia ideológica distinta.

Hubo quienes pensaron que se superaría la división partidista y que daría comienzo una colaboración leal entre Adams y Jefferson, máxime en una época difícil que incluso llegó a bordear el conflicto bélico con la Francia revolucionaria. Sin embargo, no fue así, y aquellas severas admoniciones que George Washington dirigiera en su discurso de despedida se revelaron con toda su crudeza. La división entre federalistas y republicanos no sólo disminuyó, sino que se acrecentó aún más, y las elecciones presidenciales de 1796 fueron una broma si se las compara con las de 1800, donde Alexander Hamilton llegó a conspirar contra su propia facción simplemente por desavenencias personales con Adams, quien se negó a que Hamilton le tomase por un simple monigote.

JAMES MADISON Y THOMAS JEFFERSON OFRECEN EN 1787 DOS LECCIONES PARA EL DERECHO PÚBLICO DEL SIGLO XXI.

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Corría el año 1787 cuando el día 24 del mes de octubre, James Madison jr., un joven virginiano miembro del Congreso Confederal, se dirigía por carta a Thomas Jefferson, por entonces embajador estadounidense en el Reino de Francia, para exponerle las principales novedades del proyecto constitucional aprobado un mes antes por la Convención reunida en Filadelfia. El nuevo texto articulaba un sistema que rompía el régimen vigente de los Artículos de la Confederación, inspirado en la soberanía de los estados, para sustituirlo por otro basado en la soberanía del pueblo. La mutación no era baladí, pues surgiría el problema de las extralimitaciones de los estados, en el caso que efectuasen actos o aprobasen leyes en directa contradicción con la norma fundamental emanada de la soberanía popular. Pues bien, sobre dicho particular, James Madison manifestaba lo siguiente:

“Puede decirse que la autoridad Judicial bajo nuestro nuevo sistema mantendrá a los Estados dentro de sus propios límites, y tomará el lugar del veto a sus leyes. La respuesta: es más conveniente prevenir la aprobación de una ley, que declararla nula una vez ha sido aprobada; que este será particularmente el caso, donde la ley perjudique a individuos que no tengan posibilidad de apelar contra el estado ante la judicatura federal; que un Estado que vulnerase los derechos de la Unión, no estaría muy dispuesto a obedecer una resolución judicial en su contra, y que el recurso a la fuerza, que en caso de desobediencia sería necesario, es un mal que la nueva Constitución pretende mantener lo más lejos posible.”

Estas palabras de James Madison constituyen toda una lección que aun hoy en día, transcurridos ya doscientos treinta y dos años desde que fueron escritas, gozan de rabiosa actualidad. Porque, en efecto, Madison reconoce que es el poder judicial federal quien será el encargado de mantener a los Estados dentro de sus competencias, a través de la declaración de inconstitucionalidad de sus leyes y actos, si bien la expulsión del ordenamiento jurídico tendría lugar en una sentencia judicial, y no a través de una declaración del legislativo. Ello es así porque en el proyecto que sirvió de base para la aprobación de la Constitución de 1787 (proyecto redactado por el propio James Madison) el Congreso de los Estados Unidos estaba facultado para anular leyes estatales contrarias a la Constitución federal, si bien esta posibilidad desapareció a lo largo de la tramitación, en favor de la judicial review, es decir, del control de constitucionalidad ejercido por jueces y tribunales. James Madison que, no olvidemos, junto con Thomas Jefferson pasaría a integrar la facción republicana opuesta a los federalistas, por lo que en principio era más sensible a las necesidades de los estados, anticipaba la humana y fácilmente previsible oposición de los estados a sentencias dictadas en su contra, y que en caso de desobediencia, el uso de la fuerza, aun cuando no deseable, sería “necesario”.

Pero Madison no sólo anticipaba dificultades futuras, sino que enumeraba males presentes, como la “mutabilidad de las leyes de los Estados”, que califica de “serio mal”. En este punto, Thomas Jefferson, en su respuesta, coincidía en que “la inestabilidad de nuestras leyes es realmente un mal inmenso” y proponía como solución que “exista siempre un periodo de doce meses entre la presentación de un proyecto y su aprobación: que entonces se permita su aprobación sin cambiar una palabra; y que, si las circunstancias requieren una tramitación más rápida, debería contar con la aprobación de dos tercios de cada cámara, en vez de una mayoría simple.

Casi dos siglos y medio después, los padres fundadores continúan ofreciendo lecciones para el presente.

FRANKLIN ROOSEVELT CONTRA EL TRIBUNAL SUPREMO.

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El 27 de mayo del año 1935, el presidente Franklin Delano Roosevelt entró en estado de shock. El principal instrumento legislativo que se constituía como elemento clave del New Deal, y en el que tantas esperanzas había puesto, era expulsado del ordenamiento jurídico.
En efecto, ese día el Tribunal Supremo de los Estados Unidos había dictado tres sentencias que suponían un auténtico varapalo jurídico para la Casa Blanca. Destacaba entre ellas la Schechter Poultry Corp v. United States, que declaraba la inconstitucionalidad de la National Industrial Recovery Act, aprobada por el Congreso de los Estados Unidos el día 13 de junio de 1933 y sancionada por el Presidente tres días más tarde. El chief justice Charles Evans Hughes (a quien un coetáneo describió como «semejante a Dios todopoderoso«) asumió la tarea de redactar la sentencia, que gozó del apoyo unánime de sus colegas anuló el texto legal sobre la base de que no sólo vulneraba el principio de separación de poderes (dado que la ley en cuestión efectuaba una amplísima delegación de funciones en favor del ejecutivo) sino que excedía las atribuciones que el texto constitucional otorgaba al Congreso de los Estados Unidos. El bofetón jurídico que el Tribunal Supremo había propinado al ejecutivo fue, pues, notable.
A Roosevelt no le sorprendió la oposición de algunos de los magistrados del Tribunal Supremo, pero sí que no esperaba una sentencia en su contra, y menos aún que la misma fuera unánime, dado que existía una enorme división interna en citado órgano judicial con dos bloques ideológicos equilibrados y con un magistrado, el juez Owen Roberts, que servía de equilibrio entre ellos. Precisamente debido a tal circunstancia, era de esperar que, por ejemplo, la concepción que de la división de poderes tenía James McReynolds (juez que, por cierto, en alguna ocasión se había referido en privado a Roosevelt como “ese hijo de puta”) le llevase a votar en favor de declarar la inconstitucionalidad de la ley. Pero un atónito Roosevelt llegó a preguntar a sus asesores “dónde se encontraban” Cardozo y Brandeis, dos de los jueces de talante más avanzado y que habían sumado sus votos a los del resto de colegas.
Roosevelt no logró digerir el golpe y rumió su venganza, que intentó consumar tras su victoria en las elecciones presidenciales de 1936. Una vez revalidada su mayoría, tomó una decisión a espaldas del partido, y que reveló sólo a su círculo más íntimo: intentaría fabricarse una mayoría en el Tribunal Supremo incrementando el número de miembros de dicha institución, lo que le permitiría nombrar jueces cercanos a sus posturas. Dicha iniciativa, que recibió popularmente el nombre de Court-packing plan, una vez se hizo pública fue recibida con enorme recelo, cuando no abierta hostilidad. La prensa, de forma casi unánime, mostró su oposición a lo que veía como un claro intento de orientar de forma burda la jurisprudencia del Tribunal Supremo en un sentido favorable al poder ejecutivo. Y aunque el mismo Roosevelt salió a la palestra a defender personalmente su iniciativa, la misma no logró recabar el apoyo ni de la propia formación que sustentaba al presidente.

Con todo, el propio Tribunal Supremo se encargó de dar la puntilla al inquilino de la Casa Blanca al denunciar sutilmente los verdaderos motivos que subyacían en la iniciativa. En efecto, Roosevelt había justificado su iniciativa para aumentar el número de jueces del Tribunal amparándose en la provecta edad de los magistrados que lo integraban (cuya media rondaba los setenta) y que ello tenía sus efectos en el ritmo de trabajo de la institución. Sin embargo, los propios jueces del Tribunal Supremo hicieron ver que no existía ningún retraso y que el órgano judicial tramitaba con mucha agilidad los asuntos que le llegaban, por lo que la excusa de las dilaciones no era cierta.
El proyecto con el cual Roosevelt pretendía hacerse un Tribunal a su medida estaba, pues, destinado al fracaso. La puntilla al mismo la ofreció un luctuoso acontecimiento. El 14 de julio de 1937, el Jefe de la Mayoría en el Senado, Joseph T. Robinson, senador por Arkansas y uno de los escasos apoyos del presidente, fallecía en su domicilio a consecuencia de un ataque al corazón.
No obstante, esa fue una dulce derrota, pues Roosevelt permaneció en la Casa Blanca durante doce años completos, lo que le permitió designar, cuando se fueron produciendo vacantes, nada menos que ocho jueces mediante el cauce ordinario constitucionalmente previsto.

EL JUICIO DE LA «MATANZA DE BOSTON»: CUANDO SE IMPARTÍA JUSTICIA Y NO «POPULISMO JUDICIAL»

 

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La mañana del segundo martes del mes de marzo del año 1770, en el Tribunal Superior de Judicatura con sede en la ciudad de Boston, tuvo lugar la vista de un juicio penal de enorme relevancia y que despertó la atención de gran parte de la población de la ciudad portuaria capital de la colonia de Massachussets. En una urbe donde el caldo de cultivo revolucionario hervía cada vez más hasta el punto de desbordarse ya de forma manifiesta, y donde el hostigamiento hacia los soldados británicos era cada vez mayor, un tribunal de justicia y un jurado de hombres libres de la colonia debía pronunciarse sobre la inocencia o culpabilidad de varias personas, todas ellas soldados del Vigesimonoveno Regimiento de Infantería de Su Majestad. Los cargos eran ciertamente graves, pues se les imputaba nada menos que el haber abierto fuego y asesinado a cinco personas el lunes día 5 de marzo de 1770, hecho este último que, merced a las exageraciones propagandísticas de los integrantes de la sociedad revolucionaria “hijos de la libertad” comenzó a ser denominada la “matanza de Boston.”

El juicio se celebró en un ambiente manifiestamente hostil hacia los acusados, en quienes se personalizaba el descontento que los líderes independentistas manifestaban hacia la Corona británica, y hacia quienes se trataba de canalizar el odio que en los bostonianos despertó el intento de gravarles con tributos injustos y que, además, habían sido aprobados por un Parlamento en el cual los colonos no tenían representación alguna. La presión social sobre los jueces y sobre los jurados (que, no olvidemos, eran habitantes de la colonia) era, por tanto, evidente y manifiesta, y los propios soldados británicos acusados pocas ilusiones se hacían sobre su nada halagüeño futuro. Nada mejor que una lectura de los hechos imputados:

“No teniendo el temor de Dios ante sus ojos, sino movidos y seducidos por la instigación del diablo y sus propios malvados corazones, el quinto día del presente Marzo, en el citado Boston y en el citado condado, con la fuerza de las armas, de forma criminal, voluntaria y con premeditada malicia, asaltaron a Crispus Attuchs, que se encontraba entonces en la paz de Dios, y del citado Lord el Rey, y que el citado William Warren, con un arma del valor de veinte chelines, que entonces portaba con sus dos manos, cargó la misma con pólvora y dos balas de plomo, que allí y entonces, de forma criminal, voluntaria y con la premeditada malicia ya citada, disparó y descargó en y contra el citado Crispus Attuchs, y el citado William Warren, con las citadas balas de plomo disparadas de la citada arma, entonces y allí por la fuerza de la citada pólvora disparada y descargada de la forma descrita, allí y entonces, de forma criminal, voluntaria y con premeditada malicia, derribó, penetró e hirió al citado Crispus Attuchs en y sobre la parte derecha del pecho en la parte inferior de la tetilla derecha del citado Crispus, una herida mortal de una profundidad de seis pulgadas y una anchura de una pulgada; e igualmente acertando al citado Crispus con la otra bala, disparada y descargada por el citado William Warren, en y sobre la parte derecha del pecho, un poco debajo de la tetilla izquierda del citado Crispus, otra herida mortal de seis pulgadas de profundidad y una pulgada de anchura, heridas mortales de las cuales el citado Crispus Attuchs allí y entonces murió de forma instantánea; y que los citados Thomas Preston, Wiiilam Wemms, James Hartegan, William M´Cauley, Hugh White, Matthew Killroy, William Warren, John Carrol, Hugh Montgomery, Hammond Green, Thomas Greenwood, Edward Manwaring y John Munroe, entonces y allí, de forma criminal, voluntaria y con premeditada malicia, estando presentes, ayudaron, socorrieron, instigaron, apoyaron, asistieron y sostuvieron al citado William Warren a hacer y cometer la felonía y asesinato descrito.”

Imagínense la lectura del párrafo anterior en una sala abarrotada de público lleno de ira hacia los casacas rojas y que clamaba por lo que entendía un asesinato a sangre fría de un pacífico ciudadano por parte de los soldados. E imagínense lo que debió pensar, sentir y, sobre todo, manifestar el público asistente cuando los acusados se declararon “no culpables”.

Samuel Quincey, que ejercía la acusación como letrado de la Corona, en su exposición inicial, aun teniendo el ambiente a su favor, hizo gala de un apego a los ritos procesales y a la necesidad de un pronunciamiento de culpabilidad sobre la base de las pruebas que se presentasen en la vista:

“Con la venia de Sus Señorías, y de ustedes, caballeros del jurado.
Los prisioneros en los estrados son una partida de soldados pertenecientes al Vigesimonoveno regimiento de Su Majestad, que en la noche del 5 de Marzo pasado, fueron inducidos por alguna causa u otra a abrir fuego sobre los habitantes de esta ciudad en King Street.
Se les acusa de cinco delitos distintos, de asesinar premeditada y voluntariamente a cinco personas diferentes mencionadas en los respectivos cargos; de cada uno de ellos se han declarado no culpables; y en base a dicha alegación se arroja sobre la corona la carga de probar los hechos que se les imputa. Es mi deber por tanto ofrecerles las pruebas que apoyan dicha acusación, y el vuestro, caballeros del jurado, determinar si son culpables o no.
La causa es solemne e importante; no menos de ocho de sus compatriotas han de vivir o morir. Una causa fundada en los más melancólicos hechos que ha tenido lugar en el continente americano, y quizás de mayor expectación que cualquiera que ha tenido lugar ante un tribunal de justicia civil en esta parte de los dominios británicos.
Soy consciente de lo difícil que es, en casos de este tipo, y especialmente en estos momentos y en este caso, de mantener la imparcialidad; pero les recuerdo que están vinculados no sólo por las naturales obligaciones hacia Dios y los hombres, sino por su juramento, a examinar las pruebas sin parcialidad o prejuicio; no necesito por tanto advertirles de su deber a este respecto; es sobre las pruebas y el derecho que resulte aplicable a los mismos de los que ustedes, caballeros, por el lenguaje de su juramento, ha de emitir el veredicto.”

Pese a lo impopular que resultaba la defensa de los odiados soldados de Su Majestad, éstos contaron con una defensa de primer orden: la de un brillantísimo abogado de Massachussets llamado John Adams. Éste inició su largo e impresionante alegato final con una cita del Marqués de Becaría en base a la cual pretendía dar cuenta de lo difícil de su posición ante la ciudadanía, pero que esa difícil situación en modo alguno le impediría cumplir con su deber:

“Si fuese el instrumento para preservar una vida, las bendiciones y lágrimas de agradecimiento de ésta serían suficiente consuelo para mí, a pesar del desprecio del resto de la humanidad.”

Demostrando una notable erudición (con numerosas citas de autoridades inglesas) ofreció una apasionada y brillantísima defensa, basada en que los soldados no hacían otra cosa que cumplir con su deber. Ante el hostigamiento que sufrían por parte de una población descontenta que les arrojaba todo tipo de objetos, no quedaba otra opción que la defensa de la posición que, como militares, tenían encomendada:

“Caballeros, la ley ha plantado cercas y barreras alrededor de todo individuo; es un castillo que rodea a cada persona así como a su hogar.”

Tras el largo alegato de John Adams y tras recibir las instrucciones de los jueces, el jurado falló de forma unánime en favor de los acusados, declarándolos no culpables.

Aun cuando los párrafos anteriores se han extraído de las actas del juicio (que constan publicadas), existe una dramatización del célebre proceso en el primer capítulo de la magnífica serie John Adams, que lleva a la gran pantalla la biografía que del personaje elaboró David McCullough. Aquí se la ofrecemos al lector interesado, que puede visualizar cómo era un juicio en un tribunal americano durante los últimos años de la época colonial:

A la vista de lo ocurrido en Boston aquel día del mes de marzo de 1770, no puedo por menos que alabar el alto sentido de la responsabilidad de los miembros del jurado, que adoptaron una decisión ciertamente impopular, pero ajustada a derecho. Fueron doce miembros que en un ambiente claramente hostil hacia todo cuanto representase a Gran Bretaña, absolvió a varios soldados ingleses del cargo de asesinato de ciudadanos americanos.

Es una lástima que a punto de entrar en la tercera década del siglo XXI, el más alto tribunal español no pueda, ni de lejos, compararse con ese humilde Tribunal Superior de Judicatura de la colonia de Massachussets. Basta una simple mirada a las últimas resoluciones emanadas de las distintas Salas de dicho órgano para ver que el mismo parece haber arriado la bandera de la imparcialidad y emitir sus fallos con un ojo puesto en los platós de televisión y otro en las manifestaciones populares. Triste, pero así parece.