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EL MIEDO COMO CATALIZADOR DE LIMITACIONES Y RESTRICCIONES.

Este mes de agosto, el redactor de las presentes líneas procedió a desconectarse totalmente de su actividad cotidiana, algo que aprovechó para sumergirse de lleno en una de sus pasiones, la lectura en general, y la novela histórica en particular. Así, junto a José María el Tempranillo y Men Rodríguez de Sanabria, dos folletines decimonónicos del prolífico y hoy algo olvidado Manuel Fernández y González (el “Dumas español”) el tercer libro que pasó por mis manos fue nada menos que el ya clásico Africanus, la primera de las novelas de la trilogía que Santiago Posteguillo dedicó al enfrentamiento entre Cartago y Roma, personalizadas en los dos interesantísimos personajes que fueron Aníbal y Publio Cornelio Escipión “el africano”. Y fue en esta última donde me encontré con un párrafo demoledor que trasciende de la obra para aplicarse a cualquier época, y que, de hecho, pese a que la novela fue publicada por vez primera en 2006, parece estar redactado en 2020/2021.

Situémonos en el contexto del párrafo. Aníbal ha obtenido varios éxitos en Hispania (entre ellos, la toma de Sagunto, urbe aliada de Roma pese a estar en territorio cartaginés). Roma ha declarado la guerra a Cartago y Aníbal ha cruzado los Alpes dirigiéndose a Roma. Ante ello, uno de los senadores más veteranos, Quinto Fabio Máximo mantiene una reunión en su finca de las afueras de Roma, a la que asisten su hijo del mismo nombre, su protegido Quinto Porcio Catón y el senador Terencio Varrón. Ante su sorprendida audiencia, Fabio Máximo afirma que los momentos son propicios para que “nosotros construyamos nuestra propia estrategia”, distinta de la que tiene el Senado romano. Y para ello, va a servir de un poderoso aliado: el miedo. Al ser preguntado por Terencio Varrón si “sólo con el miedo vamos a manejar al Senado y al pueblo”, Fabio Máximo responde con un elocuente párrafo ante lo cual, los asistentes “no daban crédito a sus oídos” por lo que implicaba:

“Con el miedo, querido amigo Terencio Varrón, se pueden conseguir muchas cosas, se puede conseguir todo. El miedo en la gente, hábilmente gestionado, puede darte el poder absoluto. La gente con miedo se deja conducir dócilmente. Miedo en estado puro es lo que necesitamos. Lo diré con tremenda claridad, aunque parezca que hablo de traición: necesitamos muertos, muertos romanos; necesitamos derrotas de nuestras tropas, un gran desastre, que nos justifique, que confunda la mente de nuestra gente, del pueblo, del Senado. Nosotros, en ese momento, emergeremos para salvar a Roma.”

Si uno reflexiona un poco, se verá que en la gestión de la pandemia del COVID-19 los distintos ejecutivos (tanto central como autonómicos) han estado más preocupados por agitar el miedo e infundir pavor a la población con la que justificar a veces medidas restrictivas que poco o nada tenían que ver con el COVID, pero aprovechando que el Pisuerga y el Esgueva pasan por la capital pucelana se aprovechó para imponerlas. El miedo agitado desde los distintos gobiernos (ayudados por unos medios de comunicación tan poco escrupulosos como la casta política) sirvió para imponer confinamientos domiciliarios utilizando un instrumento jurídico inadecuado, suprimir o limitar servicios públicos esenciales, imponer el cierre de negocios, paralizar la actividad en general y circunstancias similares. Cuando fue preciso, se acudió al comodín de los “técnicos” (un presunto comité que ulteriormente se demostró que no existía), pero tampoco nuestros dirigentes tuvieron empacho en apartarse de las recomendaciones de los facultativos cuando el interés político predominaba sobre el sanitario.

Quien suscribe facilita tan sólo un ejemplo de que el COVID-19 se ha convertido en el auténtico “comodín” de las Administraciones para, cuando les conviene, tomar medidas absolutamente incoherentes. Dos de los días más calurosos del verano, en la hora punta, se cerró al público la playa de San Lorenzo en Gijón, presuntamente por “exceso de aforo”, justificando la medida, no podía ser menos, por la necesidad de “prevenir contagios”. Tal cierre podría tener sentido si no fuera por dos “pequeños detalles”, que diría el inolvidable teniente Colombo. Primero, que otra de las playas gijonesas, la de Poniente (que, a cierta distancia de la anterior, no es la zona principal de baños), contaba proporcionalmente con bastante más aforo que San Lorenzo, y sin embargo, ni se cerró al público ni daba la impresión que nadie se preocupase por contabilizar los usuarios. Segundo, los autobuses urbanos (que, a diferencia de las playas, son recintos pequeños y cerrados) circulaban abarrotados de gente sin que nadie (ni personal de la empresa ni miembros del cuerpo de policía local) controlase el número de pasajeros. Alguien podría pensar quizá que la circunstancia de que el servicio de transporte urbano, a diferencia del uso de las playas (que, hoy por hoy -veremos cuánto dura- es gratuito) es de pago ha debido tener cierto peso en mirar hacia otro lado en lo que al número de pasajeros se refiere, pero sin duda alguna esto deberá a la malevolencia natural de quien albergue tan erróneo parecer.

Piense el amable lector cuántas medidas absolutamente injustificadas se han tomado esgrimiendo como justificación la lucha contra el COVID. Un ejemplo concreto: suprimir la actualización de las páginas de transparencia. Sin duda alguna, debe ser que la enfermedad debe atacar primordialmente los gobiernos abiertos y de ahí la opacidad.

Como decía Fabio Máximo, tan sólo se trata de gestionar hábilmente el miedo. Una población atemorizada es capaz de tolerar comportamientos intolerables. Lo estamos viendo un día sí y otro también.

LA DRAGONTEA: UN LOPE POETA CANTA LAS GLORIAS ESPAÑOLAS EN BUSCA DE UN DESTINO…..ADMINISTRATIVO.

En el interesantísimo e imprescindible libro Making your case: the art of persuading judges, escrito mano a mano entre el juez Antonin Scalia y el profesor Bryan A. Garner, los autores indicaban a los letrados (potenciales destinatarios de la obra) que uno de los mejores consejos que podían ofrecerles cuando tuviesen que enfrentarse al folio en blanco para redactar un escrito forense no era otro que leer. Mas no textos legales, sentencias o textos vinculados al mundo jurídico; la recomendación se ceñía a aconsejar la lectura de textos literarios, o, por decirlo en otras palabras, buena literatura. Curiosamente, el jurista y diplomático Gonzalo Fernández de la Mora, en uno de los capítulos de su libro de memorias Río Arriba, al plasmar su encuentro con el maestro Azorín, constata la recomendación que éste le ofreció: “No olvide nunca nuestros clásicos”. Cruzando ambas recomendaciones, durante estos cuatro días festivos he apartado de mí el amargo cáliz de los textos legales y jurisprudenciales para volver a uno de los grandes nombres de la historia literaria española, lo que me ha permitido descubrir no sólo una de las facetas más desconocidas de la pluma más ilustre del Siglo de Oro, sino que determinados comportamientos y actitudes que creemos privativos de nuestra época no lo son tanto y cuentan con hondas raíces en nuestra maltratada historia.

Hace unos días cayó en mis manos un ejemplar de La Dragontea, el extenso poema épico que Lope de Vega elaboró en 1598 para glosar la derrota que un año antes sufrió en las Indias Occidentales el corsario inglés Francis Drake a manos de fuerzas españolas. Esto puede quizá sonar extraño, porque debido a las tendencias sadomasoquistas de la historiografía española se ha incidido más en las derrotas, e incluso transformar en derrotas acontecimientos que no lo son tanto, mientras que se cubren con un manto de silencio episodios favorables a nuestros intereses. Un simple vistazo al reciente estudio La contraarmada, de Luis Gorrochategui, permite al lector comprobar que el fracaso de la que en la propia historiografía inglesa se conoce como the spanish armada, no fue una derrota sufrida a manos inglesas (dado que los marinos ingleses rehuyeron sistemáticamente el enfrentamiento), mientras que la respuesta inglesa, al mando precisamente de Drake, con los intentos de destruir la flota española fondeada en el puerto de Santander, así como de conquistar Lisboa para despojar a Felipe II del trono portugués instalando en su lugar al prior de Crato se saldaron con una derrota sin paliativos, que hoy nadie recuerda salvo en La Coruña debido a la heróica gesta de María Pita. Cinco años más tarde, Francis Drake volvió a cosechar un fracaso en la América española, y es aquí donde entra en juego el fénix de los ingenios.

En 1598, Felipe II había ordenado que se cesase la representación de comedias en los teatros, cegado así una de las fuentes de ingresos de los dramaturgos, entre los que descollaba ya Lope de Vega. Éste reorientó su genio hacia la poesía tanto pastoril (La Arcadia) como épica, siendo fruto de esta última La Dragontea, largo poema donde se canta la derrota de Drake (Draque en el texto lopesco) y los ingleses ensalzando a la vez las armas españolas. Ahora bien, esta obra no fue escrita por amor al arte, sino que junto a las necesidades puramente económicas (al haberse cegado la fuente de ingresos por las comedias) se añadía la búsqueda de una promoción política, dado que Lope aspiraba nada menos que al puesto de cronista real, es decir, nada menos que el encargado de plasmar la versión oficial de los acontecimientos. Lope no era objetivo, pues la obra se insertaba en una lucha personal para adueñarse de los frutos de la victoria sobre Drake, lo cual explica tanto la escasa difusión de la obra como su escaso éxito. En otras palabras: Lope buscaba poner su talento al servicio de una buena causa tanto nacional (entonar una loa a las glorias victoriosas de las armas castellanas) como personal (la búsqueda del puesto de cronista oficial en unos momentos donde estaba proscrita la representación de comedias).

La victoria tiene muchos padres, mas la derrota es huérfana. Así, dos personas se atribuían la victoria española sobre el inglés: Alonso de Sotomayor (presidente de la Real Audiencia de Panamá) y Diego Suárez de Amaya, capitán general de la ciudad panameña de Nombre de Dios. Esa lucha tuvo lugar en las postrimerías del reinado de Felipe II (recordemos que éste fallece en septiembre de 1598, año en que Lope remata La Dragontea), y el rey prudente se inclinó por Sotomayor, a quien dio la parte del león. Lope, que redactó la obra por encargo de un entorno cercano al entonces marqués de Denia y futuro duque de Lerma (para lo cual se le facilitó acceso privilegiado a determinados fondos) tomó partido por Suárez de Amaya, y dedicó significativamente la obra al príncipe de Asturias, que se convertiría en rey ese mismo año. Lope solicitó una licencia de impresión en el reino de Castilla, que le fue denegada, ante lo cual solicitó la preceptiva autorización en el reino de Aragón, más concretamente en la ciudad de Valencia, siéndole otorgada la misma y difundiéndose de forma limitada en dicho territorio. Las instituciones castellanas trabaron conocimiento de la misma y se dirigieron por escrito al rey Felipe III para que impidiese la difusión de una obra que cuestionaba la versión “oficial” de la derrota de Drake, ante lo cual el monarca prometió recoger todos los ejemplares de la obra, algo que no se llevó a efecto.

La Dragontea está íntegramente redactado en octavas reales, y dividida internamente en diez cantos. Abundan las alegorías (por ejemplo, en el primer canto, donde una figura que representa la Religión Cristiana acompañada de tres mujeres que simbolizan a España, Italia y Las indias, acude a Dios para reclamar su ayuda frente a los ataques corsarios berberiscos e ingleses) y contiene un riquísimo acerbo donde los símiles y evocaciones bíblicas rivalizan con las procedentes de la mitología clásica. Pero, sobre todo, abundan las magníficas descripciones poéticas que sumergen al lector en travesías marítimas, batallas y naufragios. No me resisto a dejar de ofrecer un ejemplo al lector. Una fragata española que regresaba de las Indias portando un cargamento de plata es sorprendida por una fuerte tormenta. El piloto no cesa de impartir órdenes para tratar de gobernar su nave, que pierde su rumbo vagando a merced totalmente de los elementos mientras la tripulación se encomienda a varios miembros del santoral a fin de que éstos preserven sus vidas. Ese cuadro es versificado por el Fénix de la siguiente manera:

“Ya de Atanasio, de Agustín, de Anselmo

se escucha el verso con gemir profundo

pero tiene Orión calado el yelmo

y está por todas partes iracundo.

Cástor y Polux cubren a San Telmo

Suena el tonante Júpiter, que el mundo,

Como quien rompe tablazón de ripios

Parece que le vuelve a sus principios

[…]

Grita el piloto: “¡Arriba, arriba, cierra!

Lanza el leme a la banda!”, más ya loca

Indómita la nave en todo yerra

Y tal vez el penol el agua toca.

El caballo del mar al de la tierra

La dura inobediencia de la boca

Quiere imitar, menospreciando el freno

De sacudida espuma y sangre lleno”

En definitiva, una buena oportunidad de acercarnos a la vertiente más desconocida de Lope. La edición consultada, además (Cátedra), cuenta no sólo con abundantes notas que ayudan a explicar y entender la obra en su contexto y ayuda a comprender el sentido de estrofas redactadas de forma harto compleja, sino con una espléndida introducción de Antonio Sánchez Jiménez que bucea en las fuentes utilizadas por Lope así como en los objetivos últimos perseguidos por el fénix.

Pero la obra demuestra, además, que comportamientos que estamos habituados a observar en nuestra vida cotidiana están hondamente arraigados en nuestro pasado. Así, el artista que vende su talento para medrar profesionalmente no dudando en tomar partido por un sector político y manipulando los hechos en su favor. O la ausencia de coordinación administrativa, puesto que las autorizaciones que en un lugar se deniegan en otros se conceden. 

Lope de Vega, moderno en todos los sentidos.

LA «VERDAD DESNUDA»: EL DERECHO UN «JOROBADO» Y LA BALANZA DE LA JUSTICIA «PESANDO VERDURAS».

Sin duda alguna, Carlos Arniches es uno de los grandes autores teatrales. La edición de su Teatro completo, publicado por Aguilar a finales de los años cuarenta del pasado siglo (y que, paradójicamente, no incluye todas sus obras sino únicamente las elaboradas en solitario) permiten disfrutar de este dramaturgo alicantino que elevó el madrileñismo a cotas difícilmente alcanzables. Algunas de sus piezas (como Los caciques o El señor Badanas) son una acerva crítica a situaciones que pueblan el mundo de la Administración local, y a las que pronto dedicaremos un post. Otras, sirven para mover al espectador a hondas reflexiones, como en La señorita de Trevélez, donde incide en la burla inmisericorde que varios señoritos de una pequeña ciudad perpetran contra uno de sus amigachos utilizando como instrumento involuntario a una joven no muy atractiva de la localidad. Buena prueba de la evolución o, más bien, involución de los tiempos es la moraleja final de la citada “farsa cómica”, pues si la cruel burla a que el infame Tito Guiloya y sus colegas del “Guasa Club” sometieron a Flora de Trevélez y a Numeriano Galán era objeto de reprobación en las líneas finales de la obra, casi un siglo más tarde esa misma burla se haría acreedora no a que se recompensase a sus autores con “los honores de la casa…..de la casa de socorro”, sino con un suculento contratos de cesión de derechos audiovisuales magníficamente retribuido.

No obstante, las obras citadas son fruto de la pluma del Arniches maduro. En su juventud, a finales del siglo XIX, fue autor en colaboración de numerosas piezas en un acto, que han sido recuperadas en la edición que de las Obras completas de dicho autor viene publicando la benemérita Biblioteca Castro. Entre ellas se encuentra La verdad desnuda, una “sátira social cómico-lírica en un acto y cinco cuadros, en verso y prosa” escrita mano a mano con Gonzalo Cantó. Se trata de una obra alegórica que muestra el encuentro de la Buena fe (que desciende de los cielos hacia el mundo) y la Verdad (que huye despavorida de la tierra y sus habitantes). En el diálogo inicial, Arniches y Cantó se sirven de un símil judicial para mostrar al espectador los motivos por los cuales la verdad, más que huir, ha sido proscrita del ámbito terrenal:

“BUENA FE: ¿Es posible?

¿Y salías de la tierra

llorosa y triste?

VERDAD: Y proscrita

Que me impusieron ta pena

Los jueces del tribunal

Que hoy en el mundo sentencian.

BUENA FE: ¿Y quienes son esos jueces?

VERDAD: Don infundio, juez de rectas

Intenciones, don Chanchullo,

Que es el fiscal que condena,

Y don Compadrazgo, que es

El que hace las defensas”

La situación descrita adquiere ribetes tragicómicos cuando la Verdad extrae del saco que lleva consigo numerosos objetos que sirven para mostrar a su interlocutora la Buena Fe los motivos por los que ha sido expulsada del mundo de los vivos. Es significativo que los primeros objetos que muestra sean representativos de la Justicia mundana. Veamos cómo se ilustra el mundo del Derecho en este diálogo entre tan altas virtudes, un diálogo tan suculento y vivo que, aun escrito en el año 1888, las reflexiones últimas quizá al iniciarse la tercera década del siglo XXI no disten tanto de la fecha en la que se publicaron las siguientes frases::

“BUENA FE: ¿Una espada hecha pedazos?

VERDAD: ¡La de la ley!

BUENA FE: ¡Oh!

VERDAD: Pues ésta

Ensarta al pobre y al débil

Pero ante el rico se quiebra

BUENA FE: ¿Un muñeco jorobado?

VERDAD: El derecho humano.

BUENA FE: ¡Buena

Figura…! Será él torcido.

¡Calle!, y aquí unas tijeras.

VERDAD: La lengua de un envidioso.

BUENA FE: ¿Una balanza?

VERDAD: Pues esta

Llena de trampas y engaños

La compré a una verdulera.

Perteneció a la justicia

Que se pesaba con ella,

Sirvió al fin para legumbres

Que hoy la justicia no pesa.”

La espada de la ley rota en pedazos por “quebrarse” ante el rico, el derecho positivo representado por un “muñeco jorobado”, y la balanza antaño perteneciente a la Justicia degradada a instrumento destinado al pesaje de verdulerías.

Es cierto que nos encontramos ante una “sátira” que sus autores adjetivada de “comico-lírica” por sus autores. Pero lo cierto es que los dramaturgo que concibieron tal juguete cómico y que redactaron tan brillante diálogo quizá no se dejaron de mantener los pies en el suelo y tras esa divertida planeación escondían unos pensamientos bastante más amargos.

JUSTICIA, LEY Y JUECES EN UNOS PÁRRAFOS DEL PRIMER VALLE-INCLÁN

En el año 1908 don Ramón María del Valle Inclán publicó su breve novela Los cruzados de la causa, primer tomo de la trilogía dedicada a las guerras carlistas. Situada cronológicamente en el tercero de los conflictos dinásticos, ubicó la acción en un universo geográfico que le era plenamente familiar y que ya había servido como marco de sus Sonatas: Viana del Prior y las tierras de Lantañón, ficticias localidades situadas en la brumosa Galicia. También optó por utilizar personajes que ya habían aparecido en obras anteriores: el Marqués de Bradomín y Juan Manuel Montenegro. En unos años donde el novelista aún mantenía vivas las simpatías por el tradicionalismo, don Ramón planteaba en su novela el contraste entre la Galicia rural, apegada a las tradiciones arrumbadas, y el inevitable progreso que simbolizaba el constitucionalismo. Así, el “caballero legitimista” (tal y como se define machaconamente, a lo largo de la novela, a Bradomín) y el vinculero Montenegro se mantienen apegados a los viejos ideales de la nobleza titulada con los que intentan sobrevivir en un mundo que les es ajeno. Esa quiebra del respeto a que se sentían acreedores los viejos nobles se muestra claramente en el tercer capítulo, cuando Juan Manuel Montenegro reflexiona acerca del retorno del Marqués de Bradomín a su viejo palacio, regreso que se consuma en el silencio de una noche lluviosa. Ante dicha situación, Montenegro afirma: “En otro tiempo, mi sobrino hubiera entrado en la villa a son de campanas. Es el privilegio obtenido por la defensa que hizo uno de sus antepasados, y también mío, cuando arribaron a estas playas piratas ingleses.”

No obstante, ya en las páginas finales de la novela, es el mismo Juan Manuel Montenegro quien efectúa unas curiosas reflexiones sobre la Justicia, la Ley y los Jueces, a través de un diálogo con la Madre Abadesa, una religiosa a la que se encuentra unido por vínculos familiares. Cuando ésta habla de la eficacia de las leyes, don Juan Manuel efectúa la siguiente reflexión, seguida de un diálogo muy revelador de la personalidad del vinculero:

“-¡Hablan de las leyes como de las cosechas! Yo, cuando siembro, todos los años las espero mejores…Las leyes, desde que se escriben, ya son malas. Cada pueblo debía conservar sus usos y regirse por ellos. Yo cuento setenta años, y jamás acudí a ningún alguacil para que me hiciese justicia. En otro tiempo mis abuelos tenían una horca. El nieto no tiene horca, pero tiene manos, y cuando la razón está en su abono, sabe que no debe pedírsela a un juez. Pudiera acontecer que me la negase, y tener entonces que cortarle la diestra, para que no firmase más sentencias injustas. La primera vez que comprendí esto, era yo joven, acababa de morir mi padre. El Marqués de Tor me había puesto pleito por una capellanía, pleito que gané din derecho. Entonces me fui adonde estaba mi primo, y le dije: Toda la razón era tuya, córtale la mano a ese juez y te entrego la capellanía.
-¡No lo haría!
-No lo hizo…Pero yo le devolví la capellanía.
-¡Pobre Marqués de Tor, me lo figuro! ¡El siempre tan mirado!
Y don Juan Manuel levantó los brazos:
-¡Y aquel mentecato aún siguió en pleitos toda su vida, acatando la justicia de los jueces!”

Las reflexiones y el diálogo anterior muestran de cuerpo entero la ideología de Montenegro que, digámoslo claramente, en parte compartía el propio Valle-Inclán. No cree en la justicia humana personalizada en los jueces, contra la que expresamente se pronuncia y se rebela, mas sin embargo ello no le impide regirse por un código de honor periclitado, hasta el punto que pese a ser beneficiario de una sentencia judicial que le otorga un determinado honor, renuncia a él entregándoselo a otro porque considera que el fallo a su favor es injusto. No obstante, esas ideas enunciadas se desarrollan a continuación merced a un breve diálogo entre Montenegro y un canónigo:

“-Señor mío, que haya un juez venal no implica maldad en la ley.
-Hasta ahí conforme.
En los labios del canónigo se acentuaba la sonrisa doctoral:
-¿Entonces, señor mío?
Don Juan Manuel hizo un gesto violento:
-Pero si con ley buena hay sentencia mala, puede haber con ley mala sentencia buena, y así no está la virtud en la ley, sino en el hombre que la aplica. Por eso yo fío tan poco en las leyes, y todavía menos en los jueces, porque siempre he visto su justicia más pequeña que la mía.”

En ese breve diálogo de una novelita escrita hace ciento doce años se dejan planteadas cuestiones vitales relativas a la Justicia, a la ley positiva y a su aplicación. Cuando se han disuelto los vínculos entre el Derecho y la aspiración a un ideal de Justicia (debido a la asunción del dogma roussoniano de la voluntad general), y cuando la ley aprobada por los representantes de la comunidad puede no necesariamente ser buena debido a la incidencia del factor humano en su elaboración, factor humano que también puede comprometer la aplicación, uno se pregunta dónde quedó el viejo ideal de Justicia. Nadie, que yo sepa, ha dado una respuesta a esta interesante cuestión salvo el gran Alejandro Nieto, quien constató tristemente que el Estado moderno ha renunciado al objetivo de alcanzar la Justicia refugiándose en una tarea mucho más sencilla de justificar: resolver los conflictos intentando ofrecer una respuesta en Derecho.

Ideas, conceptos, reflexiones que Valle-Inclán puso en boca de uno de los protagonistas de las Comedias bárbaras. Y que, aun cuando desclasado y fuera de tiempo, no por ello dejaba de tener cierta grandeza.

Por cierto, que dada la abierta simpatía con que se abraza la causa legitimista en esta novela, uno se pregunta si en la actualidad pasaría el filtro de lo políticamente correcto y, por tanto, si no habrá quien proscriba su lectura, de la misma forma que se ha llegado a proscribir la lectura de algunos cuentos infantiles en las escuelas.

«LOS CACIQUES» (1920): DENUNCIAS DE AYER APLICABLES A LA ADMINISTRACIÓN DE HOY.

Los Caciques

En el año 2005 la editorial Cátedra publicó una cuidadísima edición de Miau, la celebérrima novela de Pérez Galdós en la que se narraban las desdichas de un pobre funcionario cesante en busca de destino. Dicha edición contaba con una extensa introducción de Francisco Javier Díez de Revenga en la que se contiene una afirmación que quedó indeleblemente impresa en mi cerebro de jurista: la Administración actual, formalmente es muy distinta a la descrita por don Benito, pero materialmente no es tan distante como pudiera parecer. Y es que, en efecto, si se raspa la superficie se verá que la capa de las innovaciones no son más que la costra que encubre viejas heridas supurantes que no acaban de cicatrizar. Es posible que en el siglo XXI no nos desplacemos físicamente mediante carruajes de tracción animal, las comunicaciones no sean epistolares y los traslados de las notificaciones ya no sean en papel; pero que los medios hayan evolucionado por la revolución tecnológica y digital, no implica que en cuanto al fondo, en cuanto al análisis material de los asuntos, la Administración continúe perpetuando viejas prácticas que en principio creeríamos desterradas de nuestro modus vivendi en su faceta jurídica.

Pongamos a prueba dicha tesis. Sugiero al amable lector que tome un ejemplar de Los caciques, la divertidísima “farsa cómica de costumbres de política rural en tres actos”, que Carlos Arniches elaborase en 1920. Dicha obra narra un episodio que afecta a los gestores públicos del pueblo de Villalgancio, especialmente a su eterno alcalde, don Acisclo Arrambla Pael. Aun cuando exagerada en sus formas (pues, al fin y al cabo, lo que se pretendía era divertir al respetable), la “farsa cómica” encubría una acerva crítica al régimen caciquil, personificado en el Alcalde que contaba a su favor con el servilismo del Secretario municipal y con el alguacil del pueblo. Si uno contempla la obra desde el principio hasta el final, verá que las situaciones descritas no son ni mucho menos desconocidas al ciudadano y al jurista de hoy. He aquí varios ejemplos:

Primero.- La obra comienza con el alcalde, de estado civil casado, persiguiendo inmisericorde a Eduarda, la esposa del celosísimo don Régulo, personaje éste vinculado al ayuntamiento para ejercer las funciones de “matrona de consumos”. Ya para abrir boca dos ilícitos de plena actualidad: delito de acoso sexual y nepotismo de la designación de personal en las Administraciones.

Segundo.- El Alcalde recibe a tres ciudadanos que vienen a presentarle quejas por irregularidades administrativas:

2.1.- El médico del pueblo, don Sabino, expone que lleva siete años sin percibir retribución alguna. El Alcalde, enojado, le sonsaca que en los dos pueblos anteriores donde sirvió el galeno le habían dejado a deber once y nueve anualidades respectivamente que no le habían satisfecho, ante lo cual brama el regidor: “Y viene usté a estrellarse conmigo, que no le debo más que siete! […] ¿No le han pagao los otros y quié que le pague yo!” Versión castiza del actual impago por las Administraciones de contratos administrativos. Pero lo divertido es la excusa que ofrece el Alcalde, que si de algo peca es de sinceridad, pues su argumento, explicitado en la obra para diversión del solaz público que acude al teatro, no deja de flotar en la inmensa mayoría de los municipios, provincias, autonomías e incluso a nivel estatal. Don Acisclo imputa al pobre doctor ser enemigo político suyo, con el siguiente razonamiento:

Y le voy a usté a probar su malquerencia, que la tengo conocía en toos los detalles. Aquí, en este pueblo de mi mando, no hay más que dos partidos políticos, ¡dos!, porque no quiero confusiones: el miísta, que es el mío, y el otrista, que son toos los demás; güeno, pues en los dos últimos años se han muerto cinco personas en el pueblo…; pues toos de mi partido. Y eso no se lo aguanto yo a usté ni a nadie. Con que, u se mueren cinco personas del partido contrario en el término de dos meses u no cobra usté un real

2.2.- El republicano Garibaldi, tras una discusión sobre mulos (el del primo del alcalde estaba aleccionado para cocear a quienes mentaban a Lerroux, aunque esto no preocupaba al republicano, que estaba enseñando a su burro a cocear a quienes invocaran a La Cierva), expone el auténtico motivo de su queja, y es la forma en la que el cartero del pueblo, primo del Alcalde, despachaba la correspondencia:

paso porque sea cartero, paso porque sea cojo siendo cartero y paso porque siendo cojo y cartero no sepa leer ni escribir; pero por lo que no puedo pasar de ninguna de las maneras es por la forma que tiene de repartir la correspondencia […] coge las cartas y las deja encima de una mesa a la puerta de su casa. Usté va y mira; que hay una carta y que es pa usté, pues deja usté cinco céntimos y se la lleva; que no es pa usté, pues deja usté diez y la coge si quiere. Y cuando se presenta el interesado a reclamar pues le ice: “¡Haber venío antes!

A lo que el Alcalde la responde: “¡Yo no os entiendo! Estáis clamando día y noche por la libertá y en cuanto un funcionario público sus deja en libertá….”. Ejemplo, pues, de nepotismo en el acceso a la función pública, desempeño de funciones públicas por personas incapacitadas para el ejercicio de sus funciones, prevaricación y enriquecimiento injusto.

Por cierto, para quien diga que Arniches exageraba, puedo citar el ejemplo (real) de una Comunidad Autónoma que en uno de sus edificios, de cinco plantas de altura (no muy amplias, dicho sea de paso) cuenta con tres conserjes por planta. Conserjes que no sólo cumplen de mala gana sus funciones, sino que incluso alguno de ellos estaba compinchado con el personal de correos para que a partir de las 12 no entrara ni saliese nada del edificio, de tal forma que a partir del medio día su tarea pudiera darse por finalizada. Este ejemplo real, digno de figurar en la obra glosada, se sitúa en 2017, no en 1920.

2.3.- Con todo, el Alcalde resuelve la petición de los ciudadanos. “Estáis faltando a la ley […] una cosa que me permite poner multas, con que a cincuenta duros caa uno.” En este caso, y a diferencia de lo que ocurre en la actualidad, don Acisclo cumplimenta con el deber de resolver, pero lo hace cometiendo abiertamente un delito de prevaricación.

Tercero.- Tras dejar el principio de autoridad bien sentado, un evento viene a turbar la placidez de la vida que disfruta el Alcalde. El Secretario municipal (que, según confesión propia, estaba en el Ayuntamiento “con aquel expediente que me dijo usté que lo estudiase para ver cómo podíamos dejar de resolverlo”) recibe una carta que remite un antiguo diputado afín al Alcalde, y en la que informa a éste que,  por una confidencia, ha tenido conocimiento que el Presidente del Consejo de Ministros, “enemigo acérrimo del caciquismo”, enviará un delegado “con órdenes severísimas para que inspecciones tu gestión administrativa durante los dieciocho años que llevas al frente de ese Municipio […] El delegado que os envía, hombre enérgico y resuelto, ha prometido al ministro que, o le rendís cuentas hasta el último céntimo, u os trae a Madrid atados codo con codo […] Uno de estos días enviarán al pueblo una sección de la Guardia Civil, para apoyar la gestión del delegado.” Estamos, pues, ante un ejemplo de tutela de la Administración Central del Estado sobre la Municipal, hoy muy diluida tras el reconocimiento de la autonomía municipal, pero de la que quedan algunos ejemplos, siendo precisamente uno de ellos cierto control financiero.

Pero veámos cual es la reacción municipal ante el anuncio de la inspección financiera, que, como veremos, no es muy diferente de la que se produce en la actualidad cuando un Ayuntamiento es objeto de una inspección:

3.1.- La reacción inicial es una mezcla de incredulidad y enojo: “¡Investigarme a mi! ¿Yo codo con codo? Antes asesino, machaco, trituro, incendio”. Baladronadas propias de la naturaleza humana ante una noticia desfavorable.

3.2.- Primera solución ofrecida en caliente: “Hay que quemar los libros”. Se plantea una disyuntiva, por cuando uno de los empleados advierte que “si los quemamos, es posible que vayamos a la cárcel”, ante lo que don Acisclo responde que: “Pero si no los quemamos, es seguro.” Así pues, destrucción de pruebas en su vertiente flamígera. Aun cuando en la actualidad no se destruyen por esa vía, sí que ejemplos recientes tenemos de trituradoras destrozando papeles comprometedores y operaciones de borrado de discos duros.

3.3.- Examen de conciencia. Se trata de verificar o anticipar qué puede encontrar el inspector. Veámos lo que escondía la turbia Administración del señor Arrambla Pael, que desgrana el Secretario Municipal:

3.3.1.-Lo más dudoso es lo de la cárcel. Ya sabe usté que había catorce presos con una consiegación de dos pesetas, que en total eran veintiocho diarias. Un día los cogió usté a todos, los dejó en libertad….” Justificación del Alcalde: “Sí, y se me olvidó suprimir la consignación en el primer año…y los demás años, pues na, pa que no creyesen que había sío de mala fe, lo fui cobrando y….” Percepción indebida de fondos públicos en concurso con prevaricación administrativa. De plena actualidad.

3.3.2.- Resumen completo de las irregularidades: “Pues claro, porque yo creo que tengamos sin pagar al médico siete años y doce sin abonar naa a la Diputación, y que los fondos pa enseñanza…y el aprovechamiento de los riegos….cuatro tonterías […] Y que se vean toos los Ayuntamientos de España, a ver si están mejor” En definitiva, prevaricación administrativa en concurso con enriquecimiento injusto, también dos delitos de plena actualidad, como lo es invocar el agravio comparativo con el trato benévolo dado a otras Administraciones.

Ante la noticia de que el Delegado del gobierno está ya en el pueblo, es el Secretario municipal quien rechaza solemnemente las tentativas de usar la fuerza bruta contra las autoridades enviadas por el gobierno central, recomendando otra opción muchísimo más segura, el “único procedimiento”, en sus propias palabras: “No nos engañemos; si esos hombres investigan de veras, vamos a la cárcel. De forma que yo que usted, lo que hacía era sobornarlos. Esto es vulgar, pero seguro. Dinero, agasajos, obsequios, discursos, músicas, cohetes, comidas….”

A partir de este momento, la obra se centra en un gracioso equívoco, que no destripo para el lector que desee pasar un buen rato con esta deliciosa obrita. O, si le parece tedia su lectura, siempre puede visionarla a través de la adaptación que Radio Televisión Española hizo en los años sesenta dentro de su benemérito Estudio Uno, que contó con unas magníficas interpretaciones de Pablo Sanz como don Acisclo y Gabriel Llopart como Pepe Ojeda, obra que ofrecemos al lector al final de la presente entrada. Este clásico se representó nuevamente en los escenarios a finales de los años ochenta, protagonizado por Antonio Garisa como el Alcalde y Rafael Castejón como Pepe Ojeda. A principios del siglo XXI se repuso nuevamente, y he de reconocer que tuve el honor de ver la representación protagonizada por Rafael Castejón (en este caso, interpretando a don Acisclo) y al genial José Sazatornil “Saza”, como Pepe Ojeda.

Un clásico que no sólo nos facilita pasar un buen rato, sino que llama a profundas reflexiones al ver cómo comportamientos denunciados en 1920 persisten en los años finales de la segunda década del siglo XXI. Buena prueba de que la Administración, aun cuando formalmente es muy distinta, materialmente sigue siendo la misma.

EVOCANDO A «AZORÍN», EL CLÁSICO MODERNO, EN EL CINCUENTENARIO DE SU FALLECIMIENTO

El pasado día 2 de marzo se conmemoraba el medio siglo del fallecimiento del gran José Martínez Ruiz, Azorín, el más longevo de los escritores que integraron la denominada generación del 98. En el año 1967, a los noventa y tres años, fallecía en su domicilio en el número 21 de la madrileña calle Zorrilla, justo lindando con la parte trasera de lo que entonces eran las Cortes Españolas y hoy es la sede del Congreso de los diputados. Había sobrevivido a todos sus colegas de generación. Miguel de Unamuno, Ramón María del Valle Inclán y Ramiro de Maeztu habían fallecido en 1936, los dos primeros por causas naturales y el último de ellos asesinado en una de las matanzas que tuvieron lugar en la capital ese trágico año; la vida de Antonio Machado se apagó en Colliure en 1939, sin tiempo a que su hermano Manuel, con quien se encontraba personalmente muy unido, pudiese llegar para verlo por última vez (triste y simbolica historia la de estos dos hermanos tan queridos y bien avenidos, separados física e ideológicamente por la guerra sin que por ello dejasen de guardarse el afecto fraternal que siempre se tuvieron; el “impío” don Pío Baroja y Nessi había fallecido en 1956, once años antes que Azorín exhalase su último suspiro.

José Martínez Ruiz, Azorín, nacido en la ciudad levantina de Monóvar, fue sin duda alguna uno de los ensayistas más prolíficos y delicados de la historia de la literatura española. Su depuradísimo estilo literario con el dominio de las frases cortas, descriptivas y evocadoras es magistral, hasta el punto que, como él mismo decía, lo realmente difícil es hacer pasar por sencillo lo que no lo es. Desde su juventud, incapaz de finalizar la carrera de Derecho (pese a sus promesas, finalmente incumplidas, de hacerlo) se orientó definitivamente hacia la literatura. Llega a la capital de España en plena crisis finisecular, del mismo modo que desde la periferia levantina lo hiciese Ramiro de Maeztu. Escritor de artículos en varios de los periódicos de la capital, llega imbuido de ideas anarquistas que se proyectan en los mismos y que aún tiñe algunas de las páginas de su primera novela, La voluntad (en uno de cuyos capítulos, uno de los personajes llega a decir expresamente “la propiedad es el mal” haciendo una glosa de la principal literatura anarquista). No obstante, esos conatos revolucionarios ceden pronto y nuestro escritor gira súbitamente hacia el conservadurismo, y de la mano de dos grandes próceres de dicha formación, Antonio Maura y Juan de la Cierva, obtiene un acta de diputado al Congreso. Salvo en los años de guerra, donde se exilió a París, toda su vida permaneció en la capital, convirtiéndose en los últimos años en una figura ya propia de otra época.

Sus obras más conocidas son aquéllas en las que pone a Castilla y su paisaje como objeto principal de análisis. Ya desde La ruta de don Quijote, recopilación en forma de libro de los quince artículos redactados en 1905 cuando el director de El Imparcial le encomendó, para conmemorar el tricentenario de la publicación de la inmortal obra cervantina, un recorrido por las tierras manchegas. Pero también destacan Un pueblecito: Riofrío de Ávila, Pensando en España, Castilla (que Inman Fox, en su estudio introductorio a la magnífica edición publicada en Austral, califica de “quintaesencia de la obra de Azorín”) o Una hora de España (versión de su discurso de ingreso en la Real Academia Española, donde hace una deliciosa evocación de la vida en las postrimerías del siglo XVI a través de unos magníficos cuadros de costumbres donde, del rey abajo, desfilan todos los estamentos). Son también de destacar sus obras de acercamiento a los clásicos de la literatura española desde un punto de vista muy personal e íntimo. Así, por ejemplo, Los dos luises y otros ensayos, Rivas y Larra (impresionante la minuciosa y crítica disección a que somete el Don Álvaro o la fuerza del sino) o Clásicos y modernos. Es autor también de diversas crónicas parlamentarias y de un libro, El político, elaborado a la manera de los antiguos memoriales.

Como admirador confeso de la obra azoriniana, son varias las obras de dicho autor que han logrado hacerse un hueco en mis preferencias. Sin duda alguna, en un lugar destacado se encuentra La cabeza de Castilla, una recopilación de artículos que tienen como lugar común la figura del Cid y el paisaje castellano, y donde aúna de forma especial descripción de estampas castellanas y análisis literario del Cantar de mio Cid. Evidentemente, Castilla, que es un fresco en el cual el autor pretendió atrapar “una partícula del espíritu” de dicha tierra, lo que hace en varias estampas de las cuales recomiendo vivamente Las nubes (una especie de visión ucrónica de La Celestina, en la cual Calixto y Melibea no han fallecido, sino que han contraído matrimonio y viven felices) así como La fragancia del vaso, una melancólica continuación de La ilustre fregona. También es de destacar la colección de cuentos Blanco en azul (blanco de las nubes y azul del cielo), que tanto gustaba al recordado don José María Martínez Cachero, uno de los más conocedores y agudos analistas de la obra de Azorín. E incluso, como cinéfilo empedernido que soy, no puedo dejar de referirme a El cine y el momento, uno de sus últimos libros y en los que en su peculiar y fácilmente reconocido estilo pasa revista a las películas que ya en su ancianidad visionaba con afecto. “He pasado en mis predilecciones, en el cine, de Walter Pidgeon a Gary Cooper. Walter Pidgeon es el prototipo del caballero en la ciudad. Gary Cooper es el prototipo del caballero en el pueblo. Los pueblos me seducen.” Con esas palabras iniciaba su breve análisis de una de las obras maestras del western, Solo ante el peligro.

Existen en el mercado ejemplares fácilmente asequibles de las obras más conocidas de Azorín. No obstante, atesoro en mi biblioteca varios ejemplares de la benemérita colección austral así como tres volúmenes de las Obras completas editadas en los cincuenta por Aguilar y la más reciente selección titulada Obras escogidas, que Espasa Calpe publicó en tres gruesos volúmenes en edición de Miguel Ángel Lozano Marco.

Nunca está de más volver nuestra mirada hacia el maestro Azorín. Porque si éste sentía pasión por los clásicos, hoy en día él mismo se ha convertido ya en un clásico.

AN INSPECTOR CALLS v NO NAME ON THE BULLET: UN EXTRAÑO COMO CATALIZADOR DEL CONFLICTO LATENTE.

An Inspector Calls

Ciudad de Brumley, mes de abril del año 1912. La familia Birling, integrada por Arthur (próspero industrial), su esposa Sybill y sus hijos Eric y Sheila celebran en el comedor de su vivienda una plácida cena familiar para institucionalizar el compromiso matrimonial de Sheila con Gerald Croft, integrante de otra próspera familia cuya fortuna está ligada igualmente a la gran industria. En la tranquilidad del hogar, donde nada parece alterar el idílico ambiente burgués de comienzos del siglo XX, mientras el patriarca de la familia, una vez finalizada la cena, comienza a esbozar un discurso alabando el espíritu de prosperidad ligada a la responsabilidad individual desligándose de todo compromiso que no sea estrictamente personal (“da la impresión de que todo el mundo está obligado a cuidar de todo el mundo…como si estuviéramos mezclados como las abejas en una colmena…, la comunidad y todas esas tonterías. Pero hacedme caso a mí, ahora que sois jóvenes, porque lo que sé lo he aprendido en la escuela de la experiencia, una maestra dura pero competente; lo que un hombre tiene que hacer es ocuparse de sus propios asuntos y cuidar de sus intereses y los de su….”) súbitamente hace su aparición en el domicilio el inspector Goole, de la policía, quien dice investigar el suicidio de una joven, Eva Smith. El inspector comienza a abordar uno por uno tanto a los miembros de la familia Birling como al propio Gerald Croft dado que, como indica el funcionario policial, “Es mi manera de trabajar. Una persona y una línea de investigación cada vez. De lo contrario, todo se complica”. Merced a esa técnica, van haciendo su aparición oscuros secretos familiares, acciones nada halagüeñas que ponen de relieve episodios desconocidos de la vida de cada uno de los miembros de la aparentemente intachable familia y como las acciones de uno van a influir de forma decisiva no sólo en los acontecimientos que afectan al resto de miembros de la familia, sino en el de terceras personas. Al final, como en un gran puzzle donde todas las piezas encajan, se ofrece el resultado final de las pesquisas y se logran desvelar tanto los motivos por los que una joven llena de vida ha optado por el suicidio como los episodios ocultos de la familia Birling (no delictivos, pero sí moralmente reprobables) que la figura del inspector ha logrado sacar a la luz.
El párrafo anterior describe someramente el argumento de An inspector calls, la celebérrima obra teatral de J.B Priestley, cuyo estreno tuvo lugar en el año 1946 con un ya consagrado Ralph Richardson en el papel del inspector Goole (de hecho, la foto que ilustra este post es la del gran actor británico interpretando el papel de Goole en esa representación inicial) y un jovencísimo Alec Guiness en el rol de Eric Birling. Sin duda alguna, en ella están presentes temas que interesaron sobremanera al autor británico, como el enigma del tiempo (presente en otras obras suyas como Time and the Conways o I have been here before -curiosamente, esta ultima obra fue la escogida por Radio Televisión Española en el año 2000 para intentar resucitar las célebres adaptaciones teatrales del clásico Estudio Uno-), la idea de que la responsabilidad de cada persona no se extiende a lo estrictamente individual, sino que sus actos afectan a todo el colectivo, así como una visión pesimista de la evolución humana. Pero, sin duda alguna, un hecho que a mí me ha llamado la atención y en el que el autor incide es el hecho de que determinados colectivos, más o menos extensos, que aparentemente desarrollan su vida cotidiana en una plácida existencia encubren en realidad un torbellino de pasiones y secretos que un elemento extraño a dicha comunidad puede desencadenar, transformando las pacíficas aguas de un lago en un auténtico tsunami que pone en peligro la propia existencia del colectivo. Así ocurre en esta obra, donde la quietud inicial (en la que, dicho sea de paso, pueden intuirse elementos del latente conflicto) se rompe con la súbita aparición del inspector, que es el elemento activo encargado de sacar a la luz toda esa información comprometedora de cada uno de los miembros de la familia Birling.
Esta idea central es la que inspira igualmente una película norteamericana de serie B que constituye una deliciosa obrita menor del género western y cuya duración apenas se extiende más de una hora. Me estoy refiriendo a No name on the bullet, dirigida en 1959 por Jack Arnold y protagonizada por Audie Murphy en una de sus más memorables interpretaciones. A la pacífica ciudad de Lordsburg llega el jovencísimo John Gant, un pistolero a sueldo que se ha ganado una notable fama no sólo por su rapidez con el revólver, sino por la no habitual circunstancia de limitarse estrictamente a cumplir con el encargo recibido, de tal manera que las únicas muescas de las que presume se deben a las vidas de aquéllos para cuya eliminación fue contratado, así como las de quienes intentaron medirse infructuosamente con él, siendo, además, destacable que jamás ha acabado con una vida a traición, sino cara a cara y en duelos donde cumple estrictamente con las normas habituales (quien desenfunda más rápido, es el vencedor). Gant no sólo es un pistolero atípico por ello, sino por su vasta cultura y por el hecho nada habitual de ser un experto jugador de ajedrez. Pero su llegada implica que alguien que ha cometido un hecho reprobable está señalado. Como Gant no suelta prenda de quién es el señalado (de ahí el título de la película) la tranquilidad del pueblo comienza a verse afectada, pues los más destacados ciudadanos comienzan a bucear en su pasado y con ello afloran a la superficie episodios nada honorables que han sido protagonizados antaño por los hoy “honorables” ciudadanos. Gant no es, pues, el causante de romper la paz y armonía de Lordsburg (como Goole tampoco lo es de quebrar la armonía de la familia Birling) sino que es el elemento catalizador, el detonante de un explosivo que se encontraba enterrado bajo un manto de ficticia paz social. Por cierto, que si el final de An inspector calls deja al espectador atónito por el súbito giro de los acontecimientos en un tour de force inesperado, la escena final de la película No name on the bullet no deja igualmente de sorprender por el estoicismo que demuestra el jovencísimo pistolero ante el dramático acontecimiento que sufre en sus propias carnes y que le supone una muerte en vida: «Don´t worry about it physician. Everything come to a finish«

LOS QUINIENTOS MILLONES DE LA BEGÚN: DERECHO INTERNACIONAL, DERECHO URBANÍSTICO Y CIENCIA POLÍTICA EN VERNE.

Los quinientos millones de la begún

En uno de los episodios de la serie Víctor Ros, uno de los personajes hacía referencia a una de las novelas de Julio Verne, en concreto Los quinientos millones de la Begún. No es una de las obras más conocidas del gran autor francés, pero sí que está entre las más destacadas. Como todas las obras del escritor, es susceptible de una lectura simplista, es decir, como un mero divertimento para el público juvenil, dado que en la misma hay aventura, acción, intriga. Pero una lectura más atenta y reflexiva nos permite concluir que la misma desborda ese aparente simplismo para encerrar en sí misma una serie de valiosas lecciones.
El argumento de la novela es bien sencillo: una inmensa fortuna de una princesa india acaba en las manos de dos personas, un francés y un alemán. Ambos son científicos (el francés es médico y el alemán químico). Ambos dedican su parte de la fortuna a erigir una ciudad según los postulados de la ciencia, y ambos lo hacen, además, en el mismo lugar: la costa oeste de los Estados Unidos de América, a orillas del pacífico. Pero si el alemán Herr Schultze construye una fortaleza industrial dedicada a la producción masiva de acero destinada a construir el armamento más moderno (Stahlsdat, la ciudad del acero), el francés doctor Sarrasin dedica su parte de la herencia para crear una especie de paraíso en la tierra, una ciudad-jardin (significativamente denominada France-Ville) para que el individuo pueda desenvolver su vida laboral y familiar.
Al jurista no puede dejar de centrarse en varios aspectos de esta obra:
1.- Derecho internacional: militarismo v. pacifismo Téngase en cuenta que esta novela se encuentra escrita en 1879, es decir, apenas nueve años después del súbito hundimiento del Segundo Imperio francés a manos del reino de Prusia, derrota que sirvió como acta de nacimiento del Segundo Reich Alemán con la proclamación como Kaiser de Guillermo I. Pues bien, Los quinientos millones de la Begún es una especie de revancha literaria, dado que la misma opone el militarismo alemán al pacifismo francés. Alemania se personifica inicialmente en el antipático Herr Schultz y ulteriormente por la ciudad que este erige, Stahlstadt, una urbe fortificada y dedicada a la producción masiva de acero y armamento con claras veleidades imperialistas. Por el contrario, Francia se personifica en el filantrópico doctor Sarrasin y en France-Ville, construida sobre bases racionales y con la única finalidad de proporcionar al individuo una vida sana y feliz. Por ello, Verne quiere dejar bien claro que Alemania tiene una clara vocación conquistadora y que busca claramente la supremacía no sólo sobre Francia, sino sobre el resto de pueblos. El diálogo que al efecto mantienen Herr Schultze y Marcel Bruckmann. La historia dio la razón a Verne, pese a que pudiese objetársele inicialmente su parcialidad, dado que escribía desde la óptica del pueblo francés, que aún sangraba por la herida de la pérdida de territorios de Alsacia y Lorena.
2.- Derecho constitucional: autocracia v. democracia. La ciudad del acero, Stalhstadt es una auténtica fortaleza, donde están restringidas tanto la salida como la entrada. Además, internamente se organiza en sectores estrictamente cerrados, estando igualmente restringido el acceso intersectorial y donde el núcleo de la ciudad es la residencia de Schultze, al que únicamente éste y sus dos guardaespaldas tienen acceso, sin olvidar que incluso el autócrata doctor alemán tiene incluso un bunker secreto en su residencia al que nadie, absolutamente nadie tiene acceso. Toda la ciudad la gobierna personalmente Schultze con mano de hierro. Por el contrario, France-Ville se rige por un Concilio o Consejo municipal electo. Verne, como buen francés, se inclina por la democracia, y lo hace no sólo por criterios patrióticos, sino incluso científicos: basta para ello demostrar empíricamente qué ocurre con la próspera Ciudad del Acero cuando su máximo y único dirigente misteriosamente desaparece. La didáctica lección que pretende ofrecer Verne desde el punto de vista empírico es clara: cuando el autócrata desaparece todo el sistema edificado en torno a su persona se desvanece; por contra, el sistema democrático puede sobreponerse al descansar en última instancia en el pueblo, dado que éste no desaparece jamás.
3.- Derecho urbanístico: industrialismo v. ecologismo. Verne ofrece también una auténtica lección de urbanismo, y lo hace contrastando dos modelos de ciudad. Stalhstdat es la ciudad industrial, cercada por murallas, estratificada, donde abundan las chimeneas, el calor de los altos hornos, con una población hacinada que reside en los estratos de esa ciudad fabril. Frente a ese infernal panorama fabril, típico de las ciudades industriales más populosas del siglo XIX (y que no se circunscribían al territorio cercano) se opone la visión de la ciudad ideal desde el punto de vista francés. Y es curiosa la forma en que lo hace en el capítulo X: a través de un artículo de prensa contenido en un diario abiertamente simpatizante de la causa alemana. La visión urbanística de Verne es claramente anticipadora de lo que hoy en día podría denominarse “ciudad sostenible”: edificios de no más de dos plantas de extensión, construidos de forma que puedan aprovechar la energía solar y de tal manera que el individuo pueda vivir en ella gozando de todas las comodidades pero sin dañar al medio ambiente. Así, la Ciudad del Acero es una fortaleza en el sentido literal de la palabra; France-Ville es una fortaleza en el sentido metafórico, dado que está destinada a proteger al individuo frente a la enfermedad y la pobreza. Baste para ello indicar que los hospitales de la ciudad francesa están ideados para “pocos enfermos”.
Por último, la visión que el gran novelista francés tiene de los juristas en esta novela no es precisamente muy halagüeña, dado que concentra en británico Mr Sharp, todos los estereotipos negativos de la profesión jurídica. Precisar que Mr Sharp no es un abogado litigante (un barrister en terminología británica) sino un mero asesor jurídico (solicitor). Pero la forma en que lleva el asunto cuando frente al heredero único aparece otra persona con posibles derechos a la inmensa fortuna, es francamente despreciable: negocia individualmente con cada uno de los aspirantes ocultándoles a ambos que cada uno de ellos está dispuesto a llegar a un acuerdo. Así, logra concluir una transacción amistosa embolsándose, además, una millonaria recompensa.

En todo caso, y con independencia de estas reflexiones más concretas y específicas, aconsejo leer esta magnífica novela, porque a buen seguro que el lector pasará un buen rato.

VÍCTOR ROS: UN EJEMPLO DEL BUEN HACER TELEVISIVO.

Victor Ros

Hace ya casi quince días se inició la emisión de la serie Víctor Ros, basada en las novelas de Jerónimo Tristante que tienen como protagonista a este joven policía (según los cánones actuales, dado que a finales del siglo XIX una persona de veintiocho años era ya un hombre hecho y derecho en plena madurez) y como marco histórico-geográfico la España del último cuarto del siglo XIX. Sin duda alguna que los lectores aficionados a las novelas de intriga estarán sin duda familiarizados con este formato debido, sobre todo, a la serie de novelas debidas a la pluma de la escritora Anne Perry y que tienen como protagonista al inspector Thomas Pitt. Pitt es un policía dotado de un enorme poder de intuición, y que desarrolla su labor en la Inglaterra victoriana, también en el último cuarto del siglo XIX, y cuya presentación tiene lugar en la novela Los crímenes de Cater Street (que, por cierto, fue objeto de una adaptación cinematográfica), donde se enfrenta a una serie de asesinatos de mujeres jóvenes, todas ellas por estrangulación. Es en esa novela, la primera de una serie que llega a los veinte títulos, donde conoce a la joven Charlotte Ellison, la segunda de las hijas de un matrimonio de clase media-alta, que acabará convirtiéndose en su esposa y de hecho, la segunda novela, Los asesinatos de Callandar Square, se abre ya con la pareja convertida en matrimonio. El matrimonio Pitt (dado que su esposa no duda en echar un capote al marido) se encarga de resolver crímenes que afectan habitualmente a integrantes de la alta sociedad, y casi siempre se acaba demostrando que la aparente quietud, orden y estabilidad que caracterizaban el sistema victoriano no eran más que una fachada que encubría habitualmente bastante turbiedad. Ni tan siquiera la propia realeza se libra de esa sordidez (como puede comprobarse en Un crimen en Buckingham Palace –donde el escenario del crimen es precisamente el palacio real y la víctima una joven con la que el príncipe de Gales había mantenido un affaire la noche anterior- y, en menor medida, en El complot de Whitechapel –dado que en esta última se juguetea con la tesis de que bajo los asesinatos cometidos por Jack el Destripador podría estar implicado el príncipe Albert Víctor, duque de Clarence y primogénito del Príncipe de Gales, heredero directo, por tanto, al trono de Inglaterra)

Al igual que su equivalente británico, Victor Ros ha de resolver delicadas situaciones en la España del siglo XIX, en concreto en la de los primeros años de la restauración borbónica. Y ello sirve al autor para ofrecer un retrato de la sociedad del momento, con sus luces y sombras y, sobre todo, para ofrecer pinceladas de los gustos de todo tipo (musicales, literarios e incluso religiosos) de la sociedad, así como la notable inclinación a lo paranormal, que desemboca en que muchos, ante situaciones inexplicables, tiendan a buscar respuestas acudiendo al más allá. Ros no. El se guía, al igual que Pitt y que, por supuesto, el gran Sherlock Holmes, por la observación y por el método deductivo, pero también por la notable intuición que desarrolló en sus años juveniles de raterillo en la capital, mundo del que fue rescatado por don Armando, “el molinillo” (como le denominan cariñosamente los propios rateros debido a su particular forma de dar sopapos), un personaje al que no llegamos a conocer físicamente, pues la primera de las novelas (El misterio de la casa de Aranda) se inicia precisamente con la llegada de Víctor Ros a la capital para asistir al entierro de su mentor. Pero, sobre todo, lo que a mi juicio describe muy bien la novela es la tensión (que nunca llega a desembocar en un conflicto abierto) entre razón y fe, entre la investigación científica siguiendo los nuevos métodos de análisis forense y la religiosidad extrema de un sector (bastante amplio todavía, y que alcanzaba incluso a las clases altas) de la población anclada aún en viejos esquemas.

Pues bien, esta serie de novelas ha sido adaptada a la gran pantalla y han podido verse ya los dos primeros capítulos. Evidentemente, existen ciertas discordancias entre la serie y la novela. Para empezar, en el mundo televisivo Víctor Ros aparece en el Madrid de los años noventa del siglo XIX, cuando la presentación literaria del personaje tiene lugar veinte años antes, en 1877; el primer capítulo nos muestra a don Armando como investigador de los asesinatos en serie de unas cuantas prostitutas, siendo finalmente abatido por el asesino, mientras que en la novela esto no ocurre, dado que fallece de causas naturales con anterioridad. Con todo, esas divergencias son lo de menos, puesto que lo que destaca sobre todo es la magnífica ambientación que logra recrear de manera insuperable el Madrid del siglo XIX. Cuando uno observa las calles de ese Madrid finisecular, las impresionantes recreaciones de lugares como la Puerta del Sol o la Plaza Mayor, uno casi está tentado a creer que, en efecto, una cámara ha viajado en el tiempo para traernos imágenes del pasado. Las interpretaciones son igualmente destacables, y ello hace que los personajes sean muy creíbles, y los guiones saben salpimentar una serie policíaca con algún que otro rasgo de humor para relajar el tono de vez en cuando, sin descuidar la trama sentimental, en concreto la pugna entre Lola “la Valenciana” y Clara Alvear, por lograr el amor del protagonista, de cuyo resultado el lector de las novelas seguramente ya está al tanto. En definitiva, que nos encontramos ante un claro ejemplo de que pueden hacerse series de calidad sin necesidad de acudir a guiones extravagantes, diálogos chabacanos y muestras de violencia gratuita.

Por cierto, un dato final. Cuando hace no tanto tiempo glosábamos en este mismo blog la serie “Alatriste”, nos hacíamos eco de la falta de respeto que hacia el espectador suponía la emisión con más de un cuarto de hora de retraso (algo que, decíamos, no era extraño en una cadena que se caracteriza por despreciar de forma abierta al televidente, y no sólo por lo zafio y nauseabundo de su parrilla habitual) sino que además la demora venía motivada por “alargar” un programa dedicado a escarbar en la hediondez más nauseabunda, algo que incluso el propio autor de las novelas, Arturo Pérez-Reverte, ha denunciado a través de su cuenta en Twitter. Pues bien, en este caso no sólo no existe un retraso significativo (uno o dos minutos, a estos efectos, suponen un ejercicio de puntualidad), sino que además puede visionarse sin ninguna pausa, tanto en directo como en internet.

En definitiva, una magnífica serie que nos reconcilia con lo mejor de la televisión, que ya era hora!!!.

LA CRISIS DE LA REPÚBLICA ROMANA Y LOS INICIOS DEL IMPERIO EN LA NOVELA HISTÓRICA.

Roma imperial

Aprovecho estas vacaciones de verano para hacer una serie de recomendaciones bibliográficas a los lectores de este blog. Todas ellas tienen algo en común pese a emanar de diversos autores: tratarse de novelas históricas ambientadas en la antigua Roma, concretamente en el interesantísimo periodo que transcurre desde el final del siglo II a.C hasta mediados del siglo II d.C. Un amplio periodo que abarca la crisis de la república romana debido a las luchas entre optimates y populares, la elección sin precedentes de un ciudadano que no formaba parte del ordo equester como cónsul nada más y nada menos que durante siete veces, amenazas de invasión extranjera, escándalos de corrupción que nada tendrían que envidiar a los actuales, dictadura de Sila, luchas civiles, dictadura de Julio César, asesinato de éste y guerra, diarquía entre Augusto y Marco Antonio seguida del conflicto entre ambos y la derrota y muerte del segundo, proclamación del imperio, dinastía Julio-Claudia, el año de los cuatro emperadores (Galba, Otón, Vitelio y Vespasiano) así como la dinastía Flavia y la proclamación a finales del siglo I d.C de un emperador hispano, Marco Ulpio Trajano. Pues bien, he aquí las recomendaciones que me permito sugerir para la lectura:
1.- Los siete libros que Colleen McCullough dedica a la crisis de la república romana. Se trata de la colección integrada por El primer hombre de Roma, La corona de hierba, Favoritos de la fortuna, Las mujeres de César, César, El caballo de César y, por último, Antonio y Cleopatra. La autora ha efectuado una profundísima labor de investigación que le lleva a describir de forma exhaustiva no sólo la geografía y el ambiente de la ciudad de Roma, sino que efectúa unos notables retratos tanto físicos como psicológicos de todos los personajes. La notable erudición (que demuestra en sus apéndices en los que incide en aspectos clave de la historia) desplegada unida a un estilo muy directo y ameno hace que el lector aprenda, sin que apenas se percate de ello, mucho más que utilizando un libro de historia. Estos siete libros, cada uno de los cuales abarca casi las novecientas páginas de extensión, abarcan desde el año 110 a.C (El primer hombre de Roma se inicia el 1 de enero de ese año mediante la elección de los cónsules Marco Minucio Rufo y Espurio Postumio Albino) y finaliza en el 31 a.C (Antonio y Cleopatra finaliza con la batalla de Actium, la muerte de los personajes que dan título a la obra y la anexión del reino de Egipto por Roma).
2.- Yo, Claudio y Claudio el Dios, de Robert Graves. Ficticia autobiografía de Tiberio Claudio Druso Nerón Germánico, que abarca justo desde la derrota de Marco Antonio hasta el fallecimiento del emperador Claudio (es decir, desde el 31 a.C hasta el 54 d.C). Graves era un auténtico erudito y amante de la antigüedad clásica, a la que dedicó muchas de sus obras (me permitiría destacar los dos tomos dedicados a Los mitos griegos, El vellocino de oro, La hija de Homero o Rey Jesús). Está efectuada desde una perspectiva muy favorable al emperador Claudio (no tan bien parado en las fuentes clásicas). Quien no desee sumergirse en la lectura siempre puede optar por visionar la adaptación que para la pequeña pantalla efectuó la BBC a mediados de los setenta, con Derek Jacobi en el papel del emperador Claudio. Como curiosidad, indicar que a finales de los años treinta se intentó una adaptación cinematográfica de las novelas, con el gran Charles Laughton como Claudio, Merle Oberon como Messalina y Emlyn Williams como Calígula, llegando a iniciarse el rodaje, que se abandonó cuando la protagonista femenina sufrió un aparatoso accidente de coche; los fragmentos que se filmaron fueron conservados e incluso a finales de los sesenta el actor Dirk Bogarde presentó un documental que cuenta la historia de este frustrado proyecto.
3.- Trilogía del emperador Trajano, de Santiago Posteguillo (actualmente se han publicado las dos primeras –Los asesinos del emperador y Circo Máximo, estando pendiente de salir al mercado la última de ellas-). Si las novelas de Graves finalizan con la muerte del emperador Claudio, la trilogía de Santiago Posteguillo se inicia a finales del reinado del emperador Nerón. Aquí la ciudad de Roma cede algo el protagonismo, pues al autor le interesa sobremanera un personaje, Marco Ulpio Trajano, de ahí que en el primer tomo el foco de la cámara se desplace ocasionalmente a las tierras del sur de Hispania y a –quién iba a decirlo- conflictivo oriente medio, donde el levantamiento de los judíos contra Roma movilizó al ejército de Vespasiano, en el cual servían los Trajano. Libros muy voluminosos (al igual que los de McCullough) donde el rigor no oculta la crudeza de algunos episodios, fundamentalmente los que rodean al tétrico emperador Domiciano.
4.- Memorias de Adriano, el clásico de Margarit Yourcenar donde es precisamente el sucesor de Trabajo quien describe en primera persona los principales avatares de su vida.
Sin duda alguna, la lectura de estas obras puede complementarse con clásicos de siempre (las Vidas Paralelas de Plutarco, los Anales de Tácito o la Vida de los doce Césares de Suetonio), pero no me cabe la menor duda de que el lector decida sumergirse en las novelas recomendadas verá con sorpresa que muchos episodios históricos quedarán grabados de forma indeleble en su memoria.

Para finalizar, y como curiosidad adicional, me permito ofrecer al lector el documental presentado por Dirk Bogarde y en el que se narra el frustrado intento de llevar a la gran pantalla la obra de Graves, y donde se podrán disfrutar de varios fragmentos de la obra que permiten sin duda alguna intuir que Charles Laughton hubiera bordado literalmente el papel, como de hecho bordó el del emperador Nerón en El signo de la cruz.