LOS SUCESOS DE PALACIO DE 1843 VISTOS POR ALEJANDRO NIETO: ISABEL II Y OLÓZAGA.

Isabel II

He estado leyendo estos días el discurso que el día 20 de febrero de 2007 pronunció el maestro Alejandro Nieto con motivo de su recepción como Académico de Número de la Academia de Ciencias Morales y Políticas en sustitución de Fernando Garrido Falla, otro de los gigantes de la disciplina administrativa. La verdad es que aconsejo vivísimamente la lectura del discurso de Nieto (editado por la propia Academia) porque con un estilo inimitable y tan característico del profesor, nos traslada nada más y nada menos que a la tarde-noche del 28 de noviembre de 1843 y a los sucesos que ocasionaron la defenestración de Salustiano Olózaga como presidente del Consejo de Ministros, espinosísimo tema escogido por el ilustre administrativista como motivo para su discurso. Confieso que el tema en sí no me era desconocido, pues en su novela histórica “El triángulo: alumna de la libertad” Ricardo de la Cierva trataba el mismo desde una perspectiva bastante cercana a las conclusiones de Nieto, aunque en este caso De la Cierva actuaba como novelista y Nieto actúa como historiador profesional.

Hagamos un breve resumen para el lector no iniciado. En 1843 una coalición de moderados y progresistas logra arrancar el poder de las manos de Baldomero Espartero, quien se exilia. El gobierno pasa a manos del progresista Joaquín María López, aunque tal opción no se reveló más que como un breve paréntesis. No deja de ser curioso que Nieto para justificar la ineptitud de López como político termine diciendo que era “harto ingenuo y demasiado honrado”, y que, de los dos candidatos restantes del progresismo, Cortina y Olózaga, se diga del primero que “le faltaba de osadía y carisma lo que le sobraba de honestidad”. Pues bien, ya con Olózaga en el poder la débil coalición contra natura entre ambos polos se rompe y los moderados logran elegir como presidente del Congreso al candidato moderado Pidal en lugar de la opción del progresismo que era, precisamente López. Olózaga, que amén de ser presidente del gobierno había sido ayo de la reina (y, según Ricardo de la Cierva en su novela, el primer amante de la reina y quien la inició en el sutil juego del amor, opción ésta sobre la que Nieto no se pronuncia más que con levísimas insinuaciones) tuvo su despacho ordinario la tarde-noche del día 28 de noviembre de 1843 y ese mismo día obtuvo de la reina la firma del decreto de disolución de las Cortes. No obstante, las cosas se complicaron cuando en la sesión del Congreso de los Diputados del día 1 de diciembre de ese mismo año se lee nada más y nada menos que un acta levantada por Luis González Bravo en su calidad de notario mayor del reino en el que se acusaba a Olózaga de haber obtenido la firma del decreto violentando la voluntad y sobre todo la persona de la reina.

Alejandro Nieto, que amén de catedrático de derecho administrativo autor de espléndidos e indispensables artículos sobre esta rama del derecho, es un magnífico escritor que ya nos había obsequiado con otros libros históricos (Los primeros pasos del Estado constitucional: historia administrativa de la regencia de María Cristina) nos conduce a través de las fuentes disponibles, tanto oficiales (Diarios de sesiones) como privadas (las obras de los historiadores del periodo) por los sucesos que jalonaron esos tres fatídicos días 28, 29 y 30 de noviembre de 1843 y que desembocaron finalmente en el Acta elaborada el día 1 de diciembre y en los debates parlamentarios que la siguieron, que tan abruptamente finalizaron con la caballerosa huida de Olózaga haciendo innecesario un pronunciamiento final. Nieto ofrece con todo lujo de detalles a través de los documentos disponibles los movimientos de todas las personas implicadas en el affaire: la reina Isabel II (entonces una niña de trece años y con la que jugaron tirios y troyanos) Salustiano Olózaga, Francisco Serrano, Ramón Narvaez, Alejandro Pidal, Juan Donoso Cortés, e incluso nos ofrece interesantísimos debates y confrontaciones de primer nivel como la que tuvo lugar entre dos primeros espadas como Cortina y Posada Herrera. Se da la paradójica circunstancia, como bien nos indica Nieto, que durante día y medio el país estuvo sin Gobierno, pues su presidente (Olózaga) estaba exonerado, tres de sus ministros Luzuriaga, Doménech y Cantero dimitidos y de los dos restantes, uno, Frías, oportunamente enfermo para evitar males mayores y el segundo, Francisco Serrano, en la órbita y concurso con el poder en la sombra que arrojó a Olózaga de la presidencia. Nada escapa de la inescrutable mirada de Nieto que, tras exponer crudamente los testimonios y declaraciones, finaliza con su hipótesis de lo ocurrido en el regio gabinete. Y su conclusión, curiosamente, es la misma que la de Ricardo de la Cierva: no hubo en modo alguno coerción ni física ni intelectual sobre la reina, sino que todos los acontecimientos que siguieron a la firma del decreto de disolución obedecieron a un plan, muy rápidamente elaborado pero, a la vez, muy meditado, de la élite dirigente del partido moderado en íntima conexión y colaboración de algún progresista como Serrano.

Este fue, sin duda, un episodio lamentable de nuestra historia constitucional y parlamentaria, pero que al lado de algunos de los que tienen lugar hoy en día no pasaría de ser una nota a pie de página de los libros de historia. Cuando pilares tan básicos no ya de la sociedad sino de la persona como son la dignidad y la moral se resienten, todo el edificio se desmorona, y no en vano el profesor Nieto comienza su discurso con un aserto que es difícil no suscribir: “Porque cuando la Política pierde su inspiración moral, la Sociedad y el Estado terminan despeñándose: una proposición que vale tanto para los años del reinado de Isabel II como para el presente

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