THE COURT AT WAR: LECCIONES QUE AL MUNDO DE HOY OFRECE LA ACTUACIÓN DEL TRIBUNAL SUPREMO DE ESTADOS UNIDOS EN EL PERIODO 1941-1945.

En junio de 1942 fueron capturados en territorio estadounidense un grupo de alemanes cuyo objetivo último era la realización de actos de sabotaje en territorio norteamericano. Se les había advertido que, en caso de ser capturados durante el desembarco, vestir el uniforme militar alemán les otorgaría de forma automática el status de prisioneros de guerra, con la lógica protección de las leyes internacionales que rigen en caso de conflictos bélicos. El problema radicó que al desembarcar, se despojaron de los uniformes y se vistieron con ropa civil, lo que, en caso de ser capturados, como en efecto sucedió (por cierto, gracias a la delación de uno de ellos) su posición jurídica sería mucho más delicada.

Pocos días después, el día 2 de julio de 1942, justo dos días antes de celebrar la festividad nacional, el presidente Franklin Roosevelt hizo pública la Proclamación 2561 negando a determinados enemigos el acceso a los tribunales ordinarios de justicia. Amparándose en su condición de Comandante en Jefe y en los poderes que le otorgaban la Constitución y las leyes de los Estados Unidos, acordaba lo siguiente:

“Cualquier persona que tenga la condición de súbdito, ciudadano o residente de cualquier nación que se encuentre en guerra con los Estados Unidos o que obedezca o actúe bajo ellas, y que mientras dure la guerra penetren o intenten penetrar en los Estados Unidos o cualquiera de sus territorios o posesiones ya sea por la costa o por la frontera, serán acusados de cometer, intentar cometer o preparar sabotajes, espionajes, actos bélicos hostiles o infracciones al derecho de guerra, y estarán sujetos al derecho de la guerra y a la jurisdicción de tribunales militares; sin que tales personas tengan derecho a obtener remedio en los tribunales de los Estados Unidos o sus estados, territorios o posesiones, salvo lo que disponga la normativa que apruebe el Attorney General con la aprobación del Secretario de Guerra.”

Así pues, ley establecía una presunción iuris tantum de que cualquier nacional de un país en guerra con los Estados Unidos tenía como objetivo atentar contra los intereses estadounidenses y, en consecuencia, sería juzgado como enemigo. La presunción, comprensible desde el punto de vista de la lógica, sin embargo, se daba de bruces con los principios del derecho penal. No sólo eso, sino que, además, se negaba el derecho a obtener la tutela judicial ante los tribunales ordinarios, derivando el enjuiciamiento hacia consejos de guerra dependientes directamente del ejecutivo, lo que a su vez se daba de bruces con el caso Ex parte Milligan, (71 US (4 Wall) 2 (1866), una sentencia de la que fue ponente el juez David Davis que anuló por inconstitucionales varias sentencias dictadas por consejos de guerra sobre la base que la Constitución de los Estados Unidos no perdía su vigencia ni se vería en modo alguno desplazada por la declaración de guerra o porque los Estados Unidos estuviese inmerso en un conflicto bélico.

Lo grave no era en sí la proclama, sino lo que sucedió tres días antes de hacerla pública. El entonces Attorney General, Charles Biddle, solicitó al presidente Roosevelt ejercer personalmente la acusación, y ello porque además, el asunto acabaría en el Tribunal Supremo. Biddle manifestó que: “Tenemos que ganar en el Tribunal Supremo o se producirá un lío de mil demonios”, ante lo que Roosevelt lanzó la siguiente advertencia al attorney general con la evidente intención que la misma terminase en los oídos de los jueces:

“Señor Attorney General, tiene toda la razón que lo habrá. Y quiero que quede bien clara una cosa, Francis: no los voy a entregar. No los entregaré a ningún alguacil de los Estados Unidos que venga provisto de una orden de habeas corpus. ¿Entendido?”

El asunto terminó ante un Tribunal Supremo de cuyos nueve jueces siete no sólo habían sido nombrados por Roosevelt (el chief justice Harlan Fiske Stone, aunque llegó como juez a dicho tribunal de la mano de Calvin Coolidge, había sido elevado a la presidencia de la institución por Roosevelt), sino que mantenían fuertes vínculos con el presidente. Los nueve jueces habían recibido de forma extraoficial la advertencia de Roosevelt que de ningún modo entregaría a los prisioneros aun cuando el máximo órgano judicial fallase en su contra. Así que el Tribunal Supremo, por primera y única vez en su historia, actuó de forma peculiar: el día 31 de julio de 1942 emitió una breve resolución anunciando tan sólo que se no se consideraba que los consejos de guerra celebrados contra los alemanes capturados contraviniesen la Constitución, demorando hacia una fecha futura e incierta la motivación del fallo. La sentencia final de este caso, Ex parte Quirin (317 US 1 [1942]) se hizo pública el 31 de octubre de ese año tras unos intensos y acalorados debates en el seno del órgano judicial.

Esta es una de las historias que puede encontrarse en el magnífico libro The Court at War. FDR, his justices and the world they made (Public Affairs, 2023) elaborado por Cliff Sloan y que salió a la venta el mes pasado. Esta monografía, que aborda la historia y la intrahistoria de la máxima institución judicial estadounidense durante el periodo comprendido entre 1941 y 1945 se inicia, para abrir boca, describiendo un evento impactante: con tropas del ejército federal penetrando en la sede del Tribunal Supremo la mañana del 8 de diciembre de 1941.  A lo largo de sus 484 páginas (reducidas a 357 si se suprimen las notas -situadas al final en vez de a pie de página- la bibliografía y el índice onomástico) permiten extraer lecciones de harto valor, entre ellas las siguientes:

Primero.- La auténtica desgracia que supone ubicar al frente de un órgano colegiado a una persona que carece de dotes de mando. En 1941 el Tribunal Supremo finalizó la etapa en que estuvo regido por Charles Evans Hughes, una imponente figura en todos los sentidos capaz de ejercer las facultades de liderazgo hasta el punto que un coetáneo llegó a compararle (tanto por su físico como por el ejercicio del cargo) con “Dios omnipotente”. Por el contrario, su sucesor Harlan Fiske Stone, demostró unas nulas dotes de mando y organización, haciendo surgir la soberbia de varios jueces que Hughes había sabido mantener embridadas.

Segundo.- Lo poco aconsejable que es tener en un mismo órgano colegiado a jueces con elevadas dosis de autoestima y egos bastante inflados. En efecto, pese a que siete jueces fueron nombrados por Roosevelt y todos poseían una lealtad sin fisuras hacia el presidente, las rencillas y enfrentamientos personales surgieron ante la carencia de liderazgo. Felix Frankfurter, que provenía de la Universidad de Harvard y se consideraba el líder intelectual del Tribunal, despreciaba a Hugo Black, el antiguo senador por Alabama, que a su vez le respondía con un desprecio no inferior. William O. Douglas no ocultaba su intención de optar a la presidencia de los Estados Unidos, mientras que Robert Jackson navegaba con la esperanza secreta de suceder a Stone a la vez que no tenía precisamente en estima a varios de sus colegas.

Por cierto, que en la página 158 del libro hay una anécdota deliciosa que tiene por protagonistas a Frankfurter y a Black. El 3 de junio de 1940 se hizo pública la sentencia del caso Minersville School District v. Gobitis, (310 U.S. 586 [1940]) que de forma casi unánime (el único disidente fue el entonces juez Harlan Fiske Stone) declaró ajustada a la constitución la exigencia del saludo obligatorio a la bandera. No obstante, apenas dos años después, al resolver el asunto Jones v. City of Opelika (316 U.S. 584 [1942]) en un voto particular disidente los jueces Black, Douglas y Murphy indicaron que aun cuando habían formado parte de la mayoría en Gobitis creían que era erróneo. Frankfurter, ponente de la citada sentencia, recoge en su diario que según le indicó William Douglas, Hugo Black había cambiado de opinión sobre el particular. Entonces, y al preguntarle Frankfurter si Black había releído la Constitución, Douglas le respondió: “No. Ha leído los periódicos”. (sic).

Tercero.- Lo desaconsejable y contraproducente de la cercanía o la vinculación al presidente, a quien, por cierto, algunos jueces asesoraban de forma extraoficial. El caso más sangrante fue el del juez James J. Byrnes, que, nombrado en 1941, llevó tan lejos su ayuda que incluso renunció en 1942 para oficializarla y convertirse en asesor presidencial en asuntos económicos. Pero el asesoramiento jurídico no le faltó a Roosevelt por parte de otros jueces como su antiguo attorney general Robert H. Jackson.

De hecho, al final del libro, al hacer el balance de esta época, Cliff Sloan considera precisamente esa circunstancia como el punto flaco del citado órgano judicial en esta época histórica. En la página 348 del libro afirma lo siguiente:

En el aspecto negativo, esta etapa del Tribunal es una seria advertencia de los problemas de jueces demasiado cercanos al presidente que los nombró. En asuntos relativos a decisiones bélicas importantes adoptadas por Franklin Roosevelt, los jueces fueron reacios a enfrentarse a él. En su precipitada decisión en Ex parte Quirin, permitieron la ejecución de los saboteadores nazis condenados por tribunales militares aun cuando los jueces aún no habían tomado un acuerdo sobre los motivos. Sabían que FDR había manifestado que desafiaría cualquier resolución contraria en el asunto, y le admiraban tanto que no se le opusieron ni tan siquiera de forma temporal, aunque ello implicase renunciar la adhesión a los principios judiciales.

De igual forma, en Hirabayashi y Korematsu [sentencias que avalaron el internamiento forzoso de japoneses en campos de concentración] los jueces rehusaron anular las conductas militares surgidas de la propia orden ejecutiva de Roosevelt a pesar de lo injusto y discriminatorio de la privación de libertad. En su honor, debe decirse que Murphy, Jackson y Roberts rehusaron incorporarse a la mayoría (y al Presidente y su Administración) en Korematsu. Pero el daño infligido por los otros jueces nombrados por Roosevelr fue indeleble e incalculable. Más aún, la decisión unánime del Tribunal en el caso Endo poniendo fin a la detención indefinida, aun cuando bien recibida, no deshizo el daño infligido por Hirabayashi y Korematsu. Y el deliberado retraso del Tribunal a la hora de hacer pública la sentencia Endo con la finalidad de otorgar tiempo a la Administración Roosevelt para realizar un control de daños ensució aún más el papel del Tribunal en esta vergonzosa actuación.”

Si se suprimen las referencias concretas, los párrafos anteriores podrían haber sido escritos pensando en la realidad actual, tanto aquende como allende los mares, quizá haciendo bueno el dicho que el hombre es el animal que tropieza no dos, sino veinte veces en la misma piedra.

Con todo, lo anterior demuestra que incluso jueces que procedían del núcleo más íntimo de Roosevelt (Jackson había sido su attorney general) se negaron a cerrar los ojos ante sentencias como la del asunto Korematsu que eran auténticos bofetones al texto constitucional por mucho que emanasen del demócrata Hugo Black (por cierto, un antiguo miembro del Ku Klus Klan). Y también demuestra que, en contraposición a ese aspecto negativo, la cara positiva de la moneda es la jurisprudencia emanada del Alto Tribunal en materia de derechos fundamentales, donde en este caso la cercanía personal e ideológica a Roosevelt no impidió primar la defensa de los derechos individuales.

El libro de Cliff Sloan es verdaderamente magnífico, ilustrativo, muy bien escrito, y es seguro que hará las delicias de quien se adentre en sus páginas. Hace casi dos décadas, el mismo autor había escrito, en colaboración con David McKean The great decisión: Jefferson, Adams, Marshall and the battle for the Supreme Court, una exhaustiva crónica de la sentencia Marbury v. Madison y de los hechos que condujeron a ella. Este libro no le va a la zaga. El lector lo encontrará, sin duda, ilustrativo y muy didáctico, y seguro que extraerá bastantes lecciones de su lectura.

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