EL MUNDO (JURÍDICO) DE AYER.

En 1934, cuando se iniciaba el ocaso de su vida, el escritor y ensayista austríaco Stefan Sweig inició la redacción de su autobiografía, que llevaba por título El mundo de ayer, y que sería publicada en 1942, unos meses después de que el autor y su esposa se suicidasen en su exilio brasileño. Con dicha obra, Sweig pretendía trasladar al lector su visión del mundo que le vio nacer y en el que transitó por su infancia, juventud y madurez, y que los vientos de la Gran Guerra destruyeron por completo; un mundo (bastante idealizado) que ya no existía más que en los recuerdos de personas que, como Zweig y su paisano Joseph Roth, no encontraron otra forma de perpetuar que revivirlos en sus novelas.

Pues bien, el primer capítulo del citado libro de memorias lleva por título: “El mundo de la seguridad”, y comienza el que será el primer paso de sus recuerdos con este párrafo (cito por la versión incorporada en el cuarto volumen de las Obras completas de Zweig, en la benemérita edición de Juventud, año 1953):

“Si me propusiera encontrar una fórmula cómoda para la época anterior a la primera guerra mundial, a la época en que me eduqué, creería expresarme del modo más conciso diciendo que fue la edad dorada de la seguridad. En nuestra casi milenaria monarquía austríaca, todo parecía establecido sólidamente y destinado a durar, y el mismo estado parecía como garantía suprema de esa duración. Los derechos que concedía a sus ciudadanos eran confirmados por el Parlamento, representación, libremente elegida, del pueblo, y cada deber tenía sus límites exactos. Nuestro dinero, la corona austríaca, circulaba en forma de resplandecientes monedas de oro y aseguraba así su inmutabilidad. Cada persona sabía cuánto poseía o cuánto le correspondía, lo que le era permitido y lo que le estaba prohibido. Todo tenía su norma, su peso y su medida determinados. El que poseía una fortuna podía calcular exactamente qué interés ganaría anualmente, y el funcionario o el oficial podían señalar con certeza en el almanaque el año en que ascenderían y se retirarían. Cada familia tenía presupuesto fijo, sabía exactamente cuánto necesitaba gastar para la habitación y la comida, para el veraneo y la representación, y además apartaba indefectiblemente y con cuidado un pequeño margen para lo imprevisto, una enfermedad y el médico. El que era dueño de una casa la consideraba seguro refugio de sus hijos y nietos; las haciendas y los negocios se heredaban de generación en generación; mientras un recién nacido aún dormía en la cuna, ya se depositaba un primer óbolo en la alcancía o en la caja de ahorros para su camino en la vida, una pequeña “reserva” para el porvenir. En aquel extenso imperio todo parecía firme e inconmovible en su lugar, y el más alto de ellos el anciano emperador. Pero si éste había de morir, se sabía (o se creía) que vendría otro y que en nada se modificaría el bien calculado orden. Nadie creía en guerras, revoluciones ni disturbios. Todo radicalismo, toda imposición de la fuerza, parecía imposible ya en un siglo predilecto de la razón”

Insisto, aunque el párrafo transmitía una visión idealizada del mundo en que vivió su niñez (idealismo que se acentúa por el doble hecho de referirse a un mundo ya inexistente y que, además, se veía temporalmente desde el ocaso de la vida y físicamente desde el exilio en otro continente) en el mismo se describía un sistema: el del liberalismo clásico europeo del siglo XIX que se mantuvo incólume en el siglo que transcurre desde la derrota de Napoleón en Waterloo en 1815 y la derrota de los imperios Alemán y Austríaco en la Gran Guerra. Un liberalismo que se caracterizaba por una división de poderes y un predominio del poder legislativo, que recaía en un parlamento bicameral, ante el que el gobierno había de responder y del que precisaba la autorización. La Primera Guerra Mundial destruyó ese orden político y económico, marcando un periodo de inestabilidad en el continente que no logró finalizar hasta la nueva derrota de Alemania en 1945, cuando poco a poco se va a ir imponiendo en los distintos países de Europa un nuevo modelo, el del Estado Social y Democrático de Derecho, donde el Parlamento va a mantener su primacía, pero el Gobierno va a ir viendo reforzada su autoridad respecto al viejo orden liberal. Tal es el modelo de “posguerra” que incluso sobrevivió al fin de la “guerra fría” entre dos superpotencias y que se había mantenido vigente, más o menos sin alteraciones, hasta nuestros días.

Bien es cierto que, sobre todo desde los inicios de la segunda década del siglo XXI negros nubarrones se cernían sobre el mismo. Pero la crisis ocasionada por la pandemia del COVID-19 ha causado unas grietas preocupantes en los pilares básicos del edificio que con tanto sacrificio se había articulado. La pandemia, una situación imprevista y excepcional, ha precisado lógicamente de medidas excepcionales para hacerle frente. Pero también ha servido en muchas ocasiones como excusa para que los Gobiernos tensaran la cuerda para ver hasta qué punto los ciudadanos eran capaces de soportar la privación de derechos fundamentales sin rechistar. Y buena prueba de que nos encontramos ante una crisis sistémica o fin de modelo es que se habla sin tapujos no de la “vuelta a la normalidad” sino de una “nueva normalidad” que, aunque teórica y dialécticamente se refiera a la vida cotidiana, en ocasiones los dirigentes no ocultan que irá más allá, como, por ejemplo, cuando en vez de “distanciamiento físico” (es decir, mantener un espacio físico prudencial entre dos personas para evitar un contagio) se hable de “distanciamiento social” (que es cuestión absolutamente distinta, pues se refiere a la separación de clases o estamentos); pues el primero puede darse entre dos personas de la misma clase social, mientras que el segundo necesariamente se da entre personas de distinto orden, clase o estamento por muy cercanas que estén físicamente una de otra.

Lo cierto es que, desde el punto de vista jurídico, la crisis del sistema se manifiesta en la quiebra de valores superiores del constitucionalismo de postguerra, varios de cuyos dogmas (cuyo declive y agonía eran ya manifiestos)

1.- Abandono del principio de la ley general y abstracta. La lenta agonía del principio revolucionario de las leyes generales y abstractas, tan caro a los revolucionarios franceses, se ha ido sustituyendo por las leyes concretas o leyes medida. Bien es cierto que no es un fenómeno nuevo, y ya el maestro García de Enterría se había hecho eco del mismo en las últimas ediciones de su Curso de Derecho Administrativo. Pero lo cierto es que la ley general es algo que no sólo se encuentra en franca retirada, sino que es casi una pieza de museo.

2.- Abandono de la ley en pro del Decreto Ley. La crisis económica que azotó el mundo a partir del año 2008 provocó que desde las elecciones de 2011 el gobierno salido de las urnas (con una sólida mayoría absoluta) abandonase la legislación ordinaria y prefiriese gobernar a salto de Real Decreto Ley. Cuando la situación se estabilizó, el Real Decreto Ley continuó siendo el modo ordinario de gobernar, y lo cierto es que ni el cambio de orientación política del gobierno tras la aprobación de la primera moción de censura de nuestra historia constitucional ha supuesto un repliegue en este punto. El Real Decreto Ley continúa siendo el modo preferido de legislar, constituyendo un auténtico fraude constitucional, pues muchos de ellos exceden con creces del supuesto habilitante que los autoriza, que es la “extraordinaria y urgente necesidad”.

3.- Declive del Parlamento y primacía del ejecutivo. Si en el constitucionalismo de postguerra el Gobierno había incrementado su importancia, no lo había hecho a costa del órgano legislativo. No obstante, en los últimos años se ha visto cómo el Parlamento queda reducido a una especie de espectáculo circense donde tan sólo se formalizan acuerdos suscritos extramuros del mismo, en covachuelas o despachos oficiales. Aun cuando formalmente se mantenga la ficción del órgano supremo en cuanto representante de la “soberanía popular”, lo cierto es que en el mismo ni existe debate (las cuestiones en más del noventa por ciento de las ocasiones ya están decididas de antemano antes de las votaciones) ni existe libertad de voto en los diputados, por mor de la nefasta disciplina de partido.

Ese declive de la institución parlamentaria viene acompañada del correlativo auge del poder ejecutivo, con el riesgo que ello conlleva respecto a la intrusión en los derechos y libertades de los ciudadanos. Ante ello, ante ese declive y desnaturalización del órgano de representación popular, el robustecimiento del gobierno altera el equilibrio institucional al ser éste el poder que más puede incidir en los derechos y libertades de los ciudadanos y, por tanto, el más susceptible a cometer abusos.

4.- Supresión de la independencia judicial. Conviene indicar que en nuestro país ni existe ni ha existido jamás independencia judicial. Existen hoy en día jueces independientes, pero el “poder judicial” independiente brilla por su ausencia. Bien es cierto que esto no es algo novedoso, pues nunca jamás en la historia constitucional española se ha podido en justicia calificar al poder judicial como “independiente” por cuanto los nombramientos, traslados y (hasta casi finalizado el siglo XIX) ceses los decidía otro poder, el ejecutivo, del que, por tanto, los jueces dependían. La vieja dependencia del poder ejecutivo se ha mutado en la dependencia del Consejo General del Poder Judicial, que a su vez depende del Parlamento (es decir, Congreso y Senado) que ya hemos visto que ha ido perdiendo progresivamente su importancia en pro del ejecutivo. Todo ello hace que la alta judicatura española (es decir, la que copa los más altos puestos) sea en extremo dócil (o, por utilizar las palabras del inolvidable Jesús González Pérez: “no se haya caracterizado ni por su originalidad ni por su audacia”) inclinando la cerviz una y otra vez ante el poder dando la espalda a los derechos ciudadanos. Lo cual es muy preocupante porque, como supieron ver claramente los padres fundadores de los Estados Unidos cuando pusieron en marcha el experimento constitucional que aún permanece incólume tras casi dos siglos y medio de existencia, el correcto funcionamiento del sistema depende de una buena administración de justicia, y que esta sea correctamente administrada de tal manera que los ciudadanos puedan ver en los jueces a los garantes y protectores de sus derechos y libertades.

5.- Pérdida de la intimidad. Es curioso y paradójico que en un país (España) y un continente (Europa) que ha hecho de la protección de datos personales un dogma inatacable con una regulación teóricamente hiperprotectora, en la realidad la vida privada de cada ciudadano se vea invadida cada dos por tres. No hablamos ya de los buzones (tanto físicos como virtuales) saturados de publicidad indeseada, de llamadas telefónicas de empresas a quienes uno jamás dio sus datos. Hablamos de una intrusión por vía regulatoria, donde se van reduciendo poco a poco los ámbitos de libertad y protección de los individuos, con la total aquiescencia (dicho sea respetuosamente, pero con total firmeza) del poder encargado de su tutela.

6.- Abuso de los poderes de excepción. La última fase en la liquidación del sistema ha sido el abuso de los poderes de excepción con motivo (o, mejor dicho, con la excusa) de la lucha contra el COVID-19. No se está diciendo que no fuera necesaria la adopción de medidas para atajar, contener y reducir la enfermedad, pero lo cierto es que se han tomado atajos jurídicos hartamente reprobables. Se ha utilizado, por ejemplo, el estado de alarma para suspender en la práctica el ejercicio de derechos fundamentales (circulación, manifestación), algo que únicamente cabe en los estados de excepción y sitio; para incumplir abiertamente normas de rango legal (como la legislación de transparencia). Todo ello, además, con un desprecio absoluto del principio constitucional de seguridad jurídica, puesto que una decisión anunciada a mediodía se corrige por la tarde, para volver a modificarse bien entrada la noche.

En definitiva, si Stefan Zweig recordó melancólica y nostálgicamente su infancia y juventud en ese Mundo de ayer, uno recuerda cada vez más aquella época de la infancia donde, aun ajeno a los problemas de la época y pese a las limitaciones inherentes a la tierna edad, podía no obstante percibir la ilusión en sus mayores, ilusión por la puesta en marcha de un sistema que en principio iba a brindarles libertad y seguridad. Ese mundo de ayer, que no es el del imperio austrohúngaro descrito por Zweig, sino el vivido por el redactor de estas líneas en los años setenta y ochenta (y el que se le transmitió en la facultad de derecho en los años noventa) ha entrado en la Unidad de Cuidados Intensivos a la vez que tantos y tantos españoles afectados del COVID-19. Y es más que probable que no llegue a salir con vida de la misma.

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